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Aurora Beltrán (Tahúres Zurdos): «Tuve un ''me too''. Dije que no por asco»

La veterana roquera está de gira por España con el grupo que se lo ha dado todo, Tahúres Zurdos, aunque la simultaneará con actuaciones en solitario
La rockera Aurora Beltrán
La rockera Aurora Beltrán Efrén Montoya
La Razón
  • Javier Menéndez Flores

    Javier Menéndez Flores

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Tahúres Zurdos, rock del norte directo como la ráfaga de una ametralladora, surgieron en el último tramo de los ochenta y resistieron 17 años, con un saldo de ocho discos de creación y un recopilatorio en directo a modo de broche y testamento. Se volvieron a juntar tres lustros después, en el 2019, como regalo de boda para su mánager, y desde entonces, y salvo el paréntesis ineludible de la pandemia, están de nuevo en acción. Ahora recorren España con la gira «Redención», «pequeñita, humilde, modesta», la describe su mascarón de proa, Aurora Beltrán, «pero la respuesta que estamos obteniendo es muy buena». Una gira que no le impedirá continuar con la carrera en solitario que inauguró en 2008: «Si me salen conciertos, los simultanearé. Pero si me coinciden las fechas, Tahúres tendrá prioridad». Aurora es una veterana con mucho callo. Una de las pocas roqueras de veras que quedan en España, y a la que el veneno de la música le entró en el cuerpo cuando era niña por causa de su mala salud: "Tuve una enfermedad rara, Perthes, que me tuvo inmovilizada un año y pico en una silla de ruedas, escayolada, y luego con un aparato ortopédico otro año. Y ahí fue cuando mi padre, que era un señor con una gran inteligencia emocional, como mi madre, se dijo “¿y cómo entretengo yo a esta niña?", y me regaló una guitarra, y hasta hoy. Nunca había pensado en la música. Me gustaba hacer agujeros en el suelo y buscar tesoros. Quizá me habría hecho arqueóloga, jaja, porque soy muy curiosa». Aunque pasó por el conservatorio, comenzó a tocar la guitarra de forma autodidacta, y en el arranque de los ochenta formó parte del grupo de rock Belladona, compuesto por chicas, y el cual dejó un único disco cuyo título era un trueno, «Las mujeres y los negros primero». Esa etapa la recuerda como la del nacimiento de la libertad de expresión: «Le dimos voz a nuestros padres, porque ellos vivieron la censura y había muchas cosas que no podían decir. Aunque entonces la gente sorteaba la censura, en la música y el cine, con pericia, sabiendo utilizar las palabras». En todos estos años, y pese a haber hecho del rock su casa, Aurora se ha esforzado por mantenerse alejada de la endogamia y no tiene reparos en reconocer que le gustaron y gustan músicos en las antípodas de lo que hace: «Siempre he intentado quitarme prejuicios, porque si los tienes estás renunciando a muchas cosas. Si me preguntas “¿hay alguna canción de Carlos Baute que te guste?”, te diré que sí. ¿Duran Duran tiene algo que ver con nosotros? No, pero me encanta “Ordinary world”. Y de Diana Navarro me gusta mucho una canción que coincidió con un momento de mi vida muy potente y muy triste. Y una vez estuve con Marta Sánchez en un programa de televisión y me pirró cómo canta. Lo que busco de una canción es que me toque el corazón, el alma, las tripas, el coño, todo, y que me conmueva».
Cuando en 2004 Tahúres Zurdos se disolvió, muchos se preguntaron qué motivos los llevaron a ello. Aurora revela un episodio oscuro que, afirma, fue la verdadera causa de la ruptura: «Hay circunstancias que no tienen que ver con la música y que pueden hacer que la vida te cambie. Cuando tienes un problema con una persona que maneja tu carrera y te niegas a hacer ciertas cosas, ahí empieza a joderse la cosa. Y no tenía nada que ver con si éramos mejores o si tocábamos más o menos, no. Una no accedió en su momento a unas pretensiones que tenía una persona concreta que manejaba hilos en la industria y, de repente, lo que era un disco de puta madre se convirtió en un “buah, esto no mola”, y lo que antes era una distribución potente dejó de serlo y no encontrabas tus discos en las tiendas. Y las buenas críticas se convirtieron en malas». ¿Sufrió entonces acoso sexual? «Sí», afirma rotunda, «tuve un #MeToo, eso pasó. Y dije que no por muchas razones, y una de ellas era el asco. Otra, que soy una descreída de la vida y soy más feliz sin esperar nada, y menos de una persona que tiene unas pretensiones equis contigo porque