Mala Rodríguez: "La fragilidad está en todos, y es bello"
La rapera jerezana acaba de alumbrar su octavo disco de estudio, «Un mundo raro», un trabajo autobiográfico, como los anteriores, y un «necesario» ejercicio de redención
Fue en el año 2000 cuando Mala Rodríguez, jerezana del 79, se dio a conocer con el potente «Lujo ibérico». Un cuarto de siglo da para mucho, y en su vida se han producido múltiples cambios. Pero hay algo que se mantiene inamovible, utilizar sus experiencias vitales como pozo del que extraer sus canciones. En su nuevo disco, «Un mundo raro», va un paso más allá de lo autobiográfico: es confesional y, como ella apunta, «redentor»: «Es una redención, sí. ¿Qué había que redimir? Pues cosas no resueltas. Este es un mundo raro porque hay mucha tensión. En la sociedad ya se ve cómo cada vez hay más polos opuestos, y ese conflicto también está dentro. Yo he buscado solucionar mis problemas y aprovechado este clima para mirarme por dentro, que es muy necesario. Si eres un artista sincero contigo mismo, que quiere dar todo lo que hay dentro de ti, tienes que ser real. Y no sé si en otros momentos no he sido frágil, a lo mejor lo he disimulado mejor, pero la fragilidad es algo que está en todos. Y es bello».
En la canción «Peligrosa» relata un duro episodio de su biografía en el que tuvo que huir de un hombre. ¿Llegó a hacerle daño físico? «Uf. No puedo dar detalles –se excusa–, no quiero. Eso ya pasó, está más que perdonado, más que sanado, y por eso está la canción tan bonita. Porque no sale desde el rencor ni desde la rabia, sino de un lugar muy calmado». Pero, ¿por qué tenía que darlo a conocer? «Creo que esa energía, esa emoción, había que expresarla, pero sin que pareciera una cosa infantil. Hay historias que deben ser contadas, y más, a ti mismo. Estamos hablando de ser sinceros y honestos y reales, y no te puedes engañar. Contarlo ha sido liberador».
Ha confesado esta artista que le gusta llorar, porque es terapéutico: «Sí. Creo que es algo químico, está comprobado científicamente que llorar engancha. El cuerpo humano es maravilloso. Yo retuve ese llanto durante mucho tiempo, sí. Mi madre siempre me ha dicho que tengo que ser fuerte, una tía dura, que aguantara, y he tenido más esa clase de mensaje, de creencia. Incluso a día de hoy sigue dándome una caña con eso que yo digo “pero, ¡por favor! ¿Por qué?”».
Mala declaró haberse sentido siempre infravalorada como artista. Con la mortificante sensación de que, por más que hiciera, nunca era suficiente. ¿Sigue ahí o lo ha superado? «Ese sentimiento ya no continúa estando vivo porque he comprendido que me ha tocado la labor de ser pionera, de ir con el machete quitando hierbas, el mío ha sido otro camino. No te han dado ese papel, sino otro. Yo llego a la industria –relata– cuando La Oreja de Van Gogh está en el top, y firmo. Y en ese momento empieza la ‘‘piratería’’. O sea, se acaba “el-negocio-de-la-música”. Soy hija de esa crisis. Y vi como una bendición que existiera la ‘‘piratería’’ porque mi música se propagó mundialmente. Me hice mundial sin que existiera ningún medio mejor que el del boca a boca, y viajé por todo el mundo. He actuado en Japón, Noruega, Finlandia, Suecia, en todos los países de América Latina, en Estados Unidos. No he cantado ni en Italia ni en Canadá ni en Rusia, pero creo que lo he hecho en el resto del planeta, y eso es una puta locura, ¿sabes? He tocado en Bulgaria, Macedonia…, en muchos sitios. Y eso ha sido, insisto, gracias al boca a boca y a la ‘‘piratería’’. Muchos músicos se quejaron porque eran unos privilegiados, pero como yo nunca lo llegué a ser, dije: “Para mí esto no está mal”».
Mala Rodríguez posee tres Grammy latinos, entre otros galardones. ¿Qué significan para ella los premios de la industria, le suben la moral? «Muchas veces, cuando he recibido uno, era como, “bueno, pues qué suerte he tenido”, y no me daba cuenta de todo el trabajo que había hecho, de la labor de pico y pala y de confiar en mí. Y de sentir que yo quería hacer esto porque es lo que mejor me sale y me encanta y este es mi sueño y lo que debo hacer, y no quiero desviarme de ese camino. Cuando he estado nominada –prosigue– veía a muchos artistas con unas actitudes que yo no he tenido, de mayor seguridad en sí mismos. Se sentían merecedores de ello, y yo no. Pero esos Grammy me los he ganado yo. Además de la suerte, porque creo en ella, también ha habido una determinación y un esfuerzo y una trayectoria, sí».
"Vi como una bendición que existiera la piratería, porque mi música se propagó mundialmente"Mala Rodríguez
Una determinación y un esfuerzo al que, de alguna manera, se ha visto obligada por su condición de madre soltera –tiene tres hijos–, una circunstancia que le hace imposible bajar la guardia: «Sí. He sido madre tres veces y la maternidad es un proceso de aprendizaje que todavía no ha acabado y que nunca terminará. Me ha hecho muy muy muy poderosa, me ha dado mucha fuerza. Mucha. Y también me ha ayudado a mi crecimiento personal porque mató mucho de mi ego. Tener hijos aniquila tu ego». ¿Y qué le ha quitado la maternidad? «Pelo –contesta en el acto–. Antes tenía mucho más. Me salieron caries, y dicen que también te quita memoria. ¿La maternidad es esclava? Solamente por el hecho de que he sido madre yo sola. Ser madre soltera es lo más difícil del mundo. Hay millones de mierdas que se te vienen a la cabeza, fallos que te autoimpones, te echas mucha culpa de todo. Embarras tu propia casa y luego tienes que limpiarla. Es muy duro, y siendo artista más todavía. No le quiero quitar ningún mérito –aclara– a todas las mamás trabajadoras que no son artistas, porque conozco a muchas y me quito el sombrero y digo “ole tú”. Pero si eres artista es como un extra. Y, además, todo el mundo te juzga. Y el poder seguir componiendo es un regalo. Porque a través de eso puedo sanarme y entenderme y seguir queriéndome».
¿Hay algo de todo lo hecho de lo que Mala Rodríguez reniegue? «De nada, y mira que me he metido en berenjenales y en charcos... Pero no reniego de nada de lo hecho porque cada paso me ha llevado a un sitio mejor. Para mí, la vida es un videojuego con un montón de pantallas. Y cada vez los monstruos son más gordos. Si vas jugando bien te van a tocar monstruos peores; cuanto más feo el monstruito, mejor. Porque eso significa que lo estás haciendo bien».
Mala, ternura de la buena
Javier Menéndez Flores
Más allá del acero que esgrimen sus ojos y de la artillería que nutre sus versos, Mala es aún aquella niña que en el Jerez profundo recibía todas las señales del mundo exterior con el oído finísimo de un can y sentía con demasiada insistencia cómo las aguas calmas se volvían tsunamis en apenas segundos. Los años, y el pelotón de circunstancias, le han forjado el carácter de un samurái y han transformado su lengua en un sable y su cuerpo entero en un escudo capaz de repeler el empujón de un tanque. Pero esa niña primera anda todavía por allí, en el lugar de siempre, temerosa y doliente y tan en carne viva como una rosa de cristal en un campo de minas.
La belleza de María/Mala es un estilete, un pellizco en las pupilas, un desacato al imperio de lo anodino. Quizá por eso esquiva la mirada directa, no vaya a ser que hiera de muerte a quien con ella habla. Pero cada palabra dicha y cada pensamiento expuesto tienen el ritmo certero de la inteligencia sin adornos y la bizarría de quien tanto temió y tanto luchó por espantar esos miedos. Puesto que vivir, que nadie se engañe, es resolver problemas, que sentenció el filósofo. Y el embuste de la felicidad porque sí vamos a dejárselo a las apasionantes páginas del «¡Hola!» y a esas influencers súper súper que miden el grado de dicha con la endeble regla de los likes.
(Mala me llamo y malísima dicen algunos que soy, pero quienes se han sentado a mi mesa y han compartido mi pan y mi vino y mi risa saben de sobra que eso es una falacia. Amasé dolor, cómo negarlo, y hubo un momento en el que tuve que ponerme a repartir como Uma Thurman en «Kill Bill», eso es todo. Pero la catana la guardo sólo para cuando me visitan los heraldos del terror, las avispas del mal, los hachepe. Con mis amigos derrocho flores y besos y tengo siempre dispuesta una mano que no les defraudará nunca, pase lo que pase).
Si digo «infancia» fijas la mirada en la mesa y la cabeza se te llena al instante de bicicletas, balones, chicos, mucha improvisación y toneladas de calle, pero también de la visita impuesta de la soledad. Porque en ese tramo del viaje las islas desiertas lo asaltaban a uno de continuo, y sin previo aviso, incluso en medio de la multitud.
Quizá ya entonces sospechabas, María, que habitamos un mundo raro, un planeta sin bridas. Delirio que gira y gira, apisonadora de alientos. Y hace sólo cuatro años, tras un siglo de ideales ahogados en sangre, terminamos por asumir que cualquier cosa es posible, incluso lo inimaginable. Por eso cantas «tenemos tiempo y eso es oro, guerrero que nadie para» o «quiero creer, / pero el hombre no me deja», para que Dios te pille confesada y presta ante lo que haya de venir.
Respirar, caminar, seguir en pie es una lucha constante en la que a veces sale el sol y te deja observar lo hermosa que es la vida; el bosque en su conjunto y no sólo los jactanciosos árboles. ¿Y qué es rapear, Mala, dime? Yo afirmo que es ponerle rocanrol al tedioso runrún vital con la guitarra de la insolencia y con el no y mil veces no de los que, como tú, no se conforman ni lo harán jamás.
(Mala me llamo y remala dicen algunos que soy, pero quienes han viajado conmigo al sur, a esa cala que nunca se separa de mí, pueden dar fe de que me pueden arrancar las lágrimas la contemplación de un cielo cambiante y la sola respiración del mar. Y que fuera del campo de batalla de los discos y los escenarios soy tierna como pan recién hecho y me derrito igual que los cubitos de hielo de una copa, despaciosamente. Sin que os deis cuenta. Sin que os deis cuenta. Sin que os deis cuenta…).