Vida de Little Richard: la "reina" del rock & roll
Fue una «drag queen» y un predicador: un libro ofrece una visión íntima de un hombre torturado, que abdicó de su trono del rock cuando creyó ver el apocalipsis: una vida entre el cielo y el infierno
Creada:
Última actualización:
Tenía la cabeza grande y el cuerpo pequeño. Un ojo más grande que otro. La pierna derecha de Little Richard era más corta que la izquierda, por lo que cojeaba y caminaba arrastrando un pie. Le llamaban lisiado y deforme. “Me decían de todo: maricón, nenaza, capullo, monstruo”, recordaba el artista, quien, lejos de amilanarse, respondía con amaneramientos femeninos, maquillaje y agua de rosas. Él sabía que no era como los demás niños y no cabe duda de que su vida, la de la primera superestrella del rock & roll, en ningún sentido fue convencional. Richard no rehuía la pelea cuando era necesario y terminaba con su preciosa carita llena de sangre. Pero cualquiera podía ver cuáles eran sus auténticas inclinaciones. Sus maneras no pasaban desapercibidas tampoco para su padre, Bud, un hombre creyente que regentaba un bar y traficaba con alcohol durante la Ley Seca y por ello, antes de cumplir 17 años, su padre le echó de casa. En “La extraordinaria vida de Little Richard” (Libros Cúpula), Mark Ribowsky ofrece una visión íntima de un hombre torturado, que abdicó de su trono del rock cuando creyó ver el apocalipsis y terminó renegando de su propia identidad por la culpa y la incomprensión.
El joven Richard había encontrado un empleo en el Douglas Theatre de Macon (Georgia) su localidad natal. Allí vio actuar a Sister Rosseta Tharpe, la verdadera madre del rock & roll y se quedó deslumbrado. Él había aprendido a cantar y a tocar algún instrumento en la escuela y las iglesias a las que iba, las de las respectivas congragaciones de sus padres. También empezó a hacerlo junto a predicador, el doctor Nobilio, a quien acompañaba lanzando sus exclamaciones y sus “whooo” característicos. Incluso cantó con un extraño grupo cuyo líder vendía aceite de serpiente desde el escenario. Dormía en los campos y los caminos y recibía palizas constantemente. Expulsado de casa, aprende a buscarse la vida. Actúa en los locales nocturnos donde se admite a negros y homosexuales. Encuentra trabajo fregando platos y toma apuntes mentales de lo que serán sus primeras canciones. Recibe su apodo, el de “Little”, de Ethel Wynnes, la dueña de un club nocturno que se apiada de él y le alimenta con delicias sureñas. Por cierto que, después de dar el estirón, Richard medía más de metro ochenta y no tenía defectos físicos apreciables. Un bigote y la sonrisa perfecta eran los luminosos de su infinita vanidad.
Entra en el circuito del “chitlin'” y empieza a girar por el inframundo del blues cabaretero. Es muy conocido en todos los locales para gays del Sur. Allí se traviste por primera vez y da rienda suelta a su interpretación más salvaje. Su personaje “drag queen” incendia al público y su blues salvaje se hace famoso en el circuito para negros. Así es como le llega la oportunidad de grabar para RCA, pero la casa de discos pretende de Richard que no se salga de los cánones del sonido convencional. No conseguirá ni un solo éxito, peo al menos logra algo importante: su padre se siente orgulloso de él y se reconcilian. Durante sus inicios, Richard trabaja con todo tipo de managers y promotores de la escena “chitlin”, dominada por negros que se comportan como blancos: violentos, groseros y estafadores. Su carrera nos despega pero su fama ya es inmensa. También emergen las contradicciones latentes: “Los objetivos de Richard parecían contradictorios al mezclar lo secular con lo religioso, ser atrevido y a la vez espiritualmente convencional y aplicar cánones centenarios a nuevas abstracciones de individualismo, hedonismo y distorsión de género”, escribe Ribowski.
Así que Richard Penniman no encontraba todavía el lugar para ser Little Richard. Su personalidad, en conflicto permanente con su entorno, tampoco encontraba acomodo comercial en un sector discográfico conservador. Así que se tenía que conformar con lavar platos en la terminal de autobuses, donde llevaba a cabo sus encontronazos sexuales. Y así, con ese erotismo de los transeúntes, de los clientes pasajeros y de los amores efímeros nació el primer himno de la historia del rock. Si bien la paternidad del género puede estar en cuestión, nadie puede discutir que “Tuti Frutti” fue el aldabonazo del género. Con la introducción más famosa de la historia de la música, “A-wop-bop-a-loo-bop” seguido de una serie de frases lascivas que fueron suavizadas o eliminadas en la primera versión grabada. La canción era un torrente de energía, una bola de ritmo que fue grabada con un pequeño truco artesanal. El productor Bumps Blackwell tuvo la genial idea de poner un micrófono entre Richard y el piano y otro dentro del piano. En aquellos tiempos prehistóricos, donde las grabadoras apenas tenían dos pistas, ese truco generó un efecto duplicado que lanzó la canción. De todas las tomas, Bumps eligió la primera, en la que Richard aporreaba con más fuerza el piano. La canción tuvo éxito pero todavía más logró la versión de Pat Boone, un artista que blanco rebajó la dicción sureña y el carácter “negro” de la original. Little Richard acumuló resentimiento en su alma del profundo sur.
