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Pedro Páez, un español en las fuentes del Nilo

Dos siglos y medio antes de que Speke descubriese el nacimiento del gran río africano en Uganda, el jesuita español se convirtió en el primer europeo en llegar al origen del Nilo Azul en Etiopía
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Dos siglos y medio antes de que Speke descubriese el nacimiento del gran río africano en Uganda, el jesuita español se convirtió en el primer europeo en llegar al origen del Nilo Azul en Etiopía.
“The Nilo is settled” (el Nilo está fijado). Con estas palabras telegrafiadas desde El Cairo por el británico John Hanning Speke a la Royal Geographical Society de Londres, en el verano de 1862, se resolvía uno de los grandes misterios geográficos, vedado al conocimiento de los hombres desde tiempos de Herodoto. Historiadores, emperadores, aventureros y exploradores habían intentado sin éxito durante siglos situar en el mapa las enigmáticas fuentes del Nilo. Speke había conseguido dar con ellas a orillas del lago Victoria, en la actual Jinja (Uganda), y pasar a la Historia como el descubridor de las Fuentes del Nilo, arrebatándoles la gloria a Livingstone, Burton y Stanley.
Con mucho más sigilo y sin ninguna expectación en el viejo continente, casi dos siglos y medio antes, en 1618, otro europeo se había convertido en el primer occidental en pisar las fuentes del Nilo Azul en Gish Abay, Etiopía, la otra gran arteria fluvial del gran río (de hecho, aporta el 86% de su caudal). Era Pedro Páez Jaramillo, un jesuita español en la corte del rey etíope, Susinios. Dentro de dos años se cumple el IV centenario de ese hallazgo, una buena oportunidad para reivindicar la dimensión histórica de su figura.
Y es que Páez no tuvo ningún reconocimiento en su país ni fuera de él. Su presencia en el nacimiento del Nilo Azul fue silenciada y un escocés de familia bien, James Bruce, se encargó de apearlo definitivamente de los anaqueles de la historia en 1770, cuando alcanzó ese mismo punto y se autoproclamó como el descubridor de las fuentes del Nilo Azul.
Poco le importó a Bruce que el jesuita español se le hubiese adelantado un siglo y medio. Nada que Páez diese cuenta por escrito, con abundancia de detalles, del hallazgo en su monumental “Historia de Etiopía”. Se aplicó con ahínco a negar que Páez hubiese estado allí antes y concluyó que “esa excursión no fue realizada”. En su “Viajes para descubrir la fuente del Nilo”, Bruce afirma sin rubor que había triunfado “sobre los reyes y sus ejércitos” al llegar a ese lugar “que confundió el ingenio, la diligencia y la investigación, tanto de los antiguos como de los modernos, durante cerca de tres mil años”.
El recurrente olvido de España de sus hijos ilustres y la perseverancia de Bruce dieron sus frutos y el paso de los siglos cayó como una losa de granito sobre la memoria del jesuita español. Incluso hoy en día, es habitual escuchar en Etiopía que fue Bruce el primer europeo en llegar a las fuentes del Nilo Azul. Así me ocurrió en las imponentes cataratas de Tis Isat, durante mi recorrido por el país para escribir “Viaje a las fuentes del Nilo Azul”.
“Para que Páez no sea conocido en Etiopía, o sea positivamente ignorado, hay razones claras. La Iglesia ortodoxa tiene el periodo de los jesuitas como maldito y no saben ni quieren saber”, asegura el comboniano Juan González Núñez, sin duda el español que más sabe de la realidad y la historia del país, donde llegó a comienzos de los 80 (en los años de las grandes hambrunas y sequías) y donde sigue ejerciendo de misionero.
En una nota a pie de página de la apabullante (17 tomos) ”Rerum Aetiopicarum” del jesuita Camilo Beccari (la minuciosa recopilación de la obra de la Orden en los siglos XVI y XVII), el religioso descubrió, allá por 1986, que Páez era español. “Su figura me cautivó”, reconoce. “Llamé a los jesuitas de Comillas para preguntarles si tenían alguna documentación que pudiera consultar. El que me atendió no tenía ni la más mínima idea de quién era Pedro Páez”, recuerda.
Su tenaz labor de investigación se plasmó en un libro crucial, “Etiopía: hombres, lugares y mitos”. A través de sus páginas muchos en España nos enteramos de la existencia de Páez. Entre ellos el escritor Javier Reverte, que lo dio a conocer al gran público en su biografía del jesuita: “Dios, el diablo y la aventura”. “Al escribir él su libro, la bola de nieve de Páez se agrandó”, rememora el comboniano.
Páez, nacido en 1564 en la pequeña localidad madrileña de Olmeda de la Cebolla (hoy Olmeda de las Fuentes) fue un hombre excepcional. Formado en la universidad de Coimbra y en el colegio de los jesuitas de Belmonte (Cuenca), con 23 años puso rumbo a Goa (India) para incorporarse a las misiones de la orden. Desde allí fue enviado a Etiopía junto con el también jesuita Antonio Montserrat. Sus peripecias son dignas de una película de aventuras que España, por supuesto, no rodará jamás. Disfrazados de comerciantes armenios, pretendían llegar a las costas de la actual Eritrea para alcanzar la misión de Fremona, pero no lograron su objetivo y terminaron en la isla de Ormuz, en el estrecho de Omán, tras intentar poner un pie en Somalia y ser abordados por piratas.
