«¿Quién no pensaba que a los judíos había que bajarles los humos?»
Es uno de los nombres de referencia de las letras británicas. Curtido en la provocación, la nueva novela de Martin Amis, «La zona de interés», ha levantado ampollas y una agria polémica: el libro es una sátira con toques de humor grotesco, ambientada en el horror de un campo de concentración que fue rechazada por la francesa Gallimard, su editorial habitual, aunque la publicaría Calmann-Lévy, y la alemana Hanser.
No es su primera novela sobre el Holocausto, pues ya lo abordó en 1991 en «La flecha del tiempo». Ahora llega a España de la mano de Anagrama. La reflexión surge inmediatamente: ¿hasta qué punto se puede ironizar sobre un tema tan delicado? ¿Se trata de una mera estrategia del autor para asegurarse venta y titulares? Adelantamos unas páginas del libro en las que el autor recrea un campo de concentración muy similar al de Auschwitz.
Como muestra de ese humor negro, negrísimo, del que Martin Amis hace gala en «La zona de interés» sirva la conversación que Golo Thomsen y Boris Eltz, amigos de la infancia y, ahora, cómplices del Holocausto, mantienen en el primer capítulo del libro:
«Esas cosas actúan en lo más profundo –dije–. Sigue, Boris, si no te importa.
–Bien, pues me sentía aliviado, o, mejor, feliz y orgulloso de que la rampa tuviera tan buen aspecto. Toda barrida y regada con la manguera. Nadie muy borracho; era demasiado pronto. Y un atardecer tan bonito... Hasta el olor era menos fuerte. Llega el tren de pasajeros, todo festivo. Podría haber llegado perfectamente de Cannes o de Biarritz. Los viajeros se apean sin que nadie los ayude. Ni látigos, ni porras. Ni vagones de ganado desbordantes de Dios sabe qué. El Viejo Bebedor pronuncia su discurso, yo lo traduzco, y nos vamos todos. Todo tan civilizado. Luego llega ese puto camión. Y se va todo al traste.
–¿Por qué? ¿Qué había en el camión?
–Cuerpos. El montón de cadáveres de todos los días. Procedente del Stammlager y con destino al Prado de Primavera. Dijo que como una docena de ellos habían quedado medio colgados del portón trasero; dijo que le vino a la imaginación un puñado de aparecidos vomitando por la borda de un barco.
–Con los brazos colgando, bamboleándose. No sólo cuerpos de viejos. Cuerpos famélicos. Cubiertos de mierda, de mugre, de trapos, y sangre, y heridas, y forúnculos. Cuerpos machacados, de cuarenta kilos.
–Ya... Indecoroso.
–Nada parecido a la sofisticación – dijo Boris.
–¿Es cuando se pusieron a gemir? Oímos los gemidos.
–Había que ver aquello...
–Ya. Da para mucho que... interpretar. – Quería decir que era
no sólo un espectáculo, sino también un relato: contaba una larga
historia–. Había mucho que asimilar.
–Drogo Uhl piensa que ellos nunca llegaron a hacerlo. A asimilarlo. Pero yo creo que lo que hicieron fue abochornarse por nosotros... Abochornarse mortalmente por nosotros. Por nuestras... cochonneries. O sea, un camión lleno de cadáveres depauperados. Un poco torpe y provinciano, ¿no crees?
–Probablemente. Seguramente.
–Tan insortable. No se nos puede llevar a ninguna parte. De engañosa talla menuda y de engañosa liviandad, Boris era coronel veterano de las Waffen-SS: las SS armadas, las guerreras, las de batalla. Se suponía que las Waffen-SS estaban menos constreñidas por la jerarquía, que eran más quijotescas y espontáneas que la Wehrmacht, y que en ellas se daban vivos desacuerdos en todos los niveles de la cadena de mando. Una de las controversias de Boris con su superior sobre estrategia (estando destinado en Voronezh) acabó en una pelea a puñetazos, de la que el joven general salió con un diente menos en la boca. Ésa era la razón por la que Boris estaba aquí – entre los austriacos, como solía decir él–, y por la que lo habían degradado a capitán. Le quedaban aún nueve meses de sanción.
–¿Qué pasó en la selección? – le pregunté.
–No hubo selección. Todos eran carne de cámara de gas.
–Estoy pensando. ¿Qué es lo que no les hacemos? No los violamos, supongo.
–Bueno... Pero en lugar de eso les hacemos algo mucho más jodido. Deberías mostrar un poco más de respeto por tus nuevos colegas, Golo. Mucho mucho más jodido. Cogemos a los más bellos y hacemos experimentos médicos con ellos. Con sus órganos de reproducción. Los convertimos en viejecitas. Y luego el hambre los convierte en viejecitos.
Dije:
–¿Estarías de acuerdo conmigo en que no podemos tratarlos peor?
–Oh, venga ya... No nos los comemos.
Me quedé pensativo unos instantes.
–Sí, pero a ellos no les importaría que nos los comiéramos.
A menos que nos los comiéramos vivos.
