Nacido en Madrid, en 1981, aunque criado en
Jerez de la Frontera –«mis padres estaban trabajando en el tablao Torres Bermejas, por eso nací ahí, pero toda mi familia es andaluza»–, Antonio Rey es uno de los grandes nombres de la guitarra flamenca actual.
El próximo 5 de noviembre abrochará en el madrileño Teatro Pavón la gira «Flamenco sin fronteras», acompañado de un grupo de artistas de enorme potencia y sentimiento. Es el colofón de muchos meses de duro trabajo por parte de un músico al que la concesión del Grammy Latino, por el disco «Flamenco sin fronteras», lo llevó de golpe a la primera división. «El
Grammy me ha cambiado la vida, me ha llevado a otro nivel», reconoce. «Ha cambiado mi casa, mi estudio, mi guitarra, mi forma de vida, mi caché. Cuando pongo un cartel viene más gente a verme, y los otros artistas me toman más en serio. ¡Y yo toco igual que antes! Igual de mal que antes, jaja. Pero esto ya te pone una etiqueta y, bueno, ya sabes. Tendemos a ponerle números a todo: este es el número uno y tal, algo que no comparto.
Pero me lo dieron y siempre estaré muy agradecido. ¿Cómo lo celebré? –prosigue– pues con una borrachera muy grande, hasta las tantas. Fue durante la pandemia, y a las diez estaba todo cerrado. Entonces me iba bebiendo todo lo que tenía mi vecino, que me lo echaba por lo alto de mi patio. Porque imagínate ganar un Grammy y no tener nada para tomarte, qué tristeza…». El éxito no surgió por ciencia infusa, sino que es el resultado de toda una vida dedicado a la guitarra como a un sacerdocio: «Con nueve años me fui para México con mi padre, Tony Rey, y a los diez ya estaba tocando en los tablaos. Estuve allí hasta los 15. Primero empecé con el cajón, me gustaba mucho la percusión y me sirvió bastante para entender el ritmo antes de tocar la guitarra. Y con once años ya estaba con
la guitarra ‘‘liao’’. De ahí me fui a Japón, estuve un año tocando en los tablaos. Creo que me sirvió mucho tocar para el baile, no solamente por las bailaoras, que te enseñan los ritmos, sino que a la vez estás acompañando al cante». Rey no pudo ir al colegio, la guitarra fue su única escuela –«tengo un cuarto de hora de plastilina y otro de recreo, pero en el jurdó [dinero, voz caló], como decimos los gitanos, no hay quien me la dé»–, y no conoció la infancia: «
Yo no tuve infancia. Con diez años estaba con guitarristas y bailaores mayores, acostándome a las siete de la mañana, levantándome a las tres de la tarde y yendo al tablao al día siguiente. El más jovencito de mis amigos tenía 21 años. ¿Que si eso acaba pasando factura emocional? Por supuesto que sí. Pero lo llevo bien, porque me gusta mucho la guitarra. A lo mejor no he jugado tanto al fútbol, pero me lo he pasado muy bien tocando. Me ha alegrado la vida y me la ha facilitado en todos los sentidos. Aunque es verdad que echaba de menos jugar con otros niños».
"En el flamenco, estamos en la era, y me incluyo, de los copistas"Antonio Rey
El primer momento decisivo en su carrera profesional le llegó a los 18 años de la mano de Antonio Canales: «Hice una gira con él por Estados Unidos y luego dimos 15 o 20 conciertos por España. Ahí fue cuando me junté con mi amigo y maestro David Cerreduela y conocí otra forma de tocar. Él tocaba todas las cosas del Viejín, una guitarra que tiene una técnica que yo no conocía y una gran disciplina a la hora de estudiar el instrumento. Y estar con Antonio Canales en el City Center de Nueva York… en un hotel de no sé cuántas plantas, en Manhattan, pues imagínate. Eso fue algo muy grande». En su biografía figuran su trabajo con Rafael Amargo y con Farruquito, pero el guitarrista se apresura a aclarar que con el primero no trabajó: «Con Amargo hice sólo una gala, ‘‘na’’ más. Es un buen artista, pero con quien más he disfrutado ha sido con Farruquito. Es el papá del baile. Un rey, como Paco [de Lucía] y Camarón».
A propósito de De Lucía, Antonio tuvo la fortuna de tratarlo de cerca: «Tuve la suerte de tocar con él, en Viena, y estuvimos también varias veces de juerga, era una amistad bonita. Paco llegó a decirme: “Los años más felices de mi vida han sido cuando no he tocado la guitarra”. Y así comienza el DVD ese de Cancún: “Yo me alejo de todo lo que me haga recordar a
Paco de Lucía. Reivindico a Francisco Sánchez”, porque decía que no podía vivir todo el día pensando que era Paco de Lucía, el mejor guitarrista del mundo. Eso es un peso muy grande. Y cuando te miras al espejo tantas horas, al final te terminas sacando una arruguita. Y más con los años, después de mirarte millones de veces. Yo termino los discos y no los escucho, de cómo termino de harto. Y ahora estoy terminando de grabar el nuevo, que no sé ni qué título ponerle… “Historia de un flamenco” o “Senda flamenca”».
