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“Nunca delante de los criados”: lo que no cuenta “Downton Abbey”

Se publica un singular estudio de lo que fue ser un criado de las grandes gentes acomodadas en Inglaterra: desfilan en sus páginas mayordomos, doncellas, cocineros, chóferes...
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El espectador de cierta edad recordará una de las series inglesas que tuvo mayor éxito internacional, «Arriba y abajo», emitida en los años setenta, en que se seguía la vida cotidiana de una familia rica y sus sirvientes, desde el año 1903 hasta 1930. En la parte superior de la mansión, vivían, con sus hijos, Lady Marjorie, hija de un duque, y su esposo Richard Bellamy, un político. En la parte inferior, se encontraban las dependencias de los criados: el mayordomo, la cocinera, los lacayos, las doncellas... Sin embargo, quien no haya visto aquella serie puede de algún modo conocer ese contexto mediante otras más recientes como «Downton Abbey».
Del mismo modo que su insigne predecesora, esta serie describe la vida de una familia aristocrática y de los componentes de su servicio, entre 1912 y 1926. En ambos casos, la vida diaria quedaría inevitablemente afectada por los trascendentes acontecimientos que vivía Europa durante ese primer tercio del siglo XX. Es más, se podría decir que es un género en sí mismo, con largometrajes también, caso de «Gosford Park» (2001), de Robert Altman, que estaba ambientada en una casa de la campiña inglesa durante un fin de semana de 1932, con individuos de la alta sociedad británica y dos invitados norteamericanos, todos ellos acompañados de sus criados.
En el film se pretendía un fresco crítico enseñando el sistema de clases británico que iba a tener sus días contados, como explica Frank Victor Dawes en «Nunca delante de los criados» (Periférica, traducción de Ángeles de los Santos). Este autor, que trabajó en la sección de política exterior del «Daily Herald» y como director de informativos y productor de BBC Radio, fue hijo de una empleada doméstica. Esto, más su interés en el periodo victoriano, le llevó a escribir este libro que fue todo un éxito en 1973. Todo había venido de la idea de poner un anuncio en el «Daily Telegraph» en el que solicitaba, a cualquiera que hubiese trabajado como sirviente, que le escribiera para contarle sus experiencias.

Evocación nostálgica

Mucha gente contestó a la iniciativa, lo que proporcionó al autor multitud de detalles propios del trabajo doméstico hasta que logró construir todo un relato a lo largo de cien años a partir de los testimonios. Estos solían recurrir a este empleo por necesidad económica, con el aliciente de que entrar a servir significaba tener techo y comida. El libro se abre la cita «No sonreirán por las anécdotas que se cuenten en su presencia, ni demostrarán en modo alguno que escuchan las conversaciones familiares, ni las charlas en la mesa ni con los visitantes, ni intervendrán en ellas». Está extraída de «Rules for the Manners of Servants in Good Families», un trabajo de 1901 que vendría a recopilar las normas de comportamiento para los criados de buenas familias, lo cual ya indica lo sedimentada que estaba esta labor.
Aquellas cartas que Dawes recibió (más de setecientas), dice, «estaban bien escritas, se ceñían a los hechos y, sin embargo, eran evocadoras y nostálgicas pero sorprendentemente imparciales en lo relativo a todo aquel curioso y desaparecido régimen; algunas eran divertidas, pero casi todas eran tristes. Las cartas ofrecían una nueva perspectiva de un asunto que apenas era novedoso». Y es que, en efecto, la literatura inglesa «había estado habitada por altivos ayudas de cámara, al estilo de Jeeves y Crichton, por Mademoiselle Hortense, la siniestra doncella francesa de “Casa desolada”, y por las oprimidas institutrices de la juventud de Charlotte Brönte». El estudioso aquí se está refiriendo, entre otras, a las obras humorísticas de P. G. Wodehouse, protagonizadas por el joven aristócrata Bertie Wooster y su ayuda de cámara Jeeves; y a «El admirable Crichton» (1902), de J. M. Barrie, que había concebido para esta obra de teatro un mayordomo que, paradójicamente, al contrario que su amo, considera que el sistema de clases es el resultado natural de una sociedad civilizada.
De hecho, ya en 1861, se había publicado «El libro de la administración doméstica», obra de un matrimonio, los Beeton, en que se comentaba que los sirvientes habían olvidado cuál era su sitio. Dawes afirma que ahí se abordaba «el problema del servicio y dejó su huella en la estructura del gobierno de la casa de la clase media inglesa». Eran más de mil páginas que «pervivieron mucho más allá de la época de la reina Victoria, más allá de la conmoción de la Primera Guerra Mundial y no se desmoronaron por completo hasta el período entre 1939 y 1945». Fue unos pocos lustros después cuando Dawes vio que ya en los setenta el número de personas que trabajaban en ese sector en el Reino Unido había descendido a menos de cien mil, una cifra muy alejada del casi millón y medio de criados que hubo en los últimos años de la etapa victoriana.

