II Guerra Mundial

Los años en los que los hombres se convirtieron en monstruos

Una mano en un horno crematorio, vivo ejemplo de las cotas de maldad que se alcanzaron en la Segunda Guerra Mundial
Una mano en un horno crematorio, vivo ejemplo de las cotas de maldad que se alcanzaron en la Segunda Guerra Mundiallarazon

¿Cuál es el problema del mal?¿Cómo pueden surgir las atrocidades?¿Por qué hay monstruos entre los seres humanos que atentan contra la vida y la dignidad? Si Dios existe, ¿cómo es que puede consentir tamañas monstruosidades? De cómo surgió el mal en el mundo, entre otras cosas que tienen que ver con la justificación de la existencia de Dios, se ocupó el pensador alemán Leibniz en un famoso libro en el que se consagró el término «Teodicea» para estas y otras cuestiones.

La pregunta de cómo es posible que un Dios bueno y próvido tolere el mal en los hombres y en la naturaleza, sin embargo, había sido consignada en brillantes páginas por pensadores muy anteriores, ya desde la antigüedad clásica. Desde el punto de vista de los cristianos, no fue otro que Agustín, santo y obispo de Hipona, el que teorizó sobre la forja del mal, al hilo de la cuestión del pecado original y del libre albedrío. Desde el punto de vista del paganismo anterior, es famosa la paradoja de Epicuro en torno a cómo es posible que exista el mal en el mundo y dudando de la existencia de una divinidad misericordiosa que lo permitiera. Pues bien, todas estas paradojas y teodiceas fueron objeto de debate por los filósofos ya desde la antigüedad, cuando surge el ateísmo, o cuando menos el agnosticismo, y fueron recogidas especialmente desde el Siglo de las Luces, cuando se produce el alejamiento de las posturas del cristianismo tradicional que engendra la modernidad. A la par, otros filósofos reaccionan e intentan defender el bien tradicional con la lógica implacable del platonismo agustiniano o el aristotelismo tomista.

En suma, no puede eludir la pregunta por el mal la filosofía ni la religión, no solo la monoteísta, para la que es importante por la omnipotencia de su Dios, sino también la no teístas o politeísta, como el budismo, hinduismo y jainismo. Conceptos taoístas como el ying y el yang o el karma budista llaman a explicar una suerte de equilibrio que para los ilustrados era incomprensible desde la violencia sin sentido del terremoto de Lisboa de 1755 a las matanzas periódicas en las guerras europeas. Como quiera que sea, la paradoja del mal no dejará de ocupar las mentes más claras de la filosofía en la posteridad, sobre todo cuando el siglo XX atestigüe la emergencia de lo que verosímilmente puede ser denominado como el mal en estado puro. En el 80º aniversario del inicio de la Segunda Guerra Mundial, se puede argüir con toda claridad que la maldad más evidente y más brutal de la historia se produjo entonces cuando, por parte de sus semejantes, fue humillada, aniquilada, rebajada a cero, toda humanidad y toda dignidad.

Fanatismo desatado

Más allá de los pogromos de la Edad Media y de las persecuciones religiosas de toda índole y edad, desde la Tardoantigüedad a las guerras de religión de la Edad Moderna, o de las grandes matanzas por las conquistas de diversos emperadores y caudillos occidentales y orientales, de Alejandro a Gengis Kan, no cabe dudar de que las más altas cotas de brutalidad en la historia se alcanzaron en el marco de la Segunda Guerra Mundial, con la emergencia de los totalitarismos y de los grandes dictadores planeando de fondo. Hablar de la Guerra es hacerlo del fanatismo, del odio, de cómo la docta Alemania, la patria de Kant y Beethoven, el epítome de la razón, pudo engendrar a los monstruos. Pensadores como Hannah Arendt o Simone Weil teorizaron sobre esta génesis sinsentido, sobre la existencia en este contexto de la más pura pero también banal maldad. Porque lo cierto es que no solo la sofisticación europea del «fin de siècle», sino también la burguesía anodina del tardocapitalismo benjaminiano habían sido caldo de cultivo del odio de manera muy relevante aun para nuestro mundo.

Lo inconcebible parece ser cómo la monstruosidad anidaba en los corazones de personajes aparentemente normales, burócratas, mediocres en apariencia pero que albergaban la semilla de la monstruosidad más abyecta, capaces de justificar la aniquilación de sus semejantes, amigos incluso. Esto ha sido materia de reflexión con especial énfasis para la filosofía y la teología de la segunda mitad del siglo XX. Piénsese en la aproximación de otros pensadores, como Leo Strauss y Karl Popper, que revisarán los postulados clásicos y platónicos para encontrar antídotos contra el horror del nazismo y el fascismo en una democracia más plena. Ahí sigue muy vivo el problema del mal y de los monstruos indiscutibles.

Roto en pedazos

Parecía que la historia de Occidente era un hermoso camino hacia delante, de la sinrazón al progreso, del mito al logos, de la religión a la ciencia positivista. Las grandes potencias europeas competían en ciencia, artes, música, avances industriales. Pero el mito del progreso, como titula John Gray un estupendo ensayo, acabó por romperse en pedazos cuando las cultas naciones europeas se destriparon en las trincheras de la I Guerra Mundial entre gases tóxicos y bayonetas. Esa gran contienda, que para muchos historiadores fue la misma que la segunda, preludiaba las atrocidades conocidas por todos en los años 40.