Reyes Monforte, el amor es más fuerte que la guerra
Prepublicación de «Besos de arena» (Temas de Hoy). La escritora regresa tras «Un burka por amor» con una doble historia, tan dura como romántica, con el conflicto del Sahara como escenario de la que a continuación publicamos un jugoso adelanto
Julio escuchó con expresión de absoluto desconcierto la pregunta de la abogada. A su lado, Carlos y Germán –que acababa de unirse a ellos– cerraron los ojos, como si llegase a sus oídos algo similar a una sentencia condenatoria. En los últimos meses, aquel viejo amigo de Villa Cisneros se había convertido en uno más en aquella casa.
–Se lo repetiré. ¿Saben ustedes lo que es una hartani?– La voz de Mayka sonaba imperturbable, ni siquiera la explicación que estaba a punto de darles quebraba lo más mínimo su estudiado discurso. Hablaba con convicción, con cierta cadencia mecánica en su verbo, siempre eligiendo las palabras exactas aunque sonaran rudas.
Julio miró a su padre y a su amigo y al ver la expresión de sus rostros aún entendió menos: ¿es que ambos tenían noticia de lo que hablaba?
La conversación del día previo con el bufete de Roberto había sido bastante inquietante: el abogado se limitó a decirles que Mayka había movido muchos hilos, que había hecho unas cuantas llamadas de teléfono y que al fin, cinco meses después de su entrada en escena, tenía información contrastada que los acercaba a Laia. «¿Estáis preparados para escuchar lo que tiene que deciros?», le había preguntado. Roberto sabía que no iban a estarlo.
Ahora, la mañana siguiente, Julio no entendía ni una sola de las palabras de la activista. Insistió una vez más:
–¿Qué pasa? ¿De qué estamos hablando?
–A ver cómo se lo explico. –Mayka volvió a tomar la palabra–.
Laia no está con su familia. Ella no es hija suya.
–¿Es adoptada? –preguntó Julio, aunque intuía que había algo más.
–Más bien cedida. Algunos saharauis de raza negra, una minoría en los campos de refugiados de Tinduf, son propiedad de personas o familias blancas. –Julio trató de intervenir, pero ella le detuvo con un gesto de la mano y siguió adelante mientras él se levantaba, incapaz de permanecer quieto–: Estamos hablando de tradición, de costumbres, no de racismo. Estos vínculos de propiedad suelen darse casi exclusivamente con personas de color, la mayoría procedentes de Mauritania, donde es una práctica habitual. Se cuentan por cientos, si no por miles, las familias mauritanas que han mandado a sus hijos, sobre todo niñas, a los campos de refugiados del Sahara como moneda de cambio.
Mientras decía esto, Mayka había abierto su portafolios de piel brillante y había extraído una copia de la fotografía de la familia saharaui de Laia que Carlos le había entregado a Roberto en los primeros días.
–Hice copias de esta fotografía y la distribuí entre algunos contactos de mi absoluta confianza con la esperanza de que alguien pudiera reconocer a las personas que aparecen en la imagen. No fue sencillo, Dajla es grande y el Sahara consigue hacer pequeño cualquier desierto. Les llevó su tiempo, pero al final la búsqueda tuvo sus resultados. Gracias a la mediación de unos y otros, Luis, un amigo mío cooperante de una ONG, localizó a la familia e hizo algunas averiguaciones. Hamid y su hijo son hombres fuertes en la comunidad saharaui, con buenas relaciones, sobre todo en el Frente Polisario. A mi amigo no le costó darse cuenta de lo que pasaba. Y tras nuevas indagaciones, hemos llegado a confirmar que cuando Laia tenía tan solo seis años, su madre la entregó a una mujer saharaui, como en su día habían hecho con ella.
«Desde los seis años hasta los doce, Laia fue tratada como una esclava.