–No, lo que hacemos es que se coman entre ellos. Eso sí les importa... Golo, ¿quién en Alemania no pensaba que a los judíos había que bajarles los humos? Pero esto es una puta ridiculez, eso es lo que es. ¿Y sabes lo peor de ello? ¿Sabes lo que me reconcome aquí dentro?
–Lo imagino, Boris.
–Sí. ¿Cuántas divisiones estamos inmovilizando? Hay miles de campos. Miles. Horas-hombre, horas-tren, horas-policía, horas-gasolina. ¡Estamos aniquilando nuestra fuerza de trabajo! ¿Y qué pasa con la guerra?
–Exactamente. ¿Qué pasa con la guerra?
–¿Qué relación con ella tiene todo esto? Oh, mírala, Golo... Aquella chica de la esquina de pelo oscuro al rape. Es Esther. ¿Has visto alguna vez algo más dulce en toda tu vida, con una milésima de esa dulzura?
Estábamos en el despacho de la planta baja de Boris, desde la que se divisaba una vista amplia y llana de Kalifornia. Esther pertenecía al Aufräumungskommando, a la Brigada de Limpieza, uno de los grupos rotatorios de doscientas o trescientas chicas que se ocupaban de las tareas de mantenimiento de un patio lleno de cobertizos dispersos, un patio del tamaño de un campo de fútbol.
Boris se puso de pie y se estiró.
–Acudí al rescate. Recogía escombros con las manos en Monowitz. Luego un primo suyo la trajo aquí furtivamente. Pero la descubrieron, por supuesto..., porque no tenía nada de pelo. La destinaron al trabajo más bajo, el Scheissekommando, la brigada de las heces. Pero intervine. No es tan difícil. Aquí robas a unos para sobornar a otros.
–Y por eso te odia.
–Me odia. – Sacudió la cabeza con acritud–. Bien, pues voy a darle motivos para que me odie.
Dio unos golpecitos con la pluma estilográfica en el cristal, y siguió haciéndolo hasta que Esther levantó la mirada. Puso los ojos en blanco y siguió con lo que estaba haciendo (algo bastante curioso: estrujaba tubos de pasta de dientes para echar lo que aún quedaba dentro en una jarra agrietada). Boris se enderezó y abrió la puerta y le hizo una seña para que se acercara.
–Señorita Kubis. Traiga una postal, haga el favor.
Quince años, sefardí, pensé (la tez levantina), y tersa y bien formada, y atlética; se las arregló para caminar y lo hizo con pesadez, para entrar en el despacho; era algo casi satírico, la pesadez de su paso. Boris dijo:
–Siéntese, por favor. Necesito su checo y su mano de jovencita. – Sonrió y dijo–: Esther, ¿por qué me odia tanto?
Esther se tiró de la manga de la camisa.
–¿Por mi uniforme? – Le tendió el lápiz bien afilado–. Querida mamá, dos puntos. Mi amiga Esther escribe esto por mí..., porque me he lastimado la mano. Así que quiero un informe, Golo. Recogiendo rosas ahí fuera, punto y seguido. ¿Qué tal está la valquiria?
–Voy a verla esta noche. O al menos tengo razonables esperanzas de verla. El Viejo Bebedor ha organizado una cena con la gente de Farben.
–¿Sabes? Tiene fama de no asistir, he oído. Y será aburridísimo si no va. Abrir interrogación. Cómo describir la vida en la granja. Cerrar interrogación. Pero estás contento, hasta ahora.
–Oh, sí. Muy ilusionado. Incluso he hecho algún avance verbal, y le he dado mi dirección. Ojalá no lo hubiera hecho, en cierto modo, porque estoy todo el tiempo pensando que va a llamar a mi puerta. No podría decir que se puso a dar saltos, no, pero me escuchó hasta el final.
–El trabajo es bastante agotador, coma. No puedes hacer que vaya a verte; no con esa bruja fisgona de abajo. Pero me encanta el campo y el aire libre, punto.
–De todas formas... Es magnífica.
–Sí, lo es, pero es muy grande. Las condiciones son realmente buenas, dos puntos. A mí me gustan más pequeñas. Ponen más entusiasmo. Los dormitorios son sencillos pero cómodos, abrir paréntesis. Y puedes disfrutar con ellas todo lo que quieras. Y en octubre nos repartirán... Estás loco, ¿lo sabes?
–¿Por qué?
–Por él. Y en octubre nos repartirán esos estupendos edredones de pluma. Para las noches más frías, cerrar paréntesis, punto y coma. Por él. Por el Viejo Bebedor.
–Ese tipo no es nada. – Y utilicé una expresión yidis, pronunciándola con precisión para que el lápiz de la señorita Kubis pudiera hacer una pausa–. Es un grubbe tuchus. Un culo-gordo. Es débil.
–La comida es sencilla, coma, es cierto, pero completa y abundante, punto y coma. El viejo culo-gordo es malo, Golo. Y todo está inmaculadamente limpio, punto. Y astuto. Tiene la astucia de los débiles. Enormes, y subraya eso, por favor, enormes cuartos de baño en la granja..., con grandes bañeras independientes, punto. La limpieza, coma, la limpieza, impecable. Abrir signo de admiración. Ya sabes cómo son estos alemanes, cerrar signo de admiración». (...)
Martin AMIS