Aceptó la derrota favorecida por el sistema y siguió persiguiendo el éxito. Publicó muchas grabaciones bajo un contrato “horroroso” que le daba medio centavo por disco. “¿Pero cómo se puede partir un centavo?”, preguntaba irónico. Pero su vida estaba en la carretera, donde lograba éxito arrollador. Aparecía vestido como la Reina de Inglaterra, como el Papa, pero el disfraz duraba poco, porque se lo quitaba casi todo. Recibía prendas de ropa interior femenina. “Lucille”, de hecho, trata sobre un hombre vestido de mujer “al que llamábamos Reina Sonya”. Era una letra que había escrito en la terminal de autobuses Greyhound a la que le puso el ritmo de un tren abandonando Macon. Nadie ganaba tanto en directo: 10 o 15.000 dólares por noche. Mantenía a toda la familia pero se volvió codicioso y desconfiado. Llevaba siempre un arma consigo. Su vida era un disparate. El pecado le acechaba. “Cuando tenía todas aquellas orgías, me iba y cogía la Biblia”, decía el cantante, que muchas veces despertaba a los participantes de la loca noche sexual leyéndoles pasajes y preceptos sagrados.
Fue entonces cuando se embarcó en aquella gira por Australia que lo cambió todo. En el avión, vio un motor de hélice arder. Sobrevolando el Pacífico, vio una luz enorme acercarse. Richard estaba en pánico y comenzó a rezar. Cuando descendió del avión en Melbourne, aseguró que unos ángeles habían sostenido a la nave. Se recuperó del susto y tocó durante cuatro días ante una multitud febril. Pero a la noche siguiente, cuando se sentó al piano, vio una bola de fuego ascender hacia el cielo. Cuando terminó el concierto, le dijo a la banda: “Ya está. He terminado. Dejo el espectáculo para volver a Dios”. Y así lo hizo: se retiró. Sus discos se seguían vendiendo, pero le daban igual. Ingresó en una universidad de predicadores pero no muestra demasiado arrepentimiento. Le denuncian por homosexual. Abandona la carne, predica, pide matrimonio a la chica perfecta. Llega a un acuerdo con Art Rupe para cobrar 11.000 dólares de los derechos de autor no percibidos, pero renuncia a perpetuidad a sus canciones.
Con el tiempo, recupera el interés por la música gracias al gospel. Gira con su adorada Mahalia Jackson y acepta una propuesta para actuar en Inglaterra sin saber que le presentan como el rey del rock mientras él pretenda cantar solo temas espirituales. En el trayecto a las islas, en barco para evitar motores ardiendo a 20.000 pies, predica todos los días sobre la cubierta del trasanlántico. Y cantó gospel la primera noche, pero, al presenciar cómo Sam Cooke, su telonero, arrasaba cantando rock... no pudo soportar quedar por debajo. La noche siguiente incendió al público en “modo frijol saltarín” con todos sus trucos: se lanzó al público desde el escenario, disciplina en la que puede considerársele un precursor. Fingió un desmayo y, cuando la audiencia enmudeció, se levantó de un brinco lanzando “wooos”... El rey ha vuelto y su éxito favorece a los grupos británicos underground que le idolatran. Uno de ellos, los Beatles, era un conjunto más conocido en Hamburgo que en Inglaterra. El astuto Brian Epstein logra aproximarse a Richard y Don Arden, el promotor de la gira de Richard, y los Beatles le hacen de teloneros y de perritos falderos. Richards regresó al rock, al alcohol y las drogas, pero su carrera nunca volvió a vivir la gloria de los primeros días. Publica varios trabajos que fracasan y vuelve a las andadas. Fuma marihuana y prueba heroína y cocaína. Se emborracha públicamente. Sigue acumulando el resentimiento contra el mundo. Sus discos no venden nada y la culpa es de todos menos de él mismo. Sin embargo tendrá un momento de resurrección en el festival de Toronto y Atlantic City que deja boquiabierto al mundo. Por su vida excesiva y sus escándalos sexuales fue expulsado de las congregaciones religiosas. Tras la muerte de su hermano, se limpió de nuevo y hasta vendió biblias a domicilio.
Tenía diez años menos que Richard, pero Jimi Hendrix ya era muy conocido por su estilo como guitarrista. Admiraba a Little Richard y consiguió entrar en su banda, pero la cosa salió regular. Jimi adoptó de él los sombreros con pluma, el pañuelo en la cabeza, la visceralidad en escena. Pero terminó harto de no cobrar lo que correspondía, del ego desmedido de su patrón y, en el tramo, final, de ser el objeto de las hormonas desatadas de Richard. «Hendrix era, no solo heterosexual, sino aparentemente homófobo», dice Ribowsky. Por supuesto, los largos solos del guitarrista irritaban a la que debía ser la única estrella sobre el escenario. Le echaron porque «no era puntual y esta todo el día tonteando con las chicas». Dos estrellas demasiado grandes para una sola velada