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Pedro Casablanc: «Necesitamos el ego para poder desnudarnos en escena»

Vuelve a La Abadía con la reposición de «Yo, Feuerbach».
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Vuelve a La Abadía con la reposición de «Yo, Feuerbach».
Tankred Dorst, alemán, uno de los grandes dramaturgos europeos de las últimas décadas, firmó en 1991 un texto conmovedor sobre aquellos que no consiguen engancharse a lo nuevo y reclaman a la vida segundas oportunidades. «Yo, Feuerbach» vuelve al Teatro de la Abadía –hasta el 19– con Pedro Casablanc en un papel que considera «uno de los mayores retos de mi carrea». Un actor en decadencia, maduro, con grandes cualidades y dudoso pasado, se encuentra sin trabajo. En una prueba contempla el abismo generacional que lo separa del joven e inexperto ayudante de dirección –Samuel Viyuela– al que trata de seducir para conseguir el papel.
–¿Asistimos a un conflicto generacional?
–Así es, entre un actor maduro –que podría ser yo– y un joven ayudante de dirección, pero creo que va más lejos, es un enfrentamiento entre la tecnología y el humanismo, entre el conocimiento lento y la inmediatez.
–¿Ser joven es un valor en la actualidad?
–Absolutamente, porque vende y da dinero, ser mayor no vende. Se busca que todo sea rentable, que dé grandes dividendos y el potencial de belleza y juventud es muy vendible. Puede más lo mercantil que los valores.
–¿Vale más la imagen que la formación o la experiencia?
–Ser guapo, joven y famoso es lo que más se valora. Los «lobbies» de la juventud, los guapos, los amigos... se valoran más que el conocimiento o la maestría. Como la actriz de «Stranger Things» de 13 años, que han calificado de la más de sexy de Hollywood, haciendo portadas con vestidos sexys. Es un escándalo en las redes sociales.
–¿La vida ofrece segundas oportunidades?
–Es difícil saberlo, quizá al final al hacer balance. Vivimos dejando pasar oportunidades, muchas imposibles por compromisos ya adquiridos. ¿Son trenes perdidos? Bastantes son valiosas, por lo económico y por su proyección profesional, pero tienes que elegir. Feuerbach demanda una segunda oportunidad.
–¿Es difícil volver a coger el tren cuando se ha marchado?
–Sobre todo si no te adaptadas, aunque no hay que ser derrotistas ni apocalípticos, hay que intentar amoldarse y saber ver con ojo crítico la situación. Si decides luchar contra eso, es imposible y si te apartas, te puedes convertir en un anacoreta o un misántropo y ahí sí que pierdes todos los trenes.
–¿Hay que evolucionar con los tiempos?
–Es muy peligroso ignorar el progreso, no avanzar con los nuevos tiempos, porque si no –que es lo que le pasa a mi personaje–, te quedas atrás. Él ha perdido la comba y hay que saber engancharse a lo nuevo, aun sin olvidar lo viejo y reivindicándose en lo antiguo y en la maestría, pero sin estancarse.
–¿Es más cómodo quedarse en lo de siempre?
–Es muy cómodo quedarse parado, sin evolucionar y criticando todo lo nuevo. Todo es malo, internet es malísimo... No es bueno ver las cosas desde ese lado. Hay que compaginar las dos banderas, la de lo antiguo y la del progreso.
–¿Se defiende atacando?
–No, lo bonito del personaje y una de las razones por las que lo interpreto con mucho placer, es que es un actor, es decir, un personaje con un ego descomunal. Un gran actor tiene muchísimo ego, pero lo necesita para trabajar. Nos acusan de ser ególatras, pero lo necesitamos para poder desnudarnos en escena. Su egolatría lo lleva a atacar al chico, al que no considera a su altura, aunque debe callarse porque necesita esa oportunidad.
–¿Es un poco Quijote?
–Sí, es muy Quijote, lucha, más que por Dulcinea, por el bien del arte al que ha dedicado su vida, por el teatro y por la poesía y se estrella contra molinos de viento.
–¿Los necesitamos en la sociedad de lo políticamente correcto?
–Sí, sí, hace falta gente con mucha valentía. Hay ahora una corriente de denuncia que quizá surgió con la Primavera Árabe, como un ambiente de revolución en el aire que me interesa mucho, de denuncia, como la de acoso sexual de las actrices americanas, que hacen que grandes intérpretes se estén viniendo abajo.
–¿Tiene humor?
–Mucho y una parte patética. No nos reímos de un hombre que se ha convertido en una especie de Chaplin, desolado, abandonado y sin recursos, perdido en un mundo tecnológico que lo ha sobrepasado. Él intenta defenderse con humor. Tiene una enorme carrera detrás, experiencia, cultura y talento y, quien lo posee, puede vestirse como quiera. El talento perdona muchísimas cosas.
–¿Es un reto su papel?
–Uno de los personajes más importantes y gratificantes que he hecho, pero es lo que yo quiero, un teatro que me haga soñar y estar al borde del peligro. Si no es así no me merece la pena. Para eso tengo la televisión y el cine que son medios más fáciles. Para estar en la arena del teatro hay que tener delante un buen león.
–¿Es emotivo?
–Emotivo y muy exigente, pero es lo que tengo que hacer. Emocionalmente me pone en aprietos, en una situación en la que tengo que exponer mucho de mi propia experiencia. Quiero que la gente venga y, como decía un director, convertir toda la «mierda» privada mía en oro público.

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