Palau de les Arts: Wozzeck y su realidad
“Wozzeck”, de Alan Berg, es un drama musical condensado que hace desfilar ante nuestros ojos todo un cúmulo de situaciones, servidas por una música fulgurante
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“Wozzeck” (1925) de Berg –basada en el drama teatral de Georg Büchner “Woyzeck” (1837), es, sobre todo, un drama musical condensado, que hace desfilar ante nuestros ojos, como en una serie de secuencias cinematográficas, todo un cúmulo de situaciones, presentadas de forma magra y concisa, servidas por una música fulgurante, enjuta, de un claridad expositiva única y dotada de una incandescencia que nos hace meternos de cabeza en las redes de la emoción. Asombra la habilidad del compositor para calar en el drama y dibujar tan certeramente a los personajes.
Cada uno de los tres actos y cada una de las cinco escenas que los estructuran poseen una construcción propia que se inspira, en un dispositivo de endiablada perfección, en formas musicales antiguas. Al soporte orquestal, sinfónico, se suma una escritura vocal que explota, muy elegantemente, todos los estilos: coloratura, canto “spianato”, declamación rítmica, recitativo melódico… A lo largo de una música básicamente atonal.
La producción ahora contemplada en Valencia proviene de la Bayerische Staatsoper de Munich, donde se exhibió en 2008. Su creador escénico, Andreas Kriegenburg subraya el carácter político de la obra de Büchner acentuado incluso en la lectura de Berg. En inteligente apuesta el regista alemán no nos muestra el mundo real que rodea a Wozzeck, sino que nos ofrece el que él percibe, con las correspondientes obsesiones y elucubraciones. Todo aparece distorsionado en la narración en la que el miedo se palpa y en la que surgen figuras grotescas y monstruosas como salidas de una pesadilla. Solamente las personas a las que ama, María y su hijo, le parecen normales. Las ama y aun así acabará matando a la madre
Hay dos elementos siempre presentes en la puesta en escena. Uno es el agua por la que chapotean los personajes, incluida una legión de hombres de oscuro y con sombrero, que remedan acciones y que se lanzan a por el alimento, desperdicios que de vez en cuando les echan. Metáfora de la muerte por ahogamiento del protagonista. Otro es la habitación de su casa, un habitáculo que aparece suspendido permanentemente, que se acerca, se aleja o se sube según el momento, en el que se proyectan sombras invertidas. Con lo que quedan perfectamente delimitados los planos.
El hijo del matrimonio, en este caso, y es lógico, dada su relevancia en la función, algo más mayor de lo que debería, está presente casi siempre, y actúa. Los soldados y figurantes aparecen caracterizados como seres deformes y menesterosos, fantasmales y ridículos, como salidos, y así es a la postre, de un mente calenturienta. Nos recordaba todo ello a la antigua película de Tod Browniing “La parada de los monstruos” (1932). Por tanto lo que el espectador contempla es la realidad deformada.
Toda la representación discurrió como la seda, sin tropiezos apreciables. Nos mantuvo atentos a la tensa y rectilínea acción, admirablemente subrayada y gobernada desde el foso por la batuta certera, reguladora y apasionada cuando la ocasión lo requería de James Gaffigan, titular de la Orquesta, que siempre sonó pegada al texto, con las oscilaciones necesarias y con el virtuosismo demandado. “Crescendi”, “decrecendi”, ataques fúlgidos, dinámica muy precisa; por ejemplo, la aplicada a sutilísimo comienzo del tercer acto o la monumental intervención sinfónica tras la muerte del protagonista-cobaya. Todo discurrió con precisión y exactitud; lo que se pudo apreciar, por ejemplo, en la actuación del Coro en el cuadro de la taberna.
Los dos cantantes protagonistas se metieron en la piel de los personajes hasta el fondo. Peter Mattei, un barítono más bien lírico de timbre algo escaso de metal, cantó por derecho, matizando, fraseando, regulando, afalsetando cuando la ocasión lo pedía. Un gran trabajo. Eva-Maria Westbroek, soprano “spinto”, de gran volumen, estuvo entregada y brilló como actriz. Echamos en
falta, sin embargo, una delineación más fina, más sutil del personaje. En su oración, por ejemplo, no acertó a replegarse un poco. Christopher Ventris cumplió como Tambor mayor. Andreas Conrad se exhibió en el histriónico Capitán, con abundantes falsetes, y Franz Hawlata nos pareció en exceso pálido vocalmente como Doctor. Es un bajo de escaso tronío. Mucho falsete asimismo en Tansel Akzeybeck en el papel de Andrés. Bien Alexandra Ionis como Margret y digno de resaltar como Primer aprendiz el notable bajo –puede que en exceso nasal- Patrick Guetti.
No está nada mal tampoco aquí el reparto, presidido en este caso por el barítono sueco Peter Mattei, un cantante sensible y matizador. A su lado la gran soprano holandesa, de hechuras vocales muy enjundiosas, Eva-Maria Westbroek. El tambor mayor será en este caso Christopher Ventris. Ambos han dejado ya huella de su valía en Les Arts en años anteriores. Junto a las de ellos otras voces de interés: Andreas Conrad, Tansel Akzeybel… Y en el foso el titular de la Orquesta de la Comunidad: el sólido y competente, fino analista James Gaffigan. Al final, gran celebración, con vítores incluidos, de un público que casi llenaba la sala. Felicidades al Teatro.