–La expresión de quienes la escuchaban la obligó a matizar un ápice sus afirmaciones–. Entiéndanme, cuando hablamos de esta esclavitud no nos referimos a la típica imagen de los grilletes y el látigo. No hace falta. Hablamos de personas que heredan de sus antepasados una serie de servidumbres que les impiden desligarse de sus antiguos amos. En Mauritania, la servidumbre forzosa se hereda de padres a hijos, o más bien de madres a hijas, es el pan nuestro de cada día. Las mujeres esclavas, o «serviles», como quieran llamarlas, siempre han sido niñeras en la casa de sus amos, entre otras muchas cosas. En el caso de Laia, cuando la cedieron aún no tenía edad de convertirse en la niñera de nadie, más bien al contrario. Así que la emplearon en otros quehaceres bastante más duros. Podría decirse que para estas personas la esclavitud es algo natural. Son propiedad de una familia determinada y esas personas serán sus dueños hasta que ellos mismos lo estimen conveniente, nunca antes.
–Pero de qué demonios está usted hablando. –A Julio, aquella explicación no le había gustado nada–. Es totalmente imposible. ¿Esclavitud en el siglo XXI? ¿Laia una esclava? Se nota que usted no la conoce. Lo que está diciendo es pura ciencia ficción.
–Comprendo que debe ser complicado de entender y de aceptar que la mujer que uno ama es propiedad de otro hombre, una esclava.
–Oiga, tiene usted una forma de decir las cosas que... Al menos podría tener un poco más de sensibilidad. Y ya puestos, dejar de decir tonterías.
–No me paga para ser sensible –respondió secamente la abogada–. Y mucho menos para decir tonterías.
–Tampoco le pago para que sea desagradable ni para aguantar sus sandeces –saltó Julio– Intente encontrar un término medio entre tanta palabrería. –Solo la mano de su padre sobre su hombro impidió que su contestación fuese aún más explícita.
–Por favor, os lo ruego, tranquilicémonos –terció Roberto–. Estamos todos en el mismo barco. Ya os dije que había cosas que no son fáciles de decir..., pero al menos se podría intentar suavizar la manera de hacerlo –dijo esta vez dedicando una mirada fugaz a Mayka, que, por supuesto, no se dio por aludida–. Aquí lo importante es saber dónde está Laia y hacer lo imposible para que vuelva a casa cuanto antes.
Carlos, que hasta el momento había permanecido callado escuchando las explicaciones que salían de la boca de la abogada, perfectamente perfilada de rojo, decidió hablar para despejar la tensión, aunque fuera añadiendo más sufrimiento a su propio hijo.
–Julio, ella está diciendo la verdad. Nosotros mismos pudimos verlo. Germán y yo fuimos testigos de lo que cuenta. Fue un día en el despacho que Germán utilizaba cuando se acercaba a trabajar a las oficinas de Fos Bucraa.
–Carlos volvió a recordar la misma historia que recuperó de su memoria la noche en que arregló con celo aquella fotografía: su amigo se había enterado de que uno de los empleados de la fábrica tenía la obligación de entregar el sueldo íntegro que ganaba a «su dueño»–. ¿Te acuerdas?– le preguntó.
Germán asentía a su lado. Siempre había sido un buen hombre, con un corazón que no le cabía en el pecho, muy sensible a las injusticias, así que no le tembló el pulso y acabó llamando al amo del trabajador.
–Aquel hombre no solo no lo negó, sino que se lo confirmó con total naturalidad.
–¿Ustedes mismos lo escucharon? Eso es menos habitual –anotó Mayka. Germán estaba de acuerdo:
–Conecté el altavoz del teléfono para que Carlos pudiera oírlo. Hablamos durante tres horas –prosiguió–, como si estuviéramos acordando la venta de un coche o de un camello. Al final convinimos una cantidad: 75. 000 pesetas por la libertad de una persona. –Así de burdo e increíble había sido: Germán salvó a ese hombre, le dio la libertad que alguien le había hurtado, y como a él, a su padre y al padre de su padre.
–Bastaron 75.000 pesetas para devolver a un hombre su dignidad –añadió Carlos–. Era la primera vez que escuchábamos una historia como esta, pero después vinieron muchas más, ¿verdad? Ya se sabe, una vez abierta la veda, siempre es más fácil.
–Todo fue de palabra, ni siquiera intercambiamos ningún papel que confirmara el trato que habíamos cerrado... Y siempre me quedó la duda de si hubiera sido necesario pedir algún tipo de documento, de si el amo respetaría el acuerdo verbal sin que mediara ningún papel escrito. Porque existir, existían. También tuvimos oportunidad de verlos. Julio seguía impactado.
–¿Papeles de compraventa de hombres?, pero ¿de qué estáis hablando?
