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Literatura

Marguerite Yourcenar, memorias de un best seller

El Festival de Mérida estrena un montaje teatral de «Memorias de Adriano», una novela que se convirtió en un fenómeno editorial

Marguerite Yourcenar
Marguerite Yourcenararchivio Giovannetti/effigie©GTRESONLINE

Cuando Marguerite Yourcenar publicó «Memorias de Adriano» en 1951, llevaba más dos décadas acariciando la idea. Tenía apenas veinte años cuando empezó a esbozar las primeras líneas, si bien el proyecto se le resistía: no encontraba el tono adecuado y la voz que buscaba para su protagonista. «Todo lo que escribía me sonaba falso», diría después. No fue hasta 1949, ya instalada en Estados Unidos (donde residió treinta y seis años), cuando encontró por fin la vía de escritura que la convenció: un texto escrito «en primera persona, desde dentro». El resultado fue un libro inclasificable. ¿Novela histórica? No exactamente. ¿Ficción biográfica? Tampoco. «Memorias de Adriano» es, ante todo, un largo monólogo: una carta del emperador romano Adriano a su joven sucesor, Marco Aurelio. Una reflexión íntima, detallada y lúcida sobre el poder, el cuerpo, el amor, el arte, la decadencia, la muerte y el tiempo.

El libro, del que hoy se estrena una adaptación teatral en el Festival de Mérida con Lluís Homar como protagonista y Beatriz Jaén como directora, cobró fortuna, con un estilo elegante y lleno de observaciones humanas, pero también de ironía e incluso de sensualidad, de ahí que no encontremos en él asuntos de calado político o militar propiamente, sino una especie de confesión sencilla por parte de Adriano, anciano y enfermo, consciente de que va a morir. Es para él el momento de hacer un repaso de su vida, en manos de Yourcenar una reconstrucción conmovedora de la conciencia de un hombre que fue, durante un tiempo, dueño del mundo. Se trató de un hombre curioso, inteligente, apasionado por la cultura griega, viajero incansable, promotor de las artes, interesado en la medicina, la astronomía y la filosofía. Sin embargo, como resulta evidente en la novela, fue alguien capaz de llevar a cabo decisiones duras e incluso crueles, de tal modo que se puede considerar una radiografía realista de lo que es ser un gobernante.

El enfoque del libro, de ritmo pausado y reflexivo, no sirve al protagonista para intentar justificarse; su objetivo es entender su vida antes de despedirse de ella. En este sentido, uno de los capítulos más recordados del libro es el dedicado a Antínoo, el joven bitinio que fue el gran amor del emperador. La relación entre ambos, aunque está documentada históricamente, ha sido objeto de muchas especulaciones, pero más allá de eso Yourcenar aborda esa relación desde lo pasional y doloroso, es decir, desde el amor y pérdida. Cuando Antínoo muere en circunstancias poco claras (¿accidente? ¿sacrificio?), Adriano no se limita a llorar, pues lo convierte en un dios: manda construir estatuas, le dedica ciudades…, sin sentimentalismo alguno, sino con una tristeza serena.

La obra también es una reflexión sobre el poder y su peligroso ejercicio

La novela se publicó en francés, pero fue escrita parcialmente en inglés. Yourcenar vivía entonces en una casa de madera en Mount Desert Island, en Maine, con su compañera Grace Frick, traductora y profesora universitaria. «Memorias de Adriano» es también un libro sobre el poder, dado que Adriano observa su paso por el trono con un nivel de análisis inusual. Reconoce errores, examina motivaciones, no se engaña a sí mismo. «Comenzaba a percibir el gobierno del mundo como un ejercicio peligroso y fatigoso, y no como un privilegio», confiesa en uno de los momentos clave del texto. Este aspecto conecta con lo que Yourcenar decía en entrevistas: que el mundo moderno –el de los años cincuenta, pero también el actual– necesita pensar de nuevo la noción de autoridad, y hacerlo con una mirada más sobria, más escéptica, más responsable. Adriano no es un modelo de nada, como casi ningún político, pero sí es un ejemplo de alguien que se interroga a sí mismo, y no para, como resulta habitual en esta época hacer propaganda de sí mismo.

¿Qué tipo de lector necesita este libro hoy en día? Para el interesado en el Imperio romano o la historia antigua en general tiene un interés indudable, pero su interés también reside en encontrar una voz que habla, que simplemente habla: alguien que ha vivido mucho, que ha amado, que ha mandado, que ha perdido, y que ahora quiere comprender todo eso. Trata, además, el deseo homosexual con naturalidad, y reflexiona sobre la identidad, cuestiona la violencia imperial, y hasta defiende asuntos relativos a la ecología y lo espiritual. Años después de escribir «Memorias de Adriano», la autora donó parte de un premio literario al Fondo Mundial para la Naturaleza.

«Hay que hacer algo antes de que sea demasiado tarde. De hecho, ya casi es demasiado tarde, con la lluvia ácida destruyendo los bosques europeos y la defoliación de las selvas tropicales». Por eso, a lo largo del siglo pasado, la novela ha gozado de varias adaptaciones, especialmente en Francia e Italia. La más conocida fue protagonizada por Gian Maria Volonté en 1989, bajo la dirección de Maurizio Scaparro. En España, José Luis Gómez interpretó una versión escénica, de tal modo que estos montajes confiaron en la palabra y en el cuerpo del actor para sostener la reflexión.

En cuanto al cine, ha habido proyectos que nunca llegaron a rodarse. El más famoso fue el intento de Jean-Claude Carrière y Julie Taymor en los años 2000, con rumores sobre actores como Daniel Day-Lewis o Sean Connery en el papel de Adriano. Yourcenar, en vida, fue muy reticente a ceder los derechos cinematográficos, en parte porque dudaba de que el lenguaje visual pudiera contener los matices de su prosa. La música también se ha acercado al texto. En 2004, el compositor belga Peter Swinnen creó una ópera contemporánea basada en la novela. Más recientemente, «Memorias de Adriano» ha sido objeto de lecturas dramatizadas y pódcast narrativos en distintos idiomas, aprovechando el auge del audio para rescatar su tono epistolar original. «Intenté reconstruir lo que él habría dicho si hubiese reflexionado en voz alta sobre su vida», explicó Yourcenar en una larga entrevista para «The Paris Review», sobre un texto que aún comunica meditaciones sobre la conciencia del tiempo y de la finitud.

Celebrad siempre a Adriano

Por David Hernández de la Fuente

El emperador, fuera de la ficción, fue un hombre culto y un ejemplo del buen gobierno y la razón

No podemos dejar de celebrar nunca la figura del emperador Adriano, uno de los cuatro «optimi principes» del Imperio Romano que llevaron a su máxima expresión la llamada cultura clásica. Esta es no otra cosa que la simbiosis perfecta del mundo de Grecia y de Roma, con su filosofía, su retórica, sus bellas artes, su derecho y sus ciencias, que se convirtió, desde aquel brillante siglo II de nuestra era, en la civilización modélica para Occidente. Nacido posiblemente en Itálica, Adriano fue, como otros de su dinastía, oriundo de aquella cultísima Bética, al sur de las Hispaniae, y desarrolló su carrera política en Roma a la sombra de su protector Trajano y de su mujer Plotina.

Cuando accedió al trono se convirtió en un excelente emperador que destacó por su acierto en política exterior e interior: consolidó los límites alcanzados por Trajano, entre otras cosas con su famoso muro en Britania, fortaleció el imperio económica y militarmente –y humanamente cuidó del bienestar de sus súbditos, incluso con reformas legales para mejorar el trato a los esclavos–, pero sobre todo, ejerció una impagable labor de promoción cultural, con amplios proyectos de arte y arquitectura en todo el imperio. Admirador de la cultura, la retórica y la filosofía griegas, Adriano recorrió las provincias de su imperio fomentando obras públicas y monumentos, promoviendo fundaciones de escuelas y gimnasios y exaltando la unidad entre paideia griega y humanitas latina.

Dejó como herencia su magnífico mausoleo, que hoy es el papal Castel Sant’Angelo

Se dice que llegó a conocer al filósofo estoico Epicteto, que le marcó grandemente, y no por casualidad quiso designar heredero a otro joven estoico, otro ilustre hispano también, Marco Aurelio, de familia procedente de Ucubi (hoy Espejo, Córdoba). Sabía que el joven filósofo sería un excelente emperador pero, como era demasiado joven, quiso que reinara primero Antonino Pío, que lo había de adoptar. Casi no hay lugar del imperio, con especial predilección por Grecia y por el oriente helenizado, que quedara sin restos de su incansable labor constructora y de promoción de las artes y la cultura; muchos de ellos fueron incluso visitados por ese emperador literato, artista, filósofo y enamoradizo en sus incesantes viajes.

Es sabido que se enamoró del joven Antínoo, quien murió prematuramente ahogado en las aguas del Nilo, y que lo hizo deificar y retratar abundantemente, inundando el imperio de efigies suyas y convirtiéndolo en un dios casi platónico. Por estas razones, y otras muchas que no caben en este texto, no podemos dejar de celebrar su figura, cuya sombra recorre todo el imperio: desde su Itálica predilecta a Tívoli, donde está su estupenda villa; desde allí a Nicópolis, donde pudo trabar amistad filosófica con Epicteto, o a Atenas, donde edificio simbólicamente una gran biblioteca y también hay un arco en su honor.

Luego podemos recalar en Éfeso, donde edificó un célebre templo, y por supuesto, acabar en Roma, donde restauró construcciones como el Templo de Marte Ultor y el Panteón, pero donde, sobre todo, dejó como herencia su magnífico mausoleo, que hoy es el papal Castel Sant’Angelo, de tan larga historia en la Ciudad Eterna. Pocas otras figuras encarnan, como decimos, la hermosa simbiosis de Grecia y Roma, de la que nos hemos nutrido vitalmente. Además fue autor de obra literaria de la que, por desgracia, conservamos sólo unos pocos versos: «Animula vagula blandula / Hospes comesque corporis / Quae nunc abibis in loca? / Pallidula rigida nudula / Nec ut soles dabis iocos». En el siglo XX su figura fue popularizada por la magnífica novela «Memorias de Adriano» de Marguerite Yourcenar, que es de lectura obligada para todo amante de Roma. Larga vida post mortem al emperador Adriano.