¿Por qué nos atrae la filosofía de los esclavos?
Admirado por Marco Aurelio y Adriano, Epicteto es una de las grandes figuras del pensamiento antiguo y un hombre que dejó una serie de lecciones cuya vigencia continúan presentes. Una nueva traducción de su "Manual" saldrá este otoño en Arpa
Madrid Creada:
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A menudo en la vida los maestros de verdad se encuentran en lugares insospechados, entre los humildes y los que más han sufrido privaciones y penalidades. Los que no lo han tenido fácil suelen enseñarles las lecciones más recordadas a los ricos y poderosos. Esto me viene a la mente hoy al recordar la figura inolvidable del filósofo estoico Epicteto. Nació en Hierápolis (actual Pamukkale, en Turquía) en torno al año 50. Desconocemos su nombre real pues, vendido como esclavo (Epicteto significa en griego simplemente “el comprado”), pasó a ser propiedad de un liberto de Nerón.
Tras conseguir la libertad, ejerció como maestro de filosofía en Roma, hasta que tuvo que abandonar la urbe, quizá por la expulsión de los filósofos por parte del emperador Domiciano. Fundó su escuela en la ciudad provincial de Nicópolis, en el Epiro, donde impartió sus doctrinas orales, que apasionaron a las élites romanas, hasta su muerte allí mismo en torno a 135. No escribió nada, no dejó un gran legado de obra –más que algunos apuntes de su alumno– ni fundó una gran escuela, al modo de la Academia platónica, sino que siempre se caracterizó por su pobreza, humildad y autosuficiencia. Pero es que ni siquiera tenemos constancia de su nombre y su patronímico, o certezas absolutas sobre su origen, como en el caso de otros filósofos. Pese a ello, llegó a ser sin duda el mayor maestro de filosofía de su tiempo. Lo reconoció como inspiración su polo opuesto –y a la vez su alma gemela– el emperador Marco Aurelio en sus Meditaciones, que tienen una notable influencia de sus doctrinas.
El caso de Epicteto es ciertamente único. Este maestro surgido de la nada, del origen más humilde posible, es conocido merecidamente como el gran autor del estoicismo del siglo II. No sabemos casi nada de su biografía –ni siquiera su nombre real, insisto– más allá de datos dispersos que nos dan autores como Arriano o Simplicio. De sus años de esclavo, se recuerda una terrible anécdota sobre el origen de su cojera: para hacerle reconocer que el dolor es un mal –porque ya era un esclavo bastante filosófico, seguramente, que alguna vez le habría dicho a su amo que el dolor no es un mal, sino la percepción del dolor–, su dueño Epafrodito metió su pierna en un instrumento de tortura. Epicteto no se quejó sino que se limitó a advertirle que si seguía ejerciendo presión, acabaría rompiéndose la pierna al fin. Cuando, en efecto, se la quebró la pierna, Epicteto tranquilamente le comentó, como si no le importara nada: “¿No te decía yo que al final la ibas a romper? Ahora tienes un esclavo cojo”.
Tras ser liberado y fundar su escuela cobró gran fama, y toda la élite romana quedó fascinada por la personalidad y las lecciones del filósofo ex-esclavo. Allí conoció a su discípulo por excelencia, el escritor y militar Flavio Arriano, que quiso resumir las doctrinas más selectas de su maestro, por el que sentía verdadera devoción, y consignar por escrito sus conferencias públicas (diatribai). También compiló un Manual o Encheiridion, que en griego significa también una daga para tener a mano en cualquier ocasión (un cuchillo suizo de la época, para militares y estoicos): la metáfora es clara, se trataba de un resumen de lo mejor de su pensamiento para tenerlo siempre presente.
En suma, Epicteto no dejó indiferente a nadie y, desde sus humildes orígenes, impactó en la clase dominante romana. Parece que incluso pudo tener relación, según quiere la fama, con el emperador Adriano: conservamos alguna interesante obra apócrifa de la época que evoca el momento en que ambos personajes se conocen. La siempre sugerente pero dudosa Historia Augusta afirma que Adriano lo admiraba, lo que ha dado pie a los historiadores a no descartar este encuentro, que podría haber tenido lugar en torno a 110 o 111, en el transcurso de la gira de Adriano por Grecia. Lo que es claro es que otro emperador, el gran Marco Aurelio, tendrá al esclavo Epicteto como figura modélica. El estoicismo arrasaba, desde el esclavo al emperador, como filosofía que enseñaba a ser libre, feliz y autosuficiente, como única salvación del ser humano ante el miedo, la muerte y los falsos bienes.
