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Que no se entere Benedicto XVI

La película española «Que Dios nos perdone», un «thriller» ambientado en torno a la JMJ de 2011, con la visita del Papa y en medio del 15-M, fue bien recibida ayer en el Festival de San Sebastián.
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La película española «Que Dios nos perdone», un «thriller» ambientado en torno a la JMJ de 2011, con la visita del Papa y en medio del 15-M, fue bien recibida ayer en el Festival de San Sebastián.
El cine español ha abrazado con tal pasión el «thriller» (espoleado, obviamente, por la excelente acogida del público) que alguien podría temer que, en una de estas, lo estrangule. Que reviente la burbuja, vaya. Pero, visto lo visto, lo mucho aún no cansa y no será Rodrigo Sorogoyen quien tenga que entonar a modo de «mea culpa» el título de su propia película: «Que Dios nos perdone». Y es que su salto del cine sin chequera (con la premiada «Estocolmo») a la industria ha encontrado una cálida acogida en el Festival de San Sebastián. Y eso a pesar de que es una cinta aparentemente áspera: un Madrid sucio, cutre, abarrotado y verista por el que campa a sus anchas un asesino de ancianas en pleno verano de 2011, con el Papa Benedicto XVI presidiendo en la capital la JMJ, los coletazos del 15-M y la crisis económica en su culmen.

Sucio y caótico

En esta mucosa de gentes ordinarias y circunstancias extraordinarias ubica Sorogoyen (junto a su coguionista, Isabel Peña) a los agentes Alfaro (Roberto Álamo) y Velarde (Antonio de la Torre). Dos tipos difíciles para una historia indisociable de aquel contexto y esa ciudad, según surgió de la cabeza de sus creadores: «Madrid es así, el centro sobre todo: sucio, caótico, desasosegante pero con encanto. Todo eso iba también muy bien para la historia. Si paseas por esa zona ves de todo: violencia, gente tumbada, imágenes pintorescas. Igual que si vas a Nueva York. Pero, ¿qué pasó en 2011? Que todo eso se multiplicó por 10 porque vinieron un millón y medio de personas más. No se podía andar, y eso unido al calor y a la crisis y a que estaba el 15-M, hacía que hubiera un ambiente más tenso. De ahí surge la idea, aunque ya antes queríamos escribir sobre un asesino. Pero nos resultó paradójico y divertido que, mientras había un Papa que venía a traer un mensaje de paz, existiera un asesino en serie y hubiera que solucionarlo por parte de la Policía sin que se supiera».
El filme bebe tanto de un costumbrismo cañí (esos portales, esas barras de zinc donde se habla mal y mucho...) como del «thriller» americano de los 70: «De películas como ‘‘French Connection’’ o ‘‘Serpico’’, donde salían a la calle a rodar y tenían un gran realismo. Sabíamos que a la película le iba ese estilo directo y documental. En cuanto al costumbrismo, es un valor inconsciente, nos sale porque somos de aquí. Si huyes de eso puede salir una gran cinta, pero no de aquí». Por eso, el humor, a pesar de la enorme crudeza de los planos de cadáveres de ancianas diseccionadas e incluso recientemente violadas («Si estamos hablando de la violencia, creo que hay que mostrarla. Intentamos enseñar al espectador el trabajo de un policía, como ver un cadáver desnudo o una muerte horrible», defiende el director), actúa como «bypass» en medio de la sordidez: «Ese humor iba en el guión, ayudaba mucho a desengrasar la dureza de la cinta, a que pase mejor. Me encanta el contraste de que te puedas reír y luego taparte los ojos. Le da verosimilitud. Pero no me gustan mucho las películas que se toman muy en serio a sí mismas».
La pareja protagonista sostiene esa dualidad entre la violencia latente en la sociedad, incluso institucionalizada, y el humor castizo. Uno, Alfaro, es un tipo pendenciero, impulsivo, malhablado; el otro, Velarde, vive hacia dentro, meticuloso en el trabajo pero incapaz de trabar unas relaciones afectivas con su entorno. Su tartamudez (con la que ha tenido que lidiar Antonio de la Torre en un «tour de force» en su carrera) ejemplifica una incapacidad radical para expresar sus sentimientos. Cada personaje de «Que Dios nos perdone» es una isla, porque, como afirma Sorogoyen, «las ciudades te dan numerosas posibilidades, pero terminan alienando mucho».
Contar con Álamo y De la Torre ha restado presión a Sorogoyen, una cosa menos en la que pensar, aunque afirma convencido que no le ha pesado el salto presupuestario cualitativo: «Soy muy inconsciente y no lo he vivido mucho. Yo voy a rodar y tengo que decidir dónde poner la cámara y para eso da igual que estés cobrando cero euros como en “Estocolmo” o que tengas un sueldo. El miedo a equivocarse es el mismo». Asegura no ser un realizador del corte de Tim Burton o Woody Allen, «que siempre hacen lo mismo aunque muy bien. Me gusta pensar en diferentes géneros a lo largo de mi carrera». Así, tras un drama romántico y un policiaco sin concesiones, «ahora estoy preparando un “thriller” sin pistolas sobre la corrupción política». En cualquier caso, para Sorogoyen hay un ingrediente irrenunciable en su cine: «Los personajes, la preocupación por ellos y la controversia que generan. No me gustan los que hacen todo bien o todo mal».