Historia

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Los verdaderos restos de Cervantes están en Guanajuato

En la ciudad mexicana, Patrimonio de la Humanidad, las huellas del autor de «El Quijote» son tan profundas como sus cimientos y tan evidentes como su arquitectura

Una de las incontables representaciones de «El Quijote» que tienen lugar en Guanajuato todos los años
Una de las incontables representaciones de «El Quijote» que tienen lugar en Guanajuato todos los añoslarazon

En la ciudad mexicana, Patrimonio de la Humanidad, las huellas del autor de «El Quijote» son tan profundas como sus cimientos y tan evidentes como su arquitectura

Guanajuato es una ciudad en el centro de Méjico que tiene unos 170.000 habitantes. Guanajuato tiene un patrimonio inmaterial, una historia y una cultura, que no caben en estas líneas. Pero además, posee un patrimonio material impresionante. Desde el «Jardín de la Unión» en la plaza (en cuyo centro un kiosco de música rodeado de frondosa y cuidada arboleda, todo nos avisa de que los mariachis van a salir el fin de semana a animar la ciudad) todo parece oler a cultura. Al frente de la plaza, la iglesia de San Diego de Alcalá, y el Teatro Juárez cierran su mirada hacia la montaña y el Pípila. El Teatro Juárez es interesantísimo: hierros fundidos y, sobre todo, decoración orientalista, anuncian la época en la que fue levantado. En el Juárez se estrenó en Méjico «La traviata». Al otro extremo del Jardín, el Teatro del Estado, con su auditorio de música. Y, finalmente, por la calle Manuel Doblado arriba, se pasa por el Museo Iconográfico del Quijote y, al final, el Teatro Cervantes.

Se cuenta que a mediados del siglo XVI se descubrieron unas vetas de plata y que en XVIII se dio con la vena madre. Siempre la ciudad ha vivido pendiente de estas minas, algunas de las cuales se pueden visitar, en especial, la «Valenciana» y sus bocaminas. Si antaño el viajero podía sentir el pálpito de la ciudad ligada a la minería, al encontrarla horadada toda ella por galerías y más galerías, que servían para que las aguas corrieran en caso de inundaciones (y, en efecto, hoy en día la mayor parte del tráfico se hace por túneles excavados por mineros), hoy sin embargo, son otros los atractivos. Hay que ir a Guanajuato.

Para lo que me interesa ahora, Guanajuato es Cervantes. Cervantes está por todas partes. La ciudad misma, Patrimonio cultural de la Humanidad, se denomina «Capital cervantina de América». Y no es para menos. En Guanajuato, a lo largo de todo el año, hay más Cervantes que en toda España junta. Para ellos Cervantes es suyo, de cada uno de ellos. No sirve para hacer manifestaciones freudianas de poder, de unos sobre otros, sino que saben que Cervantes, todo, es de todos.

Hay en ello, como siempre, un personaje que da con la idea (y no sin problemas), la pone en marcha, la mantiene y a su muerte, «se» la continúan. Él fue Eulalio Ferrer, un exiliado español que durante el tiempo que estuvo internado en un campo de concentración en Francia, no halló otro consuelo que la lectura del Quijote (¡cuántas veces he escuchado ya con emoción, a cuánta gente en situaciones de debilidad que me han contado, salvadas las melancolías y las congojas, que su lenitivo era el Quijote!). Y don Eulalio empezó a coleccionar piezas dedicadas al Quijote o a Cervantes y sus personajes, o sus pensamientos (ahora son más de 800), que las reunió en un palacete, el Museo Iconográfico del Quijote (http://www.guanajuato.gob.mx/museo/), museo único en el mundo por sus fondos, pero también por su gestión. Por cierto, en cierta ocasión una criatura me quiso enseñar la ciudad. Acepté. Él iba sucio y desarrapado. Imagino que su cabeza era despensa de piojos. Me canturreó incomprensiblemente la historia del callejón del Beso. Era, ciertamente, un revivir las letanías de los pliegos de cordel. Al pasar por delante del MIQ me comentó con entusiasmo: «¡Aquí nació don Quijote!». Fue hace... ¿diez años?; ¿qué habrá sido de aquella criaturilla harapienta cuyo universo eran el callejón del Beso, la cuna de don Quijote y el turista que le daba algún dólar? Mala suerte para él, haber nacido allí.

