Piedra Rosetta: una china en el zapato de Francia
La carrera por descifrar la escritura jeroglífico abrió una de las mayores inquinas que ha habido en la ciencia: la de Thomas Young y Champollion
Madrid Creada:
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El alma inglesa isleña siempre ha anhelado salir al mundo, conquistar los mares, hacer suyas nuevas o incivilizadas tierras, y ese afán ha sido atravesado por el interés por otro tipo de viaje, el que gira alrededor de la historia y el mundo: saber sobre la antigua Italia, el misterioso Egipto, el origen de la agricultura en África, la Edad de Bronce, los descubrimientos en Tierra Santa. Todo desde la perspectiva arqueológica, en que fueron pioneros algunos científicos británicos. Esta disciplina, siempre llena de misterio y exotismo, puede asociarse a una autora que llevó al entretenimiento más audaz el suspense en los lugares más recónditos como Agatha Christie.
Esta fue haciendo viajes a Oriente de joven y, sobre todo, tras conocer a Max Mallowan, un arqueólogo con el que compartirá una misma pasión por la historia y el legado material y oculto que hay que desentrañar bajo la tierra. Así, en 1930, la escritora conocería las excavaciones que estaban teniendo mucha repercusión en los medios: el yacimiento de Ur, en el Irak actual, donde se había descubierto un cementerio. Surgió allí el amor entre ella y el que era el principal ayudante de Leonard Woolley (que algunos califican de primer arqueólogo moderno y que halló evidencia geológica del diluvio que cuenta el “Gilgamesh”, la obra épica más antigua conocida). De aquel tipo de visitas Christie encontraría inspiración para novelas como “Muerte en el Nilo”.
Sir Mallowan y Woolley empezaron a excavar en 1922, el año en que el célebre Howard Carter escudriñaba la tumba de Tutankhamón por primera vez, después de cinco años de búsqueda, en el Valle de los Reyes, al otro lado del célebre río, frente a la actual Luxor. En total, Carter dedicaría diez años a excavar la tumba más famosa de la historia y a trasladar los objetos encontrados a donde están todavía hoy, en el Museo Egipcio de El Cairo. De este gran descubrimiento han pasado ya poco más de cien años —tuvo lugar el 4 de noviembre de 1922, lo que dio origen a la publicación de “Tutankhamón. Howard Carter en España. El duque de Alba y las conferencias del egiptólogo en Madrid” (Almuzara, 2022), de Javier Martínez Babón y Myriam Seco Álvarez.
Carter impartió cuatro conferencias con Tutankhamón como tema principal en España, gracias a Jacobo Fitz-James Stuart, duque de Alba y amigo del arqueólogo, el cual explicó sus avances en el estudio de la tumba y el ajuar encontrado. El libro, además, contaba con una presentación del editor Manuel Pimentel, escritor y exministro de Trabajo y Asuntos Sociales, que decía que «el emocionado “Veo cosas maravillosas” de Carter supuso el auténtico eureka de la egiptología moderna». Este descubrimiento, que hizo de Carter una celebridad mundial, había tenido un antecedente igualmente llamativo, el de la piedra de Rosetta, en 1799, en un tiempo en que Egipto “era un páramo sofocante y empobrecido. Pero eso poco importaba. Era el antiguo Egipto lo que cautivaba a Occidente, y este nunca había perdido su poder de seducción”.
Así comienza Edward Dolnick (Marblehead, Massachusetts, 1952) su estupendo “La escritura de los dioses. Descifrando la piedra de Rosetta” (traducción de Victoria León), en que muestra los entresijos que condujeron al hallazgo en el Delta del Nilo de esa losa de granito que, para los investigadores, era la puerta para desentrañar una lengua perdida. De hecho, podía distinguirse en ella un mismo texto grabado en tres idiomas: egipcio, demótico y griego. Dolnick cuenta cómo fue la rivalidad, a este respecto, de dos arqueólogos, ambos con un gran don para las lenguas (griego, latín, árabe, hebreo, persa, caldeo, sirio): Thomas Young, “uno de los pensadores más versátiles que hayan existido jamás, deseoso de asumir cualquier reto en cualquier campo”, y Jean-François Champollion, “incapaz de llevar su mirada a ninguna materia distinta de Egipto”.
Champollion escribió, en 1824: «La escritura jeroglífica es un sistema complejo, un alfabeto al mismo tiempo figurativo, simbólico y fonético en un mismo texto, en una misma frase y hasta en una misma palabra». Y es que, ciertamente, los caracteres jeroglíficos eran dibujos, “muchos de ellos trazados con meticuloso cuidado. Esos dibujos habían evolucionado hacia formas simplificadas, aunque reconocibles, y esos dibujos más básicos habían dado
origen a su vez a las líneas y barras de la escritura demótica, que apenas insinuaba sus versiones originales”, apunta Dolnick. Este va aportando toda clase de datos relativos a la piedra de Rosetta, como el hecho de que el primer experto en lingüística que se ocupó de ella fue un académico francés llamado Silvestre de Sacy, un profesor de árabe en París, más un sinfín más de curiosidades fantásticas.
De las investigaciones de De Sacy se concluyó que el texto griego se refería a Ptolomeo V en once ocasiones. Y en efecto, ahí se hallaba inscrito, tras la coronación de este faraón, un decreto que establecía el culto divino al nuevo gobernante, dictado por unos sacerdotes reunidos en Menfis, en el año 196 a. C. Sin embargo, como señala el autor norteamericano, quién descubrió la piedra de Rosetta nunca se sabrá. “El verdadero descubridor debió de ser muy probablemente algún obrero egipcio, pero, de ser esto así, nadie ha dejado testimonio de su nombre”. Oficialmente, fue el teniente y científico Pierre-François Bouchard, durante la campaña francesa en Egipto: «Alguien llamó la atención de Bouchard hacia una gran losa de piedra rota que había sobre un montón de piedras similares. Bajo el polvo y la suciedad de la oscura superficie de la piedra, solo podemos imaginar unos signos extraños. ¿Podría ser “algo” aquello?».
Ese algo al instante se convertiría en una pieza ansiada. Lo que ocurrió después es que los británicos derrotaron a los franceses “in situ” y la piedra acabó en posesión de Inglaterra, tras la firma de la Capitulación de Alejandría, en 1801. Al año siguiente la piedra de Rosetta ya se exponía en Londres. Empezaba entonces la rivalidad entre Champollion y Young a la hora de ver quién era capaz de descifrar el galimatías de la inscripción, lo que llevó a un agresivo enfrentamiento. Champollion era un «villano» cuya «desfachatez», «charlatanería» y «falta de honestidad» no podían ignorarse, apunta el autor, mientras que Young era «un hombre rencoroso» movido por la envidia hacia Champollion y resentido ante un mundo que no había reconocido su talento, añade.
Dolnick sigue el rastro de esta inquina, y va explicando los méritos de uno y otro; por ejemplo, en el mundo de la egiptología, cabe decir que Young «acabó con el misterio que había envuelto los jeroglíficos egipcios y demostró que estos también obedecían leyes racionales»; según otro investigador, fue «probablemente el más brillante solucionador de problemas que Gran Bretaña haya dado jamás». Lo que pasa es que el genio de Young no era suficiente al requerirse, para solucionar el misterio, del conocimiento del copto y de la historia egipcia, en lo que era único y excepcional Champollion. «Fue como si los dos rivales se convirtieran en compañeros perfectos», prosigue el escritor, que asimismo muestra los trámites que dieron como resultado que al final la piedra de Rosetta se halle hoy en el Museo Británico y no en el Louvre.