Acaba de aparecer, publicado por la editorial Nórdica, en una edición especial ilustrada, «El curioso caso de Benjamin Button» (1922), el conocido cuento de
Francis Scott Fitzgerald que se hizo popular en todo el mundo gracias a la adaptación cinematográfica que en su día protagonizó Brad Pitt. El escritor norteamericano incluyó esta historia –sobre un hombre que nace con una rara enfermedad que le hace rejuvenecer con el paso del tiempo– en su libro «Relatos de la era del jazz», que venía ciertamente a nombrar
toda una época dorada para la cultura estadounidense. El autor había dado a conocer en 1920 «Al otro lado del paraíso», la primera de sus novelas, estandarte de una generación universitaria y ambiciosa, y con
«El gran Gatsby» (1925) iba a expresar, como ninguna otra obra de aquellos
«años locos» en Estados Unidos, «la irregularidad e impremeditación de la vida en una época de alegre irresponsabilidad y decadente encanto», como dijo sobre esta obra Mario Vargas Llosa.
Por otra parte, Justo Navarro, que tradujo la famosa novela de Fitzgerald, afirmó una vez que este inventó la era del jazz, y en el epílogo a su edición en la editorial Anagrama, recordaba cómo el autor, en 1922, organizó fiestas en su gran casa, lo cual se iba a extender en el texto que escribiría dos años después en la Riviera francesa, pues «toda la novela es una sucesión de fiestas y reuniones para comer y beber. (…) Pero son diversiones que acaban en perturbación y desembocan en violencia». El propio Fitzgerald presumía de la grandeza de su obra, en especial la que cuenta el narrador Nick Carraway sobre Gatsby, representante, según sus propias palabras, de «
todo aquello por lo que siento auténtico desprecio». Huelga decir que “El gran Gatsby” y todo lo que rodea al autor y a su esposa Zelda Sayre, siguen
de viva actualidad, tanto en el mundo editorial como cinematográfico, caso de «Medianoche en París» (2011), la genial película de
Woody Allen en que aparecía como destacado personaje de ficción.
A Fitzgerald, junto a otros artistas norteamericanos como Hemingway o Steinbeck, que vivieron la época de la Gran Guerra y la depresión que hizo naufragar la economía estadounidense a partir del Crac de 1929, los llamó Gertrude Stein, una autora asentada en París, la Generación Perdida. Esta aún revista un gran atractivo para poetas y narradores de todo el mundo, por su modo de encarar la vida, su mirada rebelde y valiente, su ánimo cosmopolita o internacional, su goce de vivir…, todo ello trufado de música de Estados Unidos, literatura de Estados Unidos, costumbres y hábitos sociales de Estados Unidos, palabras del inglés de Estados Unidos, comida y bebida de Estados Unidos, cine de Estados Unidos.
De todo ello sabe mucho Juan Francisco Fuentes (Barcelona, 1955), un historiador, catedrático en la Universidad Complutense de Madrid, que se ha dedicado a hacer biografías de personalidades españolas destacadas, como José Marchena, Francisco Largo Caballero, Luis Araquistáin o Adolfo Suárez. Y ahora, por así decirlo, biografía la España que estuvo tan influida por esa huella yanqui bajo tantos puntos de vista
en su libro «Bienvenido, Mister Chaplin. La americanización del ocio y la cultura en España de entreguerras». Y es que, como advierte él mismo, «tras la Primera Guerra Mundial, la
influencia americana aumentó en todo el mundo, y España no fue una excepción. Al éxito popular de las principales figuras del cine mudo –Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, Oliver y Hardy– se le añadió la imagen de Estados Unidos como nuevo El Dorado transmitida por los emigrantes a través de las cartas y fotografías que enviaban a sus familiares y amigos».
Fuentes ya había abordado estos años españoles justamente usando el concepto que inventó Stein para ese grupo de norteamericanos con grandes ambiciones literarias, en el libro «La generación perdida. La juventud de 1929» (2022). Para él se basó en una encuesta a los jóvenes del periódico «El Sol» que quería averiguar sus gustos, aficiones y opiniones sobre la educación, la cultura, el deporte, el amor, la política o el estado de España. La premisa fundamental de este historiador ahí era afirmar que toda generación es una generación perdida, más si cabe en el caso que estudiaba: el de unos jóvenes que vivieron la dictadura de Primo de Rivera y más tarde tendrían que padecer una guerra civil. De alguna manera, sin embargo, mucha juventud del momento se encontró por medio de una cultura común que se había hecho universal.
Así las cosas, de aquella encuesta se podía deducir «la importancia que Estados Unidos tuvo para muchos de los españoles nacidos a principios del siglo XX, y no precisamente por las secuelas del Desastre del 98, que tanto afectó a sus padres y abuelos.