Epicteto es recordado, frente a otros estoicos de la época, como un maestro de una vida muy austera. Se dice que su casa no tenía cerradura, porque no tenía casi bienes ni dinero (por no tener, como sabemos, no tuvo ni nombre): solo contaba con una lamparita de hierro, un saco de paja y una manta para dormir. Algún ladrón le robó la lámpara de hierro y tuvo que hacerse con una lamparita de barro para alumbrarse por las noches. Ya viejo, Epicteto, que no tenía hijos, habría adoptado a un niño huérfano, para que lo cuidará al final. Aunque no se casó nunca, se le relaciona con una mujer que entró en su casa para cuidar a ese niño. Una anécdota muy difundida habla de aquella lámpara: después de su muerte esa modesta lámpara de barro que usaba por las noches para leer y tomar notas fue comprada por un mitómano que pagó toda una fortuna por ella, como si se le pudiera transmitir algo de su sabiduría por ello. Así le reprocha Luciano de Samósata, en una obrita llamada "Contra un bibliómano ignorante", que “esperaba, sin duda, que al leer por la noche a la luz de aquella lamparita, la sabiduría de Epicteto le llegaría durante su sueño, y así él acabaría por por parecerse a su admirador filósofo”. Es, en suma, el esclavo que, desde la filosofía estoica, enseñó a muchas generaciones un modelo de independencia y serenidad ante el mundo que le rodeaba.
Como se puede ver, la figura de Epicteto parece rodearse de un halo legendario. La extraordinaria y seguramente temprana difusión de las Disertaciones y del Manual fue clave para su fama. Sus doctrinas cambian las cosas y hacen que un gran número de entusiastas las difundan con la idea de descubrir la guía racional en nuestro interior –es decir, cuál sea esa porción del logos que rige el kosmos que tenemos dentro del alma como principio rector– que debemos escuchar para alcanzar el ideal de la libertad del sabio.
En el panorama del estoicismo romano Epicteto es característico precisamente porque, frente a las otras dos figuras antes evocadas, Séneca o Marco Aurelio él sólo fue lo que quiso ser, simplemente un maestro de filosofía que, a través del coloquio directo, al modo socrático, en sus lecciones y conferencias públicas, asequibles y comprensibles por todos, quiso difundir su doctrina como liberadora para todos. Como sabemos, resultó una figura inspiradora para Marco Aurelio (121-180), el emperador estoico, que fue casi su contemporáneo, más joven. La paradoja es que un esclavo enseñe a ser libre al hombre más poderoso –y supuestamente más libre– del imperio.
Merece la pena reflexionar aún por un instante, aunque pueda parecer reiterativo, en esta paradoja: el gran emperador, epítome de un albedrío totalmente carente de ataduras, acaba aprendiendo de un pobre ex-esclavo sin nombre, ni gloria ni bienes, cómo ser libre y se dedique a partir de entonces a la filosofía buscando esa verdadera libertad estoica. El ex-esclavo, que se supone que sabe lo que es no ser libre, afirma que la auténtica libertad no es la que se da por manumisión, como la que él obtuvo, sino la que se ejerce continuamente por medio de la filosofía y que es nuestra responsabilidad buscar siempre, la verdadera libertad que confiere el estoicismo.
En ambos casos, el del emperador y el esclavo vemos que la libertad reside en desembarazarse de los bienes aparentes que las convenciones sociales y políticas o económicas nos imponen. Una cosa es lo que la sociedad cree que debemos perseguir y otra lo que la razón interior nos dice, en pos de bienes más allá de lo aparente y que solo el principio interior puede revelarnos con su acertada guía. Acaso el propio Marco Aurelio, famoso, rico y noble, sabía que no era tan libre como hubiera deseado, sometido a la carga de la púrpura imperial, de las campañas continuas, de las intrigas cortesanas y de otras muchas obligaciones que le amenazaban. En cambio, Epicteto, cojo, humilde, anónimo y solitario, sostenía que alguien así podría ser más libre que los ricos y poderosos, y se centraba en enseñar esta lección: solo la razón nos hace libres. ¿Podremos aprender aún hoy de sus lecciones?