se le pone en los cojones y piensa que tú vas a acceder. Y como tiene un poder determinado te jode la vida. Y tienes que resurgir con las herramientas que tengas, y las mías siempre han sido bastante poderosas». Aprovecha la ocasión para arremeter contra la industria del disco: «Este negocio es muy cerdo. Toda mi vida he aborrecido la industria, porque lo único que hacen es mentir y crear expectativas en personas que tienen ilusión y que están implicadas emocionalmente en lo que hacen. Desde hace muchos años me autoproduzco lo que hago, y cuando abro la nevera hay cosas dentro. Quizá sea una “rara avis”, porque las cosas que me interesan no se van a quemar nunca aunque eches una cerilla: valores, honestidad, cariño, empatía».
Ese carácter le ayudó a sobrellevar el momento más crítico de su vida, cuando le trasplantaron un riñón: «La enfermedad renal me cambió la vida, pero resistí. Y un día te llaman y te dicen que ya. Fue en 2018. Me llamaron un 24, me operaron un 25 y el 26 era mi cumpleaños. Ha sido uno de los cumpleaños más felices de mi vida».
Javier Menéndez Flores
Lo teníamos delante y no lo vimos. Estábamos demasiado absortos en todo cuanto pasaba alrededor; en ese ruido que creíamos era el trofeo y no era más que un zumbido mendaz que un día, abruptamente, se marchó para siempre igual que un amante desmotivado. Y entonces comprendimos que mirar no es ver, que tocar no es acariciar. Que un beso no es un beso si no lleva consigo la carga de furia y anhelo de todos los besos pretéritos y futuros juntos. Y venga a lamernos las cicatrices y a cambiar con desgana de canal, tomados por el hastío y la sensación de haberlo vivido ya todo un millón de veces.
Pero un siglo antes de eso hay una niña inmóvil que desentraña los secretos insondables de una guitarra. Un proyecto de mujer a la que se le agrieta el alma con el «Five years» de Bowie y que, de pronto, susurra «muerte, ven, que aquí te espero». Pero no fue eso lo que ocurrió, Aurora, bien lo sabes. En su lugar llegó la vida, más alta, más ancha, más sólida que nunca. Y empezaste a cabalgar como los indios de cualquiera de aquellas tribus extintas de Norteamérica, con esa sensación de libertad que regala el aire cuando te acribilla la cara. Benditos días de iniciación, de proyectos, de risas tan sonoras como las campanas de una catedral. Entonces, la ilusión era una más de la familia y podías dejar marchar los trenes que quisieras porque pasaban a cada rato y todos transportaban la promesa refulgente del triunfo.
Y acuérdate de cuando oías decir Patti Smith y te girabas como si citaran tu nombre. Y del momento en que escuchaste por vez primera a Janis Joplin y sentiste que estaba cantando sólo para ti. Y cuando en Bowie viste a Superman y no había noche en la que no soñaras que sobrevolabais Metrópolis como un superhéroe y su enamorada.
La nieve negra fue una paloma blanca, un apretón de manos con el futuro, la confirmación de que aquel era el camino correcto. Y se sucedieron los conciertos y las fiestas hasta el alba, y vinieron nuevos discos y más conciertos y más fiestas hasta el alba. Y no había nada que envidiar de Led Zeppelin o los Who porque, aunque nos lo enseñaron todo, nosotros ya éramos un poco como ellos, pues teníamos los aplausos y la gente coreaba nuestras canciones como si fueran piezas religiosas.
Qué fácil era respirar cuando las cosas salían solas, sin necesidad de pensarlas. Hasta que un día te levantas y cae sobre ti, como una guillotina, la certeza de que vivir cuesta un riñón, o dos. Pero es que hasta los ricos, en sus palacios de oro, lloran. Por eso no queda otra que seguir y remar, remar con brío, hasta enfrentarse otra vez a la luz. Y la que a ti te visitó una noche, Aurora, era tan intensa y placentera que dolía.
Ha pasado toda una vida y las canciones de ayer siguen generando fieles. Y de pie en el escenario ves los rostros y notas una caricia en el corazón que no puede comprarse con el tesoro del conde de Montecristo. Y sabes que estás loca y aúllas como un lobo, y que se mueran los cuerdos.
No vimos el mar, no fuimos capaces, pese a estar frente a él. Pero lo tocamos, nos mojamos el rostro con su piel, hundimos los brazos en su cuerpo y prometimos volver a visitarle algún día. Y quizá haya llegado, al fin, ese día y podamos mirarnos muy fijo a los ojos. Porque ya no hay ruido de fondo ni cantos de sirena. Solamente un día que en cada uno de sus segundos contiene la existencia entera.