Historia

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Rasputín: asesinato en la corte del Zar

Fotografía de Grigori Rasputín, asesinado hace un siglo
Fotografía de Grigori Rasputín, asesinado hace un siglolarazon

El Príncipe Félix Yusúpov, el gran duque Dimitri Romanov y el diputado Vladímir Purishkévich asesinaron a Grigori Rasputín el 30 de diciembre de 1916 en el palacio Moika, de San Petersburgo. Por si la guerra y las derrotas no fueran suficientes, aquel crimen crispó los ánimos y dividió aún más la corte de los Romanov y la sumió en la inoperancia.

En septiembre de 1915, tras los reveses del verano, Nicolás II, aconsejado por la zarina y sus más allegados colaboradores, asumió directamente el mando de los ejércitos que combatían contra alemanes y austriacos, sustituyendo a su primo, el gran duque Nicolás Nikolayevich, tan arrogante como incapaz. La idea que alejaba al zar del centro neurálgico del poder era que si la industria rusa iba a ser incapaz de suministrar mejores armas a sus soldados y la intendencia no podía alimentarlos adecuadamente, su presencia elevaría la moral compensando las atroces deficiencias en que se veían obligados a combatir.

El místico siberiano

Y, por un momento, la marcha de la guerra pareció de acuerdo con tan atrevida decisión: la ofensiva de Brusilov en el verano de 1916 rechazó a los Imperios centrales. Sin embargo, la contraofensiva alemana del siguiente invierno obligó a recular a los rusos, con pérdidas humanas insoportables y entonces comenzó a verse el enorme error de Nicolás II, que no pintaba nada en el frente y estaba muy lejos de la corte y del Gobierno, abandonados en manos de su inoperante esposa, la zarina Alejandra, cuyo valido y supremo consejero era Rasputín. Ella manejaba el Gobierno y su mentor se había convertido en el cortesano más poderoso de Rusia, bajo cuya inspiración carismática se destituía o encumbraba a ministros, gobernadores y generales. La nobleza que les rodeaba –y que valía tampoco como ellos– llamaba a la zarina «la alemana» y a su favorito ido «el monje loco», responsabilizándoles de las penurias del Ejército y de las derrotas e, incluso, acusándolos veladamente de traidores.

Grigori Y. Rasputín (Pokróvskoye, Siberia, 22, enero, 1869) de origen campesino, pobre y analfabeto como el noventa por ciento del pueblo ruso, fue un adolescente muy alto, endeble, timorato, raro y con ciertos tics como los que describe su biógrafo Joseph Fuhrmann («Rasputin: The Untold Story»): «Sus extremidades se sacudían, movía los pies y siempre mantenía las manos ocupadas». Matryona Rasputina (26 de marzo de 1898-27 de septiembre de 1977), que fue la preferida de los tres hijos que tuvo, narró en Rasputín, mi padre que cuando tenía unos 14 años, entró en trance ante la «revelación» de que «el reino de Dios está en nosotros» y corrió a «esconderse en el bosque, temeroso de que la gente advirtiera su extraordinaria vivencia».

Aunque un tanto peculiar, su juventