Jeanne Moreau, el encanto de la «femme fatal»
La que Orson Welles bautizara como la «mejor actriz del mundo» murió ayer en París a los 89 años convertida en mito del cine europeo
La que Orson Welles bautizara como la «mejor actriz del mundo» murió ayer en París a los 89 años convertida en mito del cine europeo.
Si hay una actriz que durante los años 60 encarnó para millones de espectadores las delicias del encanto perverso de la mujer francesa: independiente, desprejuiciada, sexualmente autónoma, condescendiente con las fantasías ingenuas de los hombres pero autoritaria con las flaquezas masculinas, esa fue Jeanne Moreau. Características que coinciden con los diferentes papeles de «femme fatal» burguesa que la actriz de los ojos de «ópalo» y la voz que «m’enjôla» –que engatusa–, adjetivos sacados de «Le tourbillone», la canción que cantaba en «Jules et Jim» (1962), interpretó con François Truffaut, Michelangelo Antonioni y Joseph Losey. Porque Jeanne Moreau nunca encarnó a una mujer fatal al uso de Hollywood, sino una mujer triste y poco agraciada, con una voz rajada y una ojeras profundas, de mirada gatuna, más seductora de lo que a primera vista aparentaba. Era, como Bette Davis, una mujer desacomplejada y bella por dentro, hasta el punto de traslucir su alma de niña aburrida de una vida convencional en su rostro de una luminosidad desbordante.
En «Jules et Jim» (1962) Jeanne Moreau era esa mujer caprichosa y vitalista que podía compartir dos hombre a la vez y sobrevivir al intento. Ni BB desnuda traslucía la liberalidad sexual de Jeanne Moreau en el filme de Truffaut. BB era un gatito sexy, mientras que Jeanne Moreau era la imagen del sexo vicioso, y así lo entendieron los miles de fans del cine de autor de la Nouvelle Vague y del drama posneorrealista italiano.
Sin rumbo por Milán
En «La noche» (1961), Antonioni filma la fragilidad de esta mujer ante la muerte y la angustia vital que transmiten sus paseos sin rumbo por Milán, entre riachuelos callejeros, casas destruidas y modernos edificios que simbolizaban la ausencia de certezas de ese deambular. Se repetía una escena similar a la de la actriz paseando sin destino por las calles de París en «Ascensor para el cadalso» (1960), con la música de Miles Davis de fondo.
Pero el papel que la convirtió en icono de la musa sádica fue «Eva» (1962) de Joseph Losey, hasta que Orson Welles se enamora de ella y con tres interpretaciones menores la canonizó como la inconmensurable actriz-presencia en «El proceso» (1962), «Campanadas a medianoche» (1965) y «Una historia inmortal» (1968). En «Eva», Jeanne Moreau discurre libremente por la habitación del Hotel Danieli de Venecia como si fuera su casa, con esa «nonchalance» propia de una actriz acostumbrada a que los directores la dejen ir a su aire y se emborrachen con su rostro. Como esas escenas en las que, al llegar al hotel, saca con premura el tocadiscos y pone «Willow Weep For Me», de Billie Holliday. Hoy, ese cine de corte naturalista, en busca de autenticidad y repleto de escenas improvisadas, que tanto fascinaron a los espectadores semicultos de los 60, resultan un tanto camp, el kitsch pretencioso de la intelectualidad de posguerra.
¿Por qué Bette Davis nunca hubiera podido interpretar a Eva, siendo ambas reflejo perverso de la mujer caprichosa que impone su deseo al hombre enamorado que cae en sus redes? Porque Jeanne Moreau no era una actriz intensa y desmesurada como Davis, sino un actriz libre, que interpreta a personajes sin psicología, pero con el don de ser ella misma con naturalidad: indolente, caprichosa, malvada, viciosa y seductora, como una niña que se aburre de una vida burguesa de lujo sin objetivos. Bette Davis concentraba su magnetismo depredador en sus ojos y en su mirada, que puede volverse tierna y a continuación violenta y airada. Poseía un rostro triste y una mirada ausente, perfecta para representar a un ser amoral, dispuesto a todo por imponer su criterio frente a las convenciones. Esa es la razón por la que Moreau nunca hubiera sido la perfecta Mrs. Robinson que interpretó Anne Bancroft, al rechazar el papel de «El graduado» (1977).
Su carrera se deslizó con suavidad artística desde que trabajó con Louis Malle en el controvertido filme «Les amants» (1958), en donde interpretaba el papel de una mujer casada que rompe las convenciones pequeño burguesas para escapar con su amante. Las eróticas escenas de la actriz haciendo el amor desnuda levantaron ampollas en la censura internacional. Cierra «en beauté» sus años felices con «Diario de una camarera» (1964), de Luis Buñuel. Por todas ellas es ya historia del cine, del mejor cine.