La cultura americana conformó decisivamente su visión del mundo. Fue a la vez fuente de entretenimiento y escuela de modernidad, con sus películas, sus rascacielos, su sentido dionisiaco de la vida y sus personajes reales y de ficción». Más en concreto, en el plano literario, tales cosas tendrían una clara resonancia en los escritores y artistas de la
Generación del 27, «vanguardia de una generación que buscó sus señas de identidad en el cine, el deporte, el maquinismo y el jazz. Nunca ha habido en la historia de España jóvenes tan identificados con todo aquello que relacionaban con la cultura de masas y el estilo de vida norteamericano».
Fuentes observó que entre los jóvenes se veía como ideal político la república norteamericana «por considerarla un país más libre y, desde luego, mucho más divertido que la patria del socialismo. Como dirá Luis Buñuel en sus memorias, “yo adoraba América antes de conocerla. Todo me gustaba […], hasta los uniformes de los policías”». En este sentido, «Bienvenido, Mister Chaplin» ahonda en por qué la sociedad española, cuando aún tenía más o menos reciente el llamado Desastre del 98, con la pérdida de los territorios de ultramar, «cayó rendida al encanto de Yanquilandia, por utilizar la despectiva expresión acuñada por Miguel de Unamuno en 1898». Cuando menos, el cambio era significativo, pues el enemigo que derrotó a España a finales del siglo XIX «se había convertido en modelo de civilización», apunta el autor.
El título del libro parafrasea la famosa película de Luis García Berlanga «Bienvenido, míster Marshall», añadiendo el nombre del artista más célebre del planeta por entonces, Charles Chaplin. Estados Unidos representaba los grandes avances técnicos y la moral hedonista de los felices veinte, de ahí que fuera posible vincular cualquier asunto con lo que venía del otro lado del océano, como el país de la bandera de las estrellas fuera el referente con el que comparar cualquier asunto de la vida. Por eso no extraña que, en 1936, un escritor soviético que recorrió Europa entera y conoció a cuanta celebridad destacaba en aquel periodo, Iliá Ehrenburg, al llegar a Madrid dijera: «La Gran Vía es Nueva York».
De hecho, la huella arquitectónica o decorativa de Estados Unidos en el periodo de entreguerras aún puede notarse en la capital: ejemplos de eso son la coctelería Chicote, el edificio de la Telefónica, los estudios de Unión Radio, los Grandes Almacenes Madrid-París o el cine Palacio de la Música. No en vano, se desarrolla una tendencia a imitar lo yanqui tanto a distancia, en suelo español, como «in situ». Eso se observa en el fenómeno de la emigración, tan abundante a principios de siglo XX hacia Norteamérica de gentes procedentes de todas partes del globo terráqueo. Fuentes comprobó tal americanización simplemente prestando atención a las fotografías que los españoles emigrados enviaban a sus familiares como testimonio de su nueva vida: ya fuera en un parque en San Francisco, en las calles de Nueva York, o trabajando en una obra en Connecticut.
Eran aquellas instantáneas de confort y risueñas, de poses despreocupadas al hilo de una vida marcada por el ocio o la aparente igualdad de oportunidades para todos. «No se percibe miseria ni sumisión, sino una aparente armonía de clases y el trabajo del hombre aliviado por la técnica», escribe Fuentes. No en balde, el poder de la imagen resultará crucial, sobre todo tras la Primera Guerra Mundial, cuando por medio de fotografías personales o de los medios de comunicación la población española se familiarice de forma definitiva con esta «American Way of Life» que, claro está, todavía persiste entre nosotros.
YANQUILANDIA UNAMUNIANA
Fue en un año tan duro para España como 1998, cuando la guerra hispano-estadounidense enfrentó a España y Estados Unidos al intervenir Estados Unidos en la guerra de independencia cubana y España, que apareció esta palabra que aún se usa. La inventó Miguel de Unamuno, miembro de la Generación del 98, que veía con pesimismo cómo su país perdía sus últimos territorios en Asia y América tras ser derrotada en la contienda armada, despidiéndose del gran imperio que había sido antaño. «La expresión hizo fortuna y fue adoptada enseguida por periodistas, políticos e intelectuales, porque compendiaba todo lo bueno y lo malo de Estados Unidos como civilización, lo más extravagante y lo más moderno, lo más plebeyo y lo más sofisticado», explica Juan Francisco Fuentes. «Ese doble sentido del término permitía reflejar en su ambivalencia el clima del post-98, marcado por el resentimiento antiyanqui, pero también por el deseo de pasar página del Desastre y conocer los logros de una nación que, a juicio de muchos, estaba llamada a dominar el mundo. La emigración española a Estados Unidos, que aumentó exponencialmente en la segunda década del siglo, contribuyó sin duda a cambiar la percepción del país».