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Napoleón no fue vencido por el invierno ruso

Dominic Lieven, en una monografía, replantea toda la campaña del Este prueba que fue la maquinaria bélica rusa y un fuerte liderazgo político lo que terminó con el emperador

Cuadro del ejército de Napoleón derrotado por el General Invierno Adolph Northern

Con Napoleón I Bonaparte, el general republicano durante la Revolución francesa y el Directorio que dio un golpe de Estado que lo convirtió en primer cónsul de la República, en noviembre de 1799, se asomaba un siglo XIX que no iba a ser menos convulso que el anterior. Joseph Roth, en su novela «Los cien días» (Pasos Perdidos, 2013), retrató certeramente la figura de un Napoleón I de Francia que acababa de regresar de su exilio en la isla de Elba en 1815 y que, durante ese tiempo de la Restauración, se preparaba para Waterloo, de fin aciago para él. Era el Napoleón que se vía aclamado por los parisinos y que, aún a día de hoy, despierta pasiones históricas y detracciones sin cortapisas: «El mundo entero conocía el nombre del emperador, pero pocos sabían algo de él. Pues, al igual que un rey verdadero, era también un solitario. Era amado y odiado, temido y venerado y, raras veces, conocido tal como era. Solo se le podía odiar, amar, temer, adorar, como si fuera un dios, pero era un hombre».

Y es que reamente, de lo que es hoy todavía emperador este militar y político es en las librerías, dada su presencia editorial de continuo. Patrice Gueniffey publicó «Bonaparte 1769-1802» (Fondo de Cultura Económica, 2020) en el 2013 hablando, ya desde la introducción, de «un mito, una leyenda; mejor aún: una época. La ha llenado con su nombre de una manera tan completa que él y su tiempo difícilmente pueden vivir separados».

Admirado y vilipendiado

De su Córcega natal a Francia; aprendizaje militar; impulso revolucionario; triunfales labores militares en Italia y Egipto; intervención en la Revolución francesa; cónsul vitalicio. Tales son las etapas de este hombre admirado como general –para el duque de Wellington, fue el mejor de la historia– y vilipendiado por llevar a la muerte a cientos de miles de jóvenes, aquel que se coronó a sí mismo como emperador de los franceses en 1804.

En 1817, Stendhal escribió una biografía en la que se centró en el símbolo que supuso el personaje, afirmando que aborrecía al tirano toda vez que adoraba su grandeza, de tal modo que Napoleón ha ido recibiendo una atención proporcional a su soberbia; incluso se hace más relevante a partir de sus errores y abusos de poder; por algo dijo la psicoanalista Marie Bonaparte que su tío bisabuelo fue un «¡monumental asesino!». Qué contraste todo ello con lo que apareció en «Napoleón. Una vida entre jardines y sombras» (Shackleton Books), de Ruth Scurr, que se sumergió en el hombre que amó la naturaleza.

Con esta perspectiva, la autora propuso una biografía innovadora con un protagonista que, de niño, se muestra inteligente y sensible y al que, en efecto, «al principio y al final de su extraordinaria vida, la jardinería le ofreció un refugio frente a las frustraciones»: los olivares de su infancia en Córcega, los jardines y las casas de fieras de Josefina en París, los jardines de lugares como El Cairo, Roma y Elba, el jardín amurallado de Hougoumont en la batalla de Waterloo o el jardín de Napoleón en Santa Elena.

Una visión renovada

Este amante del cultivo de las plantas, en el tiempo de su destierro, «por consejo de su médico, creó un jardín de gran complejidad cuyos senderos, situados por debajo de la superficie de plantas, lo ayudaban a evadir la vigilancia de los guardias británicos». De repente, el todopoderoso hombre, el más temido de toda Europa, parecía más un jubilado dedicado a una afición que un antiguo líder decidido a dominar el continente, tan diferente al que protagoniza el libro de Dominic Lieven «Rusia contra Napoleón. La batalla por Europa (1807-1814)» (traducción de José Manuel Álvarez-Flórez): una visión renovada de la guerra napoleónica que sitúa la victoria rusa en el terreno de la estrategia, la organización y la inteligencia política, despojando la historia de la fatalidad y el mito para mostrar una realidad más compleja y fascinante.

