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Freddie Mercury: lo que ha cambiado el mundo en treinta años

El 24 de noviembre de 1991 desaparecía el líder de Queen y nacía la leyenda musical y símbolo de la evolución de las costumbres en las últimas décadas
La RazónLa Razón

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Si algo señala la perpetua juventud de un mito es el hecho de que nos pase desapercibido cómo ha pasado el tiempo desde que desapareció su protagonista. El caso de Freddie Mercury es emblemático en ese sentido: curiosamente, casi todo el mundo tiene la idea de que su fallecimiento fue más reciente. Se cumplen, sin embargo, tres décadas ya desde su muerte. Esa percepción nos habla de vigencia del mito. Por supuesto, en tal rejuvenecimiento mitológico ha tenido mucho que ver el reciente estreno de su película biográfica; un filme de una comercialidad hábil, que no dejaba de explotar adecuadamente las características personales del artista que encajan a la perfección en muchas de las inquietudes actuales. Lo clásico del rock siempre fue su antiautoritarismo y Mercury conformó todo un personaje que, a grandes trazos, simboliza bastante bien la evolución de los hábitos y costumbres que se ha dado en las últimas cuatro décadas. Ahora bien, reconociendo la importancia de los significados simbólicos y la huella que dejan en la corriente principal de pensamiento colectivo, nos encontramos en esos casos con un fenómeno engorroso: el de los flecos de la realidad.
Resulta que Freddie Mercury desapareció el 24 de noviembre de 1991, hace ahora treinta años. Fue en ese mismo momento exacto de su muerte, de su desaparición física como persona, cuando empezó a nacer su mito. Previamente a ese momento fundacional, sucede que ya llevaba haciendo giras diez años por nuestro país con su grupo. Y el fenómeno enojoso desde el punto de vista del relato más o menos idealizado es que los que ahora tenemos sesenta años estábamos allí, vimos a la persona con anterioridad al mito, y no podemos ignorar los pequeños detalles, tan entrañables como reveladores, de lo que presenciamos.
En noviembre de 1978 Queen presentaba su nuevo disco «Jazz». Yo tenía 17 años y seguía con afición todo lo que hacían aquellos grupos de rock tan extravagantes y emocionantes. Freddie era un cantante más, entre otros tantos, de otros tantos grupos. Aún no se había dejado bigote. Se le reconocía una gran calidad vocal y tanta capacidad de complejidad musical como al resto de integrantes de su banda. Acababan de tener varios hits prometedores y su discográfica («Elektra»/«Ayslum») tenía intención de hacer un lanzamiento por todo lo alto del nuevo álbum, en Europa y EE UU, incluyendo actuaciones en nuestro país. Algunos periodistas musicales españoles fueron invitados a la presentación en el extranjero. Estábamos en plena Transición en nuestro país y si el periodista político era entonces algo bohemio, no les digo ya los musicales especializados en rock. Se trataba de tipos muy jóvenes, bisoños, casi marginales, con un pie en el antisistema y el otro en sueños de millonario musical. Basta dirigirse a la hemeroteca y bucear en las páginas de la revista «Vibraciones», uno de los mensuales españoles de rock de la época, para exhumar del polvo todo un universo pintoresco, tan ingenuo como lúcido.
Queen no quería escatimar y pagó los gastos de viaje a Nueva Orleans a un reportero de la citada revista para que asistiera a la presentación del disco junto con otros de revistas europeas. Como aperitivo promocional, la banda de Freddie Mercury gastó quince mil dólares de la época en organizar una carrera ciclista de 55 féminas desnudas y las fotografió profusamente para imprimir un póster. No sé qué diría hoy el pensamiento feminísticamente correcto de esas tácticas publicitarias.