En cualquier caso, a instancias del Museo Iconográfico del Quijote, se han celebrado ya veinticinco, ¡veinticinco! congresos internacionales sobre Cervantes. Los últimos, desde hace varios lustros, dirigidos científicamente por «el Maestro Doctor» Florencio Sevilla, de la Autónoma de Madrid. El apoyo desde el MIQ lo da ahora «el licenciado» Onofre Sánchez Menchero. Por encima de todo, ya que su padre no está, Ana Sara Ferrer que hace suyas las palabras de Don Quijote, que tanto hay que releer, «Los hijos, señor...» (Quijote, II, xvi).

El público que asiste es de lo más variado, de lo que ya es imposible encontrar en Europa: gentes de avanzada edad, de mediana edad, jóvenes. ¡Van familias, como la de Andreíta Torre, cuyo padre empezó a ir a escuchar y ha escrito un opúsculo, «Claves cervantinas»! Andrea nos regaló a cada ponente un Quijote y Sancho pintado durante cada conferencia. Una muchacha, emocionada, acude a saludar a otro de los «maestros». Tiene los ojos arrasados de lágrimas. Con su padre leía el Quijote, hasta hace un par de años, en que esa voz que debía guiarla en todo, se apagó. ¡Es tanta la responsabilidad de hablar en público, porque no puedes saber los sentimientos de cada uno de los que oyen y por ello, les debes a todos inmenso respeto que se traduce en llevar preparada la intervención!

Y van los estudiantes de todas las universidades de alrededor. De San Luis de Potosí, de Tlascala, de Veracruz, de Durango, de no sé cuántas más. ¿Unos 200 jóvenes? Me dice un colega (que ahora da clase en una Universidad en EE UU) en medio de la algarabía, al empezar un descanso: «¡Nunca me había tropezado con tanta gente para salir de un salón de actos después de una ponencia en un congreso!».

El final de cada ponencia va coronado con un remolino de muchachos que piden autógrafos y fotos. ¡Es un desbarajuste!; «Gracias, profesor, ¡estuvo Vd. padrísimo!». Con seseo y ceceo, claro, que para eso es español de América. Una mujer contempla la escena. Sonriente (¿y emocionada?) me dice: «¡Chiquillos!; claro que yo hice lo mismo con su padre hace 42 años en los cursos de OFINES en el CSIC». Me quedo perplejo. La última vez que estuve, otra mujer me vino a decir lo mismo (¿sería ella misma?); implícitamente me hablaba de la necesidad individual de la continuidad cultural, de la resurrección de las sensaciones de vez en cuando. Y en paralelo a tanta borrachera por Cervantes, a tanto jolgorio cervantino, en la plaza de San Roque, al pie de la iglesia más antigua de la ciudad, se representan por enésima vez sus «Entremeses». La grada está repleta. Allí no cabe ya ni una expresión de Teoría de la Literatura, ni de epistemología histórica, ni una frase de Derrida. O sea, no cabe un alfiler. Lo que hay allí es objetividad en estado puro. Es una locura, ¡bendita locura! Es llaneza y simpleza. Disfruto como hacía años que no podía hacerlo porque la «excelencia científica» me había usurpado el derecho a disfrutar con mi trabajo. Hace un frío, después de la tormenta, que entra hasta los huesos (e incluso de las momias del museo de la mojama que tienen). A un lado de la plaza, una mujer, que tiene problemas con las entendederas y a la que por la mañana he visto pedir limosna, no para de reír y de aplaudir, sobre todo cuando entra un alguacil a caballo en la plaza, chasca los cascos y resbala el animal. En la fila de delante, tres chiquillos entusiasmados están más pendientes de las bambalinas al aire libre que de lo que pasa en los adoquines húmedos, que esta noche son escenario. Por la calle de atrás pasan músicos, que no sé si van en procesión, o es una tuna universitaria. Suenan unas campanas de una de las iglesias. Terminado todo, hay que volver al hotel, al siglo en que estamos tras un inenarrable viaje en el tiempo.

