Radiohead paraliza el tiempo en el Primavera
El grupo liderado por Thom Yorke congrega a unas 50.000 personas hipnotizadas por los delicados lamentos del cantante
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El grupo liderado por Thom Yorke congrega a unas 50.000 personas hipnotizadas por los delicados lamentos del cantante
A quién no le gustan las cabezas. Una mujer o un hombre pueden ser atractivos sin un pie, sin una mano, sin un pecho, incluso sin nalgas, pero sin cabeza, no tienen valor alguno. La cabeza ennoblece y da vigor y significado al cuerpo. En realidad, un cuerpo sin cabeza no es un cuerpo, es un embutido. Lo mismo ocurre con los festivales, sin un cabeza de cartel simplemente no son festivales, son ciclos o ferias de muestras. Radiohead era el cabeza de cartel de esta edición del Primavera Sound, el concierto que todos esperaban ver y que daba vigor y significado al resto del programa. Estamos hablando de una gran cabeza y la verdad es que no defraudó.
Daba un poco de lástima pasearse por el resto del festival y ver a Dinosaur Jr o a Jay Rock con sólo un centenar de personas viéndolos, ese cupo de rezagados que odian las cabezas. Deben odiar la suya, que hará mucho ruído, y no querían ver a Radiohead ni en pintura. Odio por contagio amargo, el peor. El resto, prácticamente 50.000 personas, no se quisieron perder la fiesta. Bueno, fiesta no fue; ceremonia sí, catarsis y aleluyas, tal vez; visiones y trascendencia, quizá, pero «¡ji ji ja ja!» no. Esto es serio, es Radiohead, no LCD Soundsystem.
A las diez la explanada del escenario grande ya estaba cubierta por miles de personas, en busca de un buen sitio donde ver al grupo liderado por Thom Yorke. Hacía más de un lustro que la banda no pisaba Barcelona y había muchas ganas. La última vez el recuerdo tampoco fue demasiado grato y existía esa necesidad de desquitarse. Y lo cierto es que el primer impacto, el que queda mejor guardado en la retina, fue espectacular, y la reconciliación se hizo de golpe.
Comenzaron con «Burn the witch», el primer tema de su nuevo álbum, «A moon shaped pool» y el escenario se convirtió en una llamarada roja en la que Yorke, con su voz afautada, sollozaba lamentos al infinito como si fuera una bruja en la hoguera. Con una puestas en escena sencilla, con pantallas atrás que simulaban fotogramas de celuloide, calmaron la tensión inicial y poco a poco repasaron lo bueno y mejor de su trayectoria. Muchos saltos en el tiempo, muchas ausencias también, mucha canción nueva, pero el embrujo seguía igual. Al cierre de esta edición, algunos ya no podían resistir tanta solemnidad e iban a buscar conciertos más ligeros, que no sólo de dolor y alucinaciones vive el hombre, pero en cómputo global, en la primera hora no defraudaron.
Así se abría la segunda noche grande del Primavera. La primera dejó varios fogonazos interesantes, como los recuperados LCD Soundsystem, que como los toreros y las folclóricas, regresaban tras anunciar su retirada hace cinco años. James Murphy es más folclórica que torero, pero como las peinetas y lunares no le sientan bien, crea tormentas funk punk que harían bailar hasta una oliva. No hubo muchas sorpresas, sólo una gran bola de discoteca, una banda de siete miembros musculosa y bien armada, y éxitos rompepistas como «Yeah», «Losing my edge» o «Daft Punk is playing in my house». Es curioso esto de los viajes en el tiempo. Uno puede ir a la corte de Luis XIV o a la Antigua Grecia a reírse del pobre Diógenes. La excitación es máxima. Por eso, viajar en el tiempo hasta hace solo cinco o siete años y volver a escuchar a LCD Soundsystem estuvo bien, pero buah.
El que sí generó más empatía y fascinación fue John Carpenter interpretando con contundencia rockera sus bandas sonoras. Incluso recuperó la que compuso Ennio Morricone para «La cosa», después de darle por muerto al decir que era, en pasado, uno de los grandes compositores y que querían hacerle un homenaje. Con la proyección de sus películas a su espalda, Carpenter actuó como una especie de brujo chamán en una ceremonia purificadora de la quema del búfalo. En «Halloween» incluso se fue el sonido dos veces. Michael Mayers podía haber matado al técnico de segundo. Por suerte hay muchos y lo sustituyeron al segundo.
Por su parte, la psicodelia multicolor de Tame Impala fue una de esas montañas rusas que sólo alcanzan auténtico vértigo y emoción en las bajadas. Ofrecieron una actuación irregular, pero los puntos altos fueron muy altos. Un poco antes, el funk de Har Mar Superstar y el hip hop más teatral de Vince Staples sedujeron por completo al público de dos formas totalmente contrapuestas. El primero, a partir de una predistigitación sonora que hizo sentir al público como si fueran niños y el segundo con una lírica directa e interpelando de tú a tú al público, que botó siempre que Vince quiso que botara.
La tarde del viernes empezó lenta, con el country folk de White Fence. Tienen razón estos chicos, son muy blancos. En la otra punta, los suecos Dungen pusieron un poco de psicodelia y prog rock al ambiente, aunque quizá demasiado, sobre todo cuando sacaron una flauta y el cuento acabó fatal, con Hamelin devorado por unas aburridísimas ratas. Todo era tan blanco que hasta el sol dijo basta y se largó. Tampoco logró emocionar Ben Watt, ex Everything but the girl, que puso belleza y poesía al letargo, pero seguía siendo letargo. Y entonces llegó Moses Sumney, que no es blanco, y con su voz de contra tenor hizo que esa especie de emosoul sacase lágrimas y aplausos a la vez. A la misma hora, el blues espacial y muy burro de Neil Michael Hagerty ensordeció a más de uno, pero sólo había unas 75 personas, tanto da. El pretencioso rock espumoso de Titus Andronicus y la belleza visceral de Savages, con la cantante mezclándose con el público, acabaron de poner encanto al atardecer.