En su segunda intentona, una tormenta se cruzó en su camino y en la tercera fueron capturados por navegantes otomanos y vendidos como esclavos a un sultán árabe. Atravesaron a pie la región de Hadramaut y el desierto de Rub'al Khali, en el sur de Yemen, dos siglos y medio antes de la llegada de los primeros exploradores europeos. Estuvieron presos dos años en Saná y sirvieron como remeros en una galera turca. Tras siete años de cautiverio, fueron liberados en 1596 y pudieron regresar a Goa. Páez no desfalleció y, finalmente, en mayo de 1603 el azar le permitió llegar a Etiopía, donde pondría en marcha la segunda misión evangélica de los jesuitas.
Cualquiera que llegue hasta el pequeño poblado de Gish Abay, situado a un centenar de kilómetros al sur del lago Tana, podrá comprobar con sus propios ojos que Páez estuvo allí. Basta con leer la descripción que hizo del lugar y echar un vistazo a nuestro alrededor. “Está la fuente casi al poniente del aquel reino, en la cabeza de un vallecillo que se convierte en un campo grande”, escribió. Y así es. Caminas el mismo terreno esponjoso que pisó Páez entonces, donde “bulle y tiembla todo alrededor de manera que se ve claramente que por debajo todo es agua”.
“Cerca de la fuente, en el lado de arriba, vive gente”, observó el misionero. El poblado, casi 400 años después, sigue ahí, y los lugareños salen a tu encuentro en cuanto advierten la presencia extraña. La emoción de saberse en las fuentes del mítico río provocó en Páez un adarme de orgullo. “Y confieso que me alegré de ver lo que tanto desearan ver antiguamente el rey Ciro y su hijo Cambises, el gran Alejandro y el famoso Julio César”, se sinceró el jesuita.
La tenacidad de Páez y su extraordinaria valía personal consiguieron convertir al catolicismo al emperador Za Denguel y a su sucesor, Susinios, que tuvo la osadía de declararlo religión oficial, un atrevimiento que la celosa Iglesia local le haría pagar caro, sobre todo después de que cien mil etíopes se convirtieran al catolicismo tras la estela de su monarca.
La Iglesia ortodoxa etíope (históricamente bajo el paraguas del patriarca copto de Alejandría, una sumisión de la que no se liberaría hasta 1959) no guarda buen recuerdo de la presencia jesuita en su país. Los jesuitas llegaron de la mano de los portugueses, que en el siglo XVI acudieron con 400 hombres liderados por Cristóbal de Gama, hijo del célebre Vasco de Gama, a la llamada de auxilio del emperador etíope ante el imparable avance de las huestes musulmanas de Ahmed Grañ “El zurdo”. El caudillo islámico decapitó a Cristóbal de Gama tras hacerlo prisionero, pero las tropas portuguesas terminaron por imponerse y en 1543 Grañ fue abatido, disipando así el avance musulmán que podría haber cambiado la historia de Etiopía.
Los primeros jesuitas llegaron al país 14 años después, y desde el principio fueron mirados con recelo por el clero etíope, renuente a dar su brazo a torcer en sus postulados teológicos. González Núñez recuerda una conversación con el cardenal católico de Adís Abeba, Berhaneysus Souraphiel. “Si yo fuera historiador -le comentaba- me hubiera gustado estudiar a fondo ese momento en que Etiopía se jugó ser cristiana o musulmana. Del lado de Etiopía, y en especial de la Iglesia Ortodoxa, percibo que hay una resistencia a admitir la importancia de esa intervención portuguesa, quizá por estar relacionada con la llegada de los jesuitas, considerada por ellos como nefasta”.
La muerte de Páez en 1622 y, sobre todo, la llegada al trono de un nuevo monarca diez años después, Fasilidas, que ordenó la expulsión de los jesuitas, fueron suficientes para que toda la obra evangelizadora de Páez se fuera al traste.
Gonzalo Guajardo, sevillano, lleva seis años en Etiopía. Ha trabajado en el voluntariado y como profesor y actualmente se dedica a la grabación de reportajes de carácter social. Su documental “Misionero” ahonda en la figura de González Núñez y su trabajo entre los gumuz, una tribu marginal del oeste de Etiopía. Guajardo apunta otro motivo para explicar el olvido de la figura de Páez y esa resistencia frente a todo lo católico desde los tiempos del jesuita. “Los ingleses siempre han sabido realzar su historia y sus epopeyas mucho mejor que en España, donde tendemos a destruir nuestra propia historia o a avergonzarnos de ella”, asegura.
Hoy, quien quiera honrar la memoria del jesuita puede acercarse a su tumba al norte del lago Tana, entre las ruinas de la iglesia y palacio de Gorgorá, una asombrosa construcción para la época que sólo el ingenio y el talento del misionero español consiguieron hacer realidad. Pero el lugar, de tan difícil acceso, no hace sino contribuir a que Páez siga siendo, cuatro siglos después, un desconocido.
Mucho más sencillo resulta visitar su localidad natal, Olmeda de las Fuentes. Junto a la iglesia de San Pedro, encaramada sobre el pueblo en un cerro que domina toda la vega del Arroyo, hay un panel que recuerda a su hijo más ilustre y, a unos metros, una placa que testimonia que el 21 de abril de 1618 Páez “descubrió el nacimiento del Nilo Azul en las montañas de Etiopía”. El reconocimiento, aunque tardío (coincidiendo con la publicación del libro de Reverte en 2001), merece el aplauso. El mismo del que se haría merecedor el Gobierno de España o la Comunidad de Madrid si, coincidiendo con el cuarto centenario del descubrimiento de las Fuentes del Nilo Azul en 2018, promovieran la colocación de una placa en Gish Abay recordando la efeméride, al igual que sucede en la localidad ugandesa de Jinja con el hallazgo de las Fuentes del Nilo Blanco por Speke, donde incluso un monolito engrandece la hazaña del británico.

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