El difícil equilibrio de la ópera seria
Crítica de ópera / Temporada del Real. «La clemenza de Tito», de Mozart. Voces: Jeremy Ovenden, Karina Gauvin, Monica Bacelli, Sylvia Schwartz, Sophie Harmsen, Guido Loconsolo. Director musical: Christophe Rousset. Directores de escena: Ursel y Karl-Ernst Herrmann y Joël Lauwers. Coro y Orquesta titulares. Teatro Real, Madrid, 19-XI-2016.
Vuelve esta ópera mozartiana al Real en una producción ya escenificada en el coliseo madrileño en 2012, fruto del encargo que Mortier había hecho a los hermanos Herrmann con destino al Festival de Salzburgo. Partitura de circunstancias, escrita rápidamente para Praga. Sólo la música de Mozart era capaz de dar verosimilitud a un libreto de rígido trazado como el escrito en su día por Metastasio –puesto en música previamente por decenas de compositores– y actualizado para el salzbugués por Mazzolà.
En esta oportunidad se ha contado con un reparto no exento de altura, que ha aportado interesantes, aunque desiguales, calidades vocales. El cantante que más nos ha gustado, por timbre, colorido, calidez, frescura de acento y adecuación, ha sido la mezzo lírica canadiense Sophie Harmsen, que ha incorporado un Annio juvenil y dispuesto, convincente en el gesto y en la compostura. Junto a ella ha brillado el Sesto de Monica Bacelli, de la misma cuerda, pero dotada de mayor penumbrosidad y también menor dulzura de emisión. Sortea la coloratura con habilidad y regula dinámicas con inteligencia. Artista entregada, emotiva; muy perjudicada por la visión escénica.
El protagonista, Jeremy Ovenden, canta y dice bien, matiza y colorea, es musical y efusivo, pero su voz no es para este cometido. Tito requiere un tenor lírico pleno (la plenitud mozartiana, no la de Puccini), flexible, de tinte viril y recio, el que debe otorgarle la autoridad y la presencia sonora que pide el personaje. Lírica con medios, robusta (también en lo físico), de metal reconocible, es Karina Gauvin (otra canadiense), que pechó con la árida parte de Vitellia, para la que le falta igualdad, graves sólidos, agudos restallantes y coloratura algo más precisa. Servilia –aquí vestida de niña por mor de la dirección escénica: fácil símbolo de la pureza y la candidez- fue la siempre refinada soprano lírico-ligera Sylvia Schwartz, mientras que Publio fue encarnado por el sólido bajo cantante, aunque con problemas en la zona alta, Loconsolo, que ya figuraba en aquellas funciones de 2012.
El foso, subido un par de metros para la ocasión, fue gobernado por Rousset, músico sólido y elegante, de ágil, limpia y nerviosa conducción, que siempre actúa sin batuta. Ordenado y dispuesto, aunque no muy emotivo dramáticamente. Trabajó con minuciosidad, pero no acertó en todo momento a comunicar la necesaria gracilidad a la música ni a empastar sonoridades, en ocasiones algo rudas. Aunque expresó con acierto y jugó bien con los silencios. Mantuvo «tempi» generalmente prudentes y consiguió eventualmente excelentes prestaciones de una orquesta reducida en la que se introdujeron algunos instrumentos de época; trompas, trompetas, «corno di bassetto». Éste, junto con el clarinete moderno, fue tocado estupendamente por José M. Micó, «obbligati» en arias de Sesto y Vitellia. El Coro, vigoroso y puntual más que bien empastado, colaboró dignamente.
La puesta en escena trata, a veces con fortuna, de actualizar, modernizar y humanizar a los personajes y hacer creíbles sus pulsiones, expuestas en un espacio escénico que representa un gran y desnudo salón dieciochesco, funcional e inundado de luz. Hay abundantes detalles simbólicos y estilizado formalismo, lo que queda en buena parte contradicho por el realismo dramático de los actuantes, sus gestos y reacciones, que en esta revisión son exagerados a veces hasta límites caricaturescos, con serpenteos en el duro suelo y vertiginosas carreras y paseos de un lado al otro del ancho escenario, que en raras ocasiones tienen que ver con lo que se dice o canta.