De la sombra al mito

En el número de diciembre de 1978, el periodista invitado nos cuenta cómo fue el concierto de presentación y la fiesta que el grupo ofreció a continuación a la prensa en Bourbon Street. El relato no tiene desperdicio. En él, aparece un Freddie Mercury cambiándose de disfraz cada pocas canciones, barbilampiño que tan pronto aparecía vestido de arlequín con antifaz como envuelto en cuero. A continuación, los quinientos periodistas de todo el mundo fueron conducidos a un salón para la fiesta subsiguiente. Tras los postres, empezaron a aparecer bailarinas en top-less, como caídas del cielo, que se subían a las mesas en tanga para bailar ante los comensales, todos hombres. Dos fondonas «stripers» porno de color hicieron malabares con los genitales como parte del espectáculo. Los reporteros argentinos –país en aquel momento bajo la dictadura del general Videla– lamentaban que no iban a poder contar nada. Al día siguiente, Queen ofreció una rueda de prensa donde no dijeron nada relevante.
Esa ducha escocesa de estéticas y hábitos era lo bastante singular como para animarme a acompañar a uno de esos periodistas jóvenes, que era amiguete, cuando pocos meses después fue a entrevistar a un Mercury aún no muy famoso. Mi amigo salió muy decepcionado; Freddie no quiso hablar de política (la transición española hacia la democracia y la libertad estaba en marcha), no quiso hablar tampoco de sexualidad y solo dijo banalidades. Era un buen tipo, superado por las circunstancias, aupado al fin por cierta fama que acababa de empezar y solo pensaba en trabajar y trabajar para no perderla. En pocos años, se dejó el bigote, salió del armario y se convirtió en el personaje mítico que todos conocemos y que refuerzan las películas hagiográficas. Pero ese polvillo previo (un poco sórdido) sobre las alas de la persona previa al mito de hace 30 años, es quizá lo más interesante y tridimensional de aquel Freddie. Luego, como dijo John Ford, más allá de esas contradicciones, lo mejor es siempre imprimir (o filmar) la leyenda.

El «show» debe continuar (si sale rentable)

Se fue hace 30 años, pero da la sensación de que Freddie Mercury sigue vivo. Parece una compañía permanente. Hay películas, documentales, reediciones de discos, nuevos archivos... Hay dos circunstancias que siguen acompañando al antiguo líder de Queen: su atractiva y arrolladora personalidad y su comercialidad. Antes vendía su presente y ahora lo hace su pasado.
Si se examina más allá de tópicos, su carrera fue ciertamente curiosa. Solo se interesó de verdad por el rock and roll y la música cuando ya estaba dentro de ella. Solo fue consciente de su poder carismático cuando se subió a un escenario. Y solo fue feliz cuando se sintió admirado y querido. El resto son solo edulcorantes. Como la meliflua película «Bohemian Rhapsody», hecha para mayor gloria de Roger Taylor y Brian May, pues Mercury ya la tenía y no la necesitaba.
Lo cierto es que la figura trágica de Mercury todavía no ha sido explicada en toda su magnitud. Sigue siendo un enigma porque solo se han ofrecido esbozos. Y ese enigma alimenta el atractivo. En lo musical existen muchas menos dudas. Hay documentales y conciertos de sus primeros años y un volumen generosísimo de material audiovisual de sus años de esplendor artístico y comercial. El Mercury musical era el fogoso joven que hacía rock pesado en los inicios y el que luego se convertiría en ese tremendo encantador de serpientes que dominaba estadios enteros y hacía llorar a miles en concierto. Ese poder era único. Mientras, no hay mucho en lo que escarbar en archivos musicales inéditos porque da la impresión de que todo lo bueno ya está publicado. Ahora se lanza una reedición de su «Greatest Hits». Mil veces escuchado.
Un icono nunca muere
A corto plazo, lo más novedoso suena muy escabroso. La BBC prepara un documental llamado «The final act», que se centra en los últimos años de su vida y concluye con el irregular concierto de homenaje en Wembley tras su muerte. No suena muy estimulante. Cuenta, cómo no, con entrevistas a Roger Taylor y Brian May. Y, cómo no, no hay ni rastro del bajista John Deacon, ejemplo de dignidad musical y personal. El «show» debe continuar: documentales, películas, libros, discos... Un icono musical nunca muere porque sigue dando dinero, aunque para el caso de Mercury nunca acabe de explicarse bien su historia.
Por ALBERTO BRAVO

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