PortadaAcantilado

La investigación hace ver la importancia de Rusia como potencia emergente en el siglo XIX, así como el papel crucial que desempeñó en la derrota del emperador francés. Así, la derrota de Napoleón en Rusia no fue fruto de la fatalidad climática, ni de la mera resistencia patriótica romántica, sino de una combinación compleja de estrategia, logística, inteligencia y liderazgo político y militar.

Lieven muestra que el Imperio ruso, a pesar de sus estereotipos como un gigante lento o desorganizado, desplegó una maquinaria de guerra compleja y efectiva que supo adaptarse y resistir el ímpetu de la Grande Armée. A través de un análisis detallado de la estrategia rusa, reconstruye una guerra que es, en realidad, un choque de sistemas, donde la capacidad organizativa y la inteligencia táctica rusas marcaron la diferencia.

Entramado de recursos

Uno de los puntos más fuertes del libro es su profundo enfoque en la logística, un aspecto que suele quedar relegado en narrativas militares más centradas en batallas y héroes. Lieven describe minuciosamente cómo la defensa rusa fue un entramado de suministros, reservas estratégicas, movilización campesina y cuidado de recursos vitales como la caballería, que jugaron un papel decisivo para mantener la resistencia durante meses. No en vano, la capacidad rusa para sostener esta estrategia prolongada, conocida como «retirada profunda», fue esencial para desgastar al ejército francés y evitar enfrentamientos directos que habrían sido más costosos.

Por otra parte, lejos del mito del genio solitario, Lieven presenta a una dirección rusa colectiva. Figuras como Barclay de Tolly y Kutuzov ya no surgen con su impronta de héroes románticos, sino que, para él, son auténticos estrategas con una clara visión de maniobra en un contexto político de extrama complejidad.

El zar Alejandro I también emerge en este ensayo como un actor que resultó fundamental para el final de Napoleón, ya que fue capaz de equilibrar intereses internos y diplomáticos para mantener la cohesión nacional y forjar fuertes alianzas que serían cruciales en la fase posterior de la guerra.

Asimismo, se asoma al libro el papel que desempeñaron los cosacos y el efecto que tuvieron las tácticas de la guerra irregular; estos grupos aparecen como elementos fundamentales que hostigaron, sabotearon y desgastaron las líneas de comunicación francesas, y que funcionaron como auténticos guerrilleros modernos que complementaron la estrategia general rusa.

Sin embargo, el libro no se limita a la pura estrategia militar. La diplomacia, las coaliciones europeas y la situación interna del Imperio ruso son parte integral de la narración y ayudan a completar muy bien el mosaico del Viejo Continente en unas fechas tan cruciales. De esta manera, el lector puede apreciar cómo la campaña que se desencadenó contra Napoleón fue también una guerra de estados y de voluntad política, donde la cohesión social y la capacidad para gestionar los recursos se hicieron preponderantes.

Por eso, se aprecia un esfuerzo del autor para distanciarse de los grandes relatos heroicos tan corriente, lo cual humaniza a los protagonistas y ayuda a comprender las dificultades y decisiones complejas que afrontaron en un contexto incierto y donde nada estaba completamente definido.

Y aun así, se percibe en ocasiones un cierto sesgo hacia la idealización de Rusia y algunos de sus líderes, como si Lieven quisiera reivindicar la sofisticación rusa y, con ello, mitigar las contradicciones o errores cometidos por el bando ruso. Además, el foco en las élites militares y políticas deja poco espacio para las voces de soldados rasos, civiles afectados o ciudades en conflicto. El sufrimiento humano, las experiencias personales y las consecuencias sociales directas de la guerra quedan en segundo plano, lo que limita la perspectiva en un conflicto que tuvo un impacto masivo en la población civil.