–Usted mismo puede verlo. Aquí tiene uno. –La mano de Mayka volvió a perderse en el interior de su maletín. Sus delicados dedos extrajeron un papel que tendió a Julio–: Es una cédula de liberación fechada el 29 de septiembre de 2005. Le traduzco el hassanía; dice: «El cuello de Emirik Aolud Salem es libre hoy».
–Y conociendo lo que pasaba, ¿no hicisteis nada? ¿No lo denunciasteis?
–La pregunta de Julio a su padre era claramente un reproche.
–¿Denunciarlo a quién? ¿Qué podíamos hacer un puñado de españoles frente a siglos de tradición?– respondió él sin sentirse molesto por la acusación de su hijo–. No pintábamos nada en todo ese asunto. Lo único que hicieron muchos fue actuar como Germán, y no pocas veces tuvieron problemas por ello.
–Era su mundo, sus costumbres, en las que no nos permitían entrar por mucho que nos cedieran algunas parcelas –añadió su amigo–. Para acabar con ello, habría hecho falta mano dura, fuerza, violencia, y nadie quería un derramamiento de sangre por algo que llevaba siglos constituido como una tradición; maldita, pero tradición. Los propios hartanis lo admitían, se mostraban conformes con ello. Muchos decían que era parte de su religión y que si cumplían con su condición y obedecían al amo, irían al Paraíso.
–Lo que ella dice es verdad, hijo: no se trata de una cuestión de racismo, ni del color de la piel, sino de leyes y de costumbres. –Los dos hombres se iban arrebatando la palabra, como si los empujase todo un caudal de recuerdos, aunque a Julio le seguía sonando absurdo.
–Tu padre y yo conocimos a un jefe de los erguibat negro como la noche que tenía un hartani blanco. Resultaba chocante ver a un esclavo rubio y de ojos azules, pero nosotros lo vimos. Era hijo de un brigada alemán de la Legión francesa y una esclava, una hartani. ¿Sabes cómo llamaba el jefe al esclavo blanco?: «puto aswad», «puto negro». Era tan absurdo verlo y escucharlo que parecía mentira, pero así sucedió y poco se podía hacer al respecto.
Julio los escuchaba sin poder retirar su mirada de ellos.
–Quizá si lo hubierais hecho, ahora Laia no estaría en la situación en la que está.
–Y entonces quizá usted nunca la hubiera conocido –apostilló Mayka desarmando con su comentario a Julio. Frente a la buena impresión inicial, el joven cada vez sentía más rechazo hacia aquella mujer de lengua rápida y comentarios inapropiados. A ella parecía darle igual–. Seguramente los amos de Laia decidieron mandarla a España aquel verano porque allí los incordiaba para sus planes, algún tipo de negocio o reuniones políticas en las que no faltarían las conspiraciones contra Marruecos. El cabeza de familia mueve los hilos, hace un par de llamadas a algún amigo dentro del Polisario y ya tienen a su hartani incluida dentro del programa.
–¿El Polisario? ¿El Frente Polisario sabe todo esto –preguntó Julio abatido–. Pero ¿cómo demonios un frente de liberación puede tener esclavos? ¿Cómo pueden exigir la libertad para el Sahara y no para los saharauis?– La mano de la abogada regresó al maletín, donde parecía existir todo un mundo de documentos, para tenderle uno nuevo–. ¿Qué es esto?
–Otra cédula de liberación, aunque un poco más oficial –dijo ella–: Un documento administrativo de un tribunal de Tinduf con fecha del 13 de junio de 2007 formalizando la liberación de dos esclavas y de su descendencia... Como ve, el documento está firmado y sellado por el Ministerio de Justicia y Asuntos Religiosos del Frente Polisario y validado por el Tribunal de Primera Instancia de los campos de Tinduf... Contestando a su pregunta: por supuesto que el Polisario está al tanto. Aun así, no se equivoque ni se deje llevar por la indignación: no son ellos quienes los tienen, simplemente conocen su existencia, aunque insistan en negarla. Tampoco es algo generalizado, pero de lo que no hay ninguna duda es de que existen esclavos, en especial mujeres. En la actualidad, los derechos del amo sobre el siervo han quedado reducidos a las mujeres. Aunque le parezca ciencia ficción –dijo enfatizando las palabras que Julio había empleado hacía unos minutos–, todavía hoy, en los albores del siglo XXI, esas mujeres necesitan permiso del dueño para casarse. Y creo que de ahí pudo venir el engaño que confeccionaron para llevarse a Laia.
