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Música

El reguetón, explicado a los padres

En "Matar al papito. Por qué no te gusta el reguetón y a tus hijos, sí" (Libros Cúpula), Oriol Rosell aborda el fenómeno musical más importante de la última década

Una escena de baile en un club de reguetón en Madrid
Una escena de baile en un club de reguetón en MadridAlberto R. Roldán

Ha hecho correr mares de tinta. Es el tema predilecto para una buena discusión doméstica. El reguetón cayó como una bomba atómica y sus efectos secundarios todavía se hacen sentir en las conversaciones. Los ciudadanos de Occidente se preguntaban: ¿qué extraño ritmo salvaje es ese? ¿qué oscura magia africana sale de los coches, parques y ventanas? Ya saben, esa música machacona, repetitiva, que habla atrozmente de sexo y dinero, cuyo mensaje cabe en una servilleta y cuyo sonido no conoce de armonías. Ese ritmo sincopado, ese lenguaje ininteligible. Tatuajes en la cara, dientes con diamantes incrustados, voces cantando como debajo del agua. Traseros, gemidos, procacidades. Una suma de elementos precisos y certeros destinados a soliviantar a los adultos, preocupar a los padres, indignar a la crítica musical. Sí, hablamos del reguetón. ¿Lo notan? Sí, es el olor a la juventud satisfecha, la media sonrisa de la provocación perfecta. El fenómeno sigue vigente, aunque tomando nuevos caminos. Así que, si quieren entenderlo un poco, acompáñennos.

“El fondo del debate en torno al reguetón y la música urbana trasciende lo estrictamente musical. Remite a una sucesión rapidísima de cambios socioculturales difíciles de asumir para la Generación X, la de los padres de los fans de Bad Bunny , J Balvin y Karol G. En las últimas dos décadas el pop ha sufrido un seísmo comparable al que en su momento supuso el nacimiento del rock & roll”. Así se presenta el libro de Oriol Rosell “Matar al papito. Por qué no te gusta el reguetón y a tus hijos, sí" (Libros Cúpula), un volumen que plantea una pregunta (de la que hablaremos más adelante) pero que entrega algo más importante: la comprensión de un fenómeno cultural. Como dice el tópico, en el viaje para comprender la pregunta está el valor, más que en la respuesta. El periodista propone, primero, comprender el fenómeno.

Y para eso, en lo que resulta la parte más enriquecedora y entretenida del libro, Rosell nos lleva de viaje. Si el autor sintetiza muchos acontecimientos y estilos en pocas páginas, nosotros debemos encajarlo todo en apenas un par de párrafos. Pero, si tienen interés, el viaje que propone texto es fascinante. Primero, claro, partimos de Jamaica, de donde el reggae nace como música hecha por los pobres para los pobres (y además pobre en sí misma) y ya sufre de la ridiculización de las élites blancas: "Música para idiotas”, lo llamaron. La historia del reggae y sus “sound systems” sobre ruedas es demasiado grande para maltratarla aquí, pero se vio impulsada por el surgimiento de los teclados con bases pregrabadas, los míticos Casio, cuyo éxito propició el nacimiento del “dancehall”. Y no es difícil imaginar que un nuevo estilo musical alumbrado gracias al Casiotone no respondería a perfiles aristocráticos ni burgueses. Los grandes hechos históricos tienen consecuencias impredecibles. Cuando Estados Unidos tenía la soberanía de los territorios del Canal de Panamá, necesitaba mano de obra barata y angloparlante. Allí llevaron a centenares de jamaicanos, acostumbrados al trabajo duro al sol. Cuando Panamá recuperó la soberanía, esos jamaicanos aprendieron español y crearon una especie de reggae vulgar, barriobajero y difícil de comprenderse. Lean, si les apetece, en el libro la historia de los Diablos Rojos, los delirantes autobuses urbanos que competían por la clientela con sus decoraciones, su desprecio por las normas de circulación y su música destinada a amenizar el viaje durante el día o la noche. En ellos, además de la salsa y el merengue, se abrió paso el reggae en español y el “dembow”, un ritmo antecedente directo del reguetón. Pero falta un vértice en este triángulo: la juventud puertorriqueña de segunda o tercera generación en Harlem (Nueva York) sigue buscando un discurso propio al filo del siglo XXI en un lugar donde son solo “latinos” a pesar de que, no por casualidad, sus hermanos mayores alumbraron el hip hop y sus padres, la salsa. A la Gran Manzana llegan las cintas de DJ Playero, rey del underground de Puerto Rico y el volumen 37 (nada menos) se convierte en un fenómeno generacional que llega hasta el río Hudson. Cuando “Gasolina” (2004) rompió en todo el globo, dos escenas locales confluían en el llamado “dirty south” de Estados Unidos. Mientras en Miami triunfaba un tipo de rap perseguido por sus letras “pornográficas”, en Atlanta surgía un estilo en las llamadas “casas trampa”, esas que servían para distribuir narcóticos y de las que solo había una puerta para entrar y salir. El trap era esa música de los que están atrapados en una ciudad sin salida bebiendo jarabe con codeína, a lomos de un sonido lento como un paquidermo de un millón de años. Todos estos ritmos exasperantes no tardarían en aliarse.