Paco de Lucía y Camarón revolucionaron el flamenco. ¿Sería posible hoy día una nueva revolución dentro de ese género? «Una revolución ya no se puede hacer», niega, «porque el puente fueron ellos. Se pueden hacer búsquedas, inventos. Aunque casi todos –lamenta– acaban en destrozos. Creo que estamos en la era, y me incluyo, de los copistas. Aportando tu grano, pero sobre escalones y patrones que ya nos han dejado. Pero inventar un flamenco nuevo… En eso veo más revolucionaria la guitarra que el cante. Porque los cantaores siguen repitiendo el estilo de las malagueñas del Mellizo o de Alcalá, mientras que a los guitarristas nos han hecho compositores a la fuerza porque está como mal visto que un guitarrista toque las falsetas de otros». Preguntado por músicos ajenos al flamenco que le emocionen, cierra la entrevista con un –¿sorprendente?– elogio de Luis Miguel: «Es la voz más bonita que hay. No se pueden interpretar mejor una melodía y una letra. Parece que la está viviendo en el momento, y la afinación que tiene. Tiene la voz de una mujer y de un hombre juntas. Llega lo alto y lo grave que quiera. Y aparte de su técnica, el corazón que tiene cantando». Palabra de maestro.
ARRÁNCAMELO TODO
Por Javier Menéndez Flores
No puedo contaros a qué sabe el tequila, porque yo entonces era muy mozo y el agua salvaje de las fuentes era mi mayor exceso. No puedo explicaros por qué alguien con los ojos rasgados, que respira y ríe y ama y llora desde el otro lado del mundo, y que no cree en el dios en el que yo creo sino en una serie de espíritus, se desmelena con una bulería o una alegría y se estremece, igual que si lo atravesara un rayo, cuando escucha una soleá o una seguiriya. Pero sí poseo la autoridad suficiente como para deciros que una guitarra, madera y cuerdas, es un arco para hacer el bien, aunque también pueda matarte sin remedio con la flecha de su ira o el crepitar de su pena.
Tienen algunas músicas el don de regalarte alas, de desgajarte de la vida ordinaria, de hacer que te desentiendas por un momento del cáncer de las facturas y las contiendas personales; de la bilis de la rutina y de la ausencia de clemencia del mayor asesino que existe, el tiempo, que nos va destruyendo con la insistencia mecánica e insensible con la que el mar erosiona la roca y el sol devora los colores. Y el flamenco es como si de pronto, ¡zas!, el alma se pusiera a celebrar la vida, a dar palmas, a gritar o a gemir con furia. Y no es posible sentirse ajeno a ese incendio cuando lo tienes delante, igual que no se puede mirar para otro lado si presencias un accidente de tráfico o un crimen o el paso heridor de la belleza.
(A través de ti he visto, nítidos, los colores del fuego, y he vagado por la raíz de lo puro como ese hombre extraviado que por más que se busca no se halla. Pero del mismo modo he presenciado amaneceres en Jerez que me hicieron pensar que todas las estrellas del mundo decidieron echarle una mano al sol y dejarse ver un instante, con una luz que era la del principio de todas las cosas. Y una vez que entré en tu balcón y te observé mientras dormías, tu pecho latiendo bajo la fina tela igual que un gorrión trémulo, imaginé ríos de miel y decidí que aquella estampa la iba a llevar a la guitarra para compartir con el mundo entero ese milagro al cubo).
Los gitanos somos gente acostumbrada a caminar de acá para allá y a asentarnos en cualquier sitio, donde sea, y es por ello que el flamenco carece de fronteras: las únicas barreras insalvables son las de la barbarie y la estupidez. Pero aquí hemos venido a hablar de música y no del envés del arte y la cultura.
Antonio Rey, que siempre que toca se pone regio, tiene una orquesta sinfónica en los dedos. Esto se lo han dicho muchas veces de otras formas, con otras palabras, pero hoy, en esta columna doble, mando yo, y por eso reitero que Antonio Rey tiene una orquesta sinfónica en los dedos. Escuchar su guitarra es un regalo porque, como los músicos bendecidos con el tesoro del genio, consigue que una tercera mano se hunda en tu cuerpo y te lo remueva todo. Y él mismo se ha emocionado, tocando en un teatro, hasta las lágrimas. Pero al temblarle el pulso se ordenaba templanza, pues aquella nave del sentimiento debía llegar a puerto.
Hay veces en las que Antonio mira a su guitarra y la mataría, estrangulándola con las mismas manos con las que suele amarla. Pero en otros momentos es la guitarra la que lo mira a él y oye que le dice –solamente él es capaz de percibirlo– «arráncamelo todo». Y ocho dedos de diez se yerguen y se ponen de inmediato a la tarea.