–Pero la esclavitud fue abolida en el Sahara en 1976... –recordó Germán. Mayka le impidió continuar.
–Sí, lo que quiere decir que siendo aún provincia española, la esclavitud era un hecho. –Miró a los presentes a sabiendas de que había logrado captar su atención–. ¿Qué hacían las autoridades españolas para evitarlo? Exactamente lo mismo que las autoridades saharauis ahora: nada. Aseguran que está prohibida y que no se ha denunciado ningún caso, algo que no es exactamente cierto. Algunas organizaciones internacionales en defensa de los derechos humanos han dado la voz de alarma. Lo hizo Amnistía Internacional, que manejó informes facilitados por distintas ONG, en particular por una afincada en Mauritana, SOS Esclavos, donde se destapaban hasta cuatro casos de servidumbre en este país. Y lo ha hecho Human Rights, que abrió una investigación a raíz de varias denuncias y concluyó reconociendo que algunos saharauis de raza negra son propiedad de familias blancas. A lo máximo que han llegado algunos dirigentes del Frente Polisario es a admitir que ciertos aspectos históricos de la esclavitud perduran fortalecidos por algunos funcionarios. Hablan de los cadíes, los jueces locales, que se niegan a celebrar bodas de mujeres negras esclavas sin el consentimiento de sus dueños. En realidad, son ellos los que terminan eligiendo al esposo de su hartani... Pero hablar de esclavitud en los campamentos de Tinduf es más difícil que hacerlo en un informe internacional, sentado sobre un sillón de piel ante una mesa de madera elegante y de más de tres mil euros. Si hablas de esto entre las dunas, desapareces.
–Es ilegal, es un delito–insistió Julio.
–Nadie lo está negando. Como tampoco puede negarse que la esclavitud ha existido siempre en todo el norte de África, por no hablar de otros lugares. Por supuesto que legalmente está abolida, pero ¿es que acaso todo el mundo cumple las leyes? Ni que la existencia de una ley fuera sinónimo de su cumplimiento.
Durante unos segundos cayó el silencio en el salón de la casa; a esas alturas, el ambiente ya estaba lo bastante cargado como para seguir soportando más peso. Como venía siendo habitual, fue Mayka la encargada de romper la delicada calma de cristal que se había constituido, a modo de bóveda invisible, sobre las cabezas de los allí presentes.
–Y ahora que todos conocemos a qué nos enfrentamos, vayamos a lo que nos interesa. Lo primero es estudiar todas las posibilidades legales para poder contar con el apoyo de la justicia española y del Gobierno español a la hora de sacar a Laia de los campamentos de Tinduf. No sé cuál de las dos opciones va a resultar más complicada. Si quieren que les diga la verdad, nunca me he fiado ni de jueces ni de políticos, y desde que los conozco, aún me fío menos. Son tal para cual. Jamás los verán donde están los problemas para enterarse de qué demonios están juzgando o legislando. En todo caso, hay que tantear, y si esta vía no da los resultados que esperamos, podemos ir preparando las actuaciones in situ, en los propios campamentos. Y ya les adelanto que no será un camino de rosas. Echaremos mano de todo lo que podamos. Como les dijo Roberto, conozco a gente allí que nos ayudará, pero deben saber que las cosas son complicadas y más en el desierto.
–¿El hecho de que Laia sea mayor de edad no supone nada? –preguntó Julio, que continuaba sintiéndose como en una pesadilla.
–Sobre el papel, Laia es mayor de edad –confirmó Mayka: en la República Árabe Saharaui Democrática se accede a la mayoría de edad al cumplir dieciocho años, igual que en España–, pero como todo en el desierto, no deja de ser un espejismo. En los campos de refugiados impera el derecho consuetudinario musulmán conforme al cual una mujer solo obtiene la mayoría de edad cuando contrae matrimonio, y esto ocurre por lo general cuando el padre lo consiente y permite. Se lo podrán negar mil veces, pero es así. Sin embargo, en el caso de Laia la cosa se complica más por su condición.
Reyes MONFORTE