Han pasado muchas más cosas. Se ha oído muy buena música durante las V Jornadas Artísticas Cervantinas, música de tiempos de Cervantes, Shakespeare, de cámara, modernista al piano, sinfónica.

Hemos presentado 15 ponencias, o como ellos las llaman, «Conferencias magistrales». Los profesores de Enseñanza Secundaria y aun universitaria allá presentes están ahítos de poder intercambiar ideas y dudas o aseveraciones. ¡Qué más da, si somos varias decenas en cofradía que hablamos la misma lengua, la cervantinesca!

Una tarde-noche se presenta una edición adaptada infantil al otomí y al inglés. El hidalgo manchego del siglo XVII traducido antológicamente en el siglo XXI a un idioma precolombino y preparada la versión para niños. La han hecho al inglés también porque resulta que hay niños de familias mejicanas que, al volver a la patria se encuentran con que no hablan español, sino otomí (o «ñañú») e inglés. Una cabriola sociológica.

Todo toca a su fin. En Guanajuato está la tumba de don Quijote. No hay ninguna duda. Allá reposan sus restos. Yo los he visto.

No menos de cinco horas en una furgoneta, te van extrayendo de un lugar y un tiempo lejanos, hacia el mundo de verdad. Raymundo-con-y-griega enloquece porque hay que atender los deseos de los «maestros» y del conductor Guillermo (que usa mucha gelatina en el pelo, que usa el celular mientras conduce, que bebe, come y busca cositas a más de cien por hora, en una carretera llena de baches que dicen ser autopista). ¡Ay, que difíciles de satisfacer los deseos de los maestros! Sería más sencillo si fueran «todos a una». Pero en casi todos, los efectos del miedo de la noche de los batanes han hecho mella. En el Congreso se ha mencionado otra transfiguración bíblica, que no recuerdo exactamente. Atrás ha quedado una fortísima inmersión en Cervantes. Es impresionante cómo estos días dejarán huella en varias decenas de estudiantes mexicanos. Yo no sé si con ello habremos obligado al Quijote a una no querida tercera salida. Pero lo que sí sé es que Cervantes y su obra están vivísimos en Méjico. Algunos –por acá– le han obligado a hacer una nueva salida, porque saben más del Quijote que el propio Cervantes. Otros quieren «modernizar» su lengua. ¿Para los lectores de Guanajuato, o para los de Alcalá? Lo más sensato sería que el que hoy no lo pueda leer, que no se sienta obligado, que no pasa nada, que lo deje.

Guanajuato (en Méjico), Cervantes y el Quijote. Un universo cultural. «¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos...!».

Eulalio Ferrer Rodríguez nació en Santander (Cantabria) el 26 de febrero de 1921. Con 16 años fue secretario local de las Juventudes Socialistas y, con 19, el capitán más joven en la Guerra Civil española. Fue enviado al campo de concentración de Argelès-sur-Mer (Francia), del que salió para emigrar a México. Según contó en sus memorias, en el campo de concentración, un miliciano le cambió una cajetilla de cigarros que llevaba por un libro: era «El Quijote». Cuando logró emigrar, en paralelo a su carrera profesional en el mundo de la publicidad y a la labor académica como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, puso en marcha el Museo Iconográfico del Quijote. Ferrer tomó esta actividad como mezcla de admiración y obsesión por la obra cervantina. En México publicó una veintena de libros sobre léxico y comunicación y las citadas memorias, tituladas «Tras la alambrada». Fue creador del Ateneo Español de México, de la Fundación Cervantina y del Premio Internacional que hoy lleva su nombre. En su enorme anecdotario está el de promover la incorporación al Diccionario de la RAE del verbo «cantinflear», en honor a su amigo el humorista Mario Moreno «Cantinflas», con esta definición: «Hablar de forma disparatada e incongruente y sin decir nada». Eso sí, por el momento, sin éxito.