La máquina

Curiosamente, quizá el nexo de unión entre las escenas no fuera una persona, ni una ciudad, sino una máquina y, como sostiene el autor del libro, uno de los factores de mayor rechazo generacional sobre la música de los jóvenes, porque, a diferencia del vocoder, ampliamente utilizado en la historia del pop, el autotune rompe el pacto: no se trata de un efecto en la voz de un cantante, es que el programa es la voz. Lo habrán escuchado muchas veces: es que no saben cantar, exclaman aficionados al punk o al death metal sobre la música de sus hijos. Es que Bad Bunny, sin el autotune, no es nadie, se quejan. Eso que irrita sobremanera es la seña de identidad de las nuevas escenas. Es el sonido del Siglo XXI, rompe con el pasado y con lo real y lo irreal. Ni es humano ni es máquina: estamos ante la primera generación genuinamente cíborg, sostiene Rosell.

Estéticamente, no trata de subvertir nada. La generación urbana (que incluye raperos, reguetoneros y traperos) busca en las marcas de lujo no un rechazo del orden, no un impulso antisistema, sino “el empeño de medrar dentro del orden. No se pretende cambiar nada ni salirse de nada. Porque hay un convencimiento de que nada puede cambiar y no hay sitio al que huir”. La generación de la que hablamos es la primera de la historia que asume que vivirá peor que sus padres. Para los artistas de trap o de reguetón, un tatuaje en la cara o unas uñas desmedidas son la garantía de que no volverán a ser contratados para reponedoras o dependientas. O panaderas, como era Bad Gyal antes de triunfar. “Del único yugo del que aspiran a liberarse los artistas de trap y de reguetón es de la pobreza”, dice Rosell citando a Young Yeezy: “El éxito es la mejor venganza". Es imposible no darse cuenta de que los padres de la Generación Z crecieron educados en que enriquecerse con la música estaba mal visto. La cultura dominante, desde la escena de los 70 hasta el “indie” de los 90 o incluso del rap era que “venderse” y “ser comercial” está mal visto. Y, sin embargo, los adultos vivimos en la glorificación del dinero: fichajes millonarios, realities de ricos, Bolsa, criptomonedas, Amazon y hasta Wallapop están en nuestro móvil.

"Lo latino"

Una de las primeras confusiones es que referentes culturales de los padres del reguetón han sido siempre anglosajones. Desde la música clásica al hip hop. Lo latino, los boleros principalmente, quedaban para las clases bajas de posguerra. El término “latino”, de hecho, funcionaba (y funciona) en España con un indiscutible componente despectivo. ¿Huelen los adolescentes de la última década ese desprecio en sus padres? Pueden apostar a que sí. Pero es que, para ellos, compartir aula con una amplia representación de orígenes latinoamericanos es lo más natural del mundo. No hay que desdeñar, entre los factores que espantan a este lado del Atlántico a los detractores del reguetón, la sensación de que “lo latino” es subsidiario e “inferior” culturalmente a lo europeo, algo casi bárbaro, un prejuicio para el que la generación actual está vacunada. Pero que cada uno haga su examen de conciencia.