Amos que no mueven un dedo

Aquello ya no podrá repetirse: el tiempo de los mayordomos, los lacayos, las cocineras, las niñeras, las gobernantas, las doncellas y las institutrices terminaron para siempre. La mirada hacia todos ellos antaño era muy diferente, de absoluta superioridad en todo por parte de los ricos que les contrataban, como si los vieran de otra especie humana, casi a la altura de los nativos. «El comportamiento de las clases medias en el hogar estaba condicionado hasta cierto punto por la constante presencia de esa clase inferior. A veces era incómodo pero necesario que los criados estuvieran a mano en todo momento, pues, de surgir cualquier tarea, eran ellos quienes tenían que hacerla. La familia –es decir, el señor y la señora y sus hijos– no debía mover un dedo. Si había que encender el fuego, tocaban la campanilla y la doncella iba corriendo».
Esta estampa se ha llevado al cine mil veces, y el libro presenta cosas realmente singulares, como el hecho de que si durante la comida era necesario tratar asuntos confidenciales, se usaba un artilugio llamado «dumbwaiter», que era «un carrito con ruedas y estantes en el que se colocaban la comida y los cubiertos, y que se dejaba en el comedor para que los invitados se sirvieran ellos mismos». Además, sigue explicando Dawes, era de mala educación hablar de los defectos de los criados en su presencia; hacerlo hubiera sido para la gente rica caer en un gesto vulgar. Asimismo, en el capítulo «La jerarquía del sótano», se habla de que los mismos criados eran muy conscientes de su rango y marcaban la distancia con los compañeros. Perfectamente podía pasar que un criado de una buena posición fuera arrogante con sus subordinados, algo que incluso se trasladaba a los dibujos cómicos de la prensa de entonces.
En fin, claro está, la casa victoriana estaba diseñada para separar bajo el mismo techo a dos clases sociales diferentes: «La familia del propietario vivía en la planta baja, la primera y tal vez la segunda planta. Sus sirvientes vivían y comían en el sótano, y dormían en la buhardilla. En su momento, a todos los interesados les parecía una organización enteramente práctica y sensata». Sin embargo, no era muy práctico para la servidumbre desplazarse a diario entre la buhardilla y el sótano sin molestar a la familia, de modo que se encontró una solución construyendo escaleras dobles: «Las traseras, sin alfombrar y sin iluminación, eran para los criados».
La servidumbre en datos
Cuenta el autor que en 1891, según el censo oficial, los criados formaban un grupo muy numeroso de los trabajadores: de una población de 29 millones entre Inglaterra y Gales, había 1.386.167 mujeres y 58.527 hombres que servían en casas particulares. De ellos, 107.167 muchachas y 6.891 muchachos tenían entre diez y quince años. “Estos niños trabajaban desde el amanecer hasta ya entrada la noche por unos pocos chelines al mes y tal vez medio día libre a la semana si sus patrones eran considerados. Se les exigía llevar uniforme o librea, y sus vidas se regían por normas estrictas. Dormían en buhardillas apenas amuebladas y vivían y trabajaban en las zonas más bajas y oscuras de las grandes viviendas victorianas y las casas nobles. Tenían accesos separados (por debajo del nivel de la calle), escaleras separadas (en la parte trasera del edificio) y vidas separadas de las de sus señores
Abuso sexual a las doncellas
El creador de «Los viajes de Gulliver», el irlandés Jonathan Swift, fue uno de los primeros en hablar sobre los miembros del servicio casero de forma teórica, por así decirlo. Sus «Instrucciones para los sirvientes» data de 1745, e incluía asuntos que tendrían que ver con el sexo y, por lo tanto, del aprovechamiento del varón de la casa cuando tenía a jóvenes a su alcance. «Swift continúa aconsejando a la doncella de la señora que obtenga de su señor todo lo que pueda –“nunca le permitas la menor libertad, ni siquiera que te apriete una mano, a menos que te ponga una guinea en ella”–, y aconseja una escala ascendente de pagos de hasta cien guineas o una dote de veinte libras al año de por vida para garantizar lo que los dandis del siglo XVIII llamaban el último favor». A buen entendedor, sobran palabras.