Aquel largo y cálido verano del 74 en Laurel Canyon
La escena musical desarrollada en California encontró a mediados de los 70 su punto culminante en un refugio montañoso, tan cerca como lejos de la gran ciudad, que vivió una utopía antes de la demencial caída
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«Laurel Canyon era un lugar que te daba permiso para preguntarte quién eras, descubrir qué te deparaba esta vida y no luchar por un trabajo convencional en una sociedad convencional». Así resumiría Jackson Browne un movimiento musical irrepetible que en 1974, hace ahora cincuenta años, encontró su punto culminante antes de la progresiva y devastadora caída que pondría fin a más de una década de discos asombrosos y músicos irrepetibles.
Aquel fue un largo y cálido verano en Laurel Canyon, el hogar de varios miembros de los Byrds, los Doors, Love y Buffalo Springfield. También de Frank Zappa, The Mamas & The Papas, Crosby, Stills, Nash & Young y Joni Mitchell. Y de la llegada de una segunda oleada de artistas renovadores como fueron Jackson Browne, Linda Ronstadt, Bonnie Raitt, Little Feat, Poco, J.D. Southern o los Eagles. Durante más de una década sería el foco de una comunidad creativa colaborativa, contracultural, innovadora y altamente productiva como no se ha visto. Difícil de comprender ahora, medio siglo después, cuando los músicos ya no son íntimos de colegas de profesión, cuando las corrientes culturales ya no existen, cuando la música se hace para ser escuchada a solas desde un móvil, cuando las canciones que son éxito se olvidan con la llegada de la siguiente estación.
Todo comenzó a mediados de los 60 en un lugar frondoso ubicado en la región de Hollywood Hills de las montañas de Santa Mónica. «Era tranquilo. Un sitio hermoso, sinuoso, montañoso. Era como vivir en el campo, pero estabas en la gran ciudad», decía Roger McGuinn, de los Byrds. Su núcleo pasaba por Laurel Canyon Boulevard, conectando la región con las partes más urbanas de Los Ángeles al norte y al sur. Había caminos de tierra y vistas a las colinas, casas tradicionales de madera, espaciosas y con grandes ventanales, con jardines frondosos de aromáticos eucaliptos. Ofrecía paz y tranquilidad a los jóvenes músicos que deseaban escribir canciones y al mismo tiempo se encontraba a poca distancia en coche de la apasionante vida de la gran ciudad y de los bares de conciertos, como el Troubadour o el Whiskey a Go Go. Por la noche se podía escuchar el sonido de coyotes y búhos mezclado con guitarras acústicas y preciosas armonías vocales. Y era realmente barato vivir.
Primero llegaron Frank Zappa y los Byrds. Luego los Monkees. Más tarde se formaría allí Buffalo Springfield, cuando Richie Furay y Stephen Stills se encontraron con Neil Young y Bruce Palmer mientras estos conducían un coche fúnebre Pontiac en dirección opuesta en Sunset Boulevard. «De pronto, allí nos juntamos más de 30 personas, era una especie de comunidad», recordaba David Crosby.
Mama Cass era la anfitriona perfecta. En el porche de su casa se reunían todos aquellos músicos para presentar a «la comunidad» sus nuevas composiciones, canciones que en pocos meses se convertirían en parte de álbumes grandiosos. Lejos de guardar su arte con celo, acogían a nuevas generaciones de jóvenes con talento y les impulsaban a seguir sus sueños e instintos. Y también contaban con el apoyo de una industria que financiaba satisfecha aquella creatividad porque aquellos discos vendían. Conectaban con una parte sustancial de América cansada de las viejas y exuberantes bandas de rock y que se veía reflejada en la introspección de las guitarras acústicas y en la utopía sentimental de los textos. «Recuerdo la primera vez que llegué aquí conduciendo por el cañón con un buen estéreo. No había aceras. No había señales. Nadie cerraba sus puertas», narraría Joni Mitchell.
Parte del atractivo de Laurel Canyon era que se desmarcaba de las convenciones y el conformismo. Los residentes tenían horarios extraños, se dejaban el pelo largo, fumaban mucha hierba y pasaban libremente de una relación a otra. Tenía no solo su propia identidad musical, sino también contracultural. El verano de 1974 marcaría el apogeo de Laurel Canyon con muchos de sus miembros en plena madurez musical y creativa a pesar de su juventud. Joni Mitchell publicaba «Court and Spark», con el que rompería barreras estilísticas. Neil Young sacaba su excitante «On the Beach», Jackson Browne se consolidaba en la elite de la canción de autor con el influyente «Late for the Sky», los Eagles afianzaban su visión comercial del country-rock con «On the border», Bonnie Raitt se confirmaba como una de las grandes voces femeninas de la música americana con «Streetlights», Linda Ronstadt llevaba el country a otro nivel con «Heart like a Wheel», Graham Nash se reivindicaba como solista con «Wild Tales», Frank Zappa se hacía eterna vanguardia con «Apostrophe»… Al mismo tiempo, artistas que no pertenecían estrictamente al circuito de Laurel Canyon se dejaban empapar de ese sonido tan especial para publicar otras obras maravillosas, como son los casos del «Heart of Saturday night» de Tom Waits, el «No Other» de Van Morrison, el «Grievous Angel» de Gram Parsons o el «Good Old Boys» de Randy Newman. En fin, discos que hoy forman parte de la historia de la música.
Sí, aquel verano de 1974 fue maravilloso, el punto culminante de un movimiento que parecía eterno. Pero nada volvería a ser igual. Muchos marcan el inicio del declive en la fatídica y simbólica fecha del 29 de julio de 1974, cuando murió Mama Cass. A principios de mes se había ido a Inglaterra para dar dos semanas de pletóricos conciertos en el emblemático London Palladium. Ya en el hotel en su última noche, llamaba a su excompañera de grupo Michelle Phillips para contarle su triunfo. La mañana siguiente estaba sin vida en su habitación. Surgió la leyenda urbana de que había muerto comiendo un sándwich, la burda estigmatización y banalización de su obesidad. La cantante gorda que se moría comiendo. Fue un ataque al corazón. La «madame» de Laurel Canyon, la carismática mujer que aglutinaba y acogía todo tipo de talentos de forma altruista y generosa, se había marchado a los 32 años.
Mientras tanto, llegaban los éxitos en las listas de ventas y los artistas cambiaban los clubes por estadios. «A medida que la gente tuvo mucho, mucho éxito, la camaradería cambió. La gente empezó a guardar sus canciones. No querías ceder una de tus melodías a nadie más», explicaría Elliot Roberts, gerente y cofundador de Asylum Records. Todo se hacía más grande y los coches destartalados daban paso a las limusinas. Y de la hierba comunitaria se pasaba a la solitaria cocaína y las drogas duras. Y poco a poco la paranoia se iba apoderando de mentes propensas al enloquecimiento a medida que con ego y narcisismo hiperexcitados enterraban el viejo espíritu de generosidad y camaradería de los mejores años. Muchos se estaban convirtiendo en lo que odiaban. Y, por supuesto, comenzaba a morir gente. Cuando el genial guitarrista y cantante Lowell George, de Little Feat, falleció en el verano de 1979 apenas quedaba nada ya de la escena de Laurel Canyon. Todo eran recuerdos y la nostalgia al pinchar los discos de una época fascinante y un movimiento genuino e irrepetible. Porque el Hotel California ya no estaba allí.