Rosell apunta a un doble sesgo de clase y raza como elemento de rechazo del reguetón por los “padres”. Algo así como blancos privilegiados rechazando a latinos pobres. Aunque pueda haber casos, esa explicación responde más bien a un automatismo ideológico que se compadece poco con la realidad., resulta una explicación muy poco satisfactoria. Oyentes de música enamorados de las extravagancias y las ostentaciones de artistas del soul o el hip hop negros apenas pueden soportar los ritmos o las letras del reguetón y eso no tiene que ver en absoluto con blancos heterosexuales celosos o escandalizados por el grosor de una cadena de oro o un coche deportivo.

En su capítulo final, Rosell hace la pregunta que estábamos esperando: ¿por qué a nuestros hijos e hijas, educados en valores como el feminismo, la justicia social y la no violencia les gusta el trap y el reguetón? “La adolescencia sigue siendo una etapa de apetitos desenfrenados. Follar y destruir. Eros y Tánatos cabalgando a lomos de un ritmo dembow. Y el deseo de hacerse un lugar en el mundo (...). El deseo de matar al padre”, escribe. Hablamos, claro, simbólicamente. Cuestionar el orden establecido, transgredir sus normas, es una obligación del adolescente. No le busquen más pies al gato, dice Rosell. “Hoy, transgredir sin incurrir en un delito grave es más difícil que nunca. Casi todo está permitido. El ámbito de lo aceptable se ha ensanchado en tal medida que cuesta identificar dónde termina. ¿Porno? Todo el que quieras. Y gratis. ¿Drogas? Que te explique tu padre todo lo que se metió en los años 90". Lo que una vez fue subversivo pasa a ser tolerado y celebrado. “Lo alternativo es una sección de El Corte Inglés. Sin embargo, las pulsiones adolescentes son como el agua: siempre encuentran su camino. El trap y el reguetón son ese desbordamiento. ¿Qué lleva a un adolescente blanco, de clase media, con estudios y una vida más o menos desahogada a identificarse con un pandillero de San Juan o un narco de Atlanta? Justamente, el deseo de negar a sus padres, los mismos que se han esforzado durante años en mantenerlo aislado de realidades brutales”, celebra. "Si te han enseñado que hombres y mujeres tienen los mismos derechos y que el sexismo está mal, llamemos ‘’putas’’ a las mujeres y reduzcámoslas a objetos sexuales. Si los problemas deberían solventarse con diálogo, vivan las peleas y los navajazos. El dinero no es lo más importante en la vida, llevas escuchando desde pequeño en casa y en la escuela. Convirtámoslo en el principal objetivo de nuestra vida”. Es decir, que nuestros jóvenes han logrado deconstruir los valores hegemónicos (en los que están de acuerdo concepciones tanto tradicionales como posmodernas de la familia o la sexualidad) solo para escandalizar a sus mayores. No sólo eso: según Rosell, “han sustituido la ilusión por el cinismo. Se han vuelto hiperrealistas capitalistas. Entienden las reglas del juego, saben que la aparente falta de límites es un límite en sí mismo. Comprenden que su supuesto bienestar se aposenta en el malestar de otros (...). Que la meritocracia no existe (...). Que la rebeldía solo tiene sentido en el eslogan de unas zapatillas de deporte”. Es decir, que, perdida la esperanza en cambiar las cosas, solo les queda identificarse con las cosas que la sociedad esconde bajo la alfombra: la pobreza, el materialismo, el sexismo, los inmigrantes. Si eso nos desagrada, quizá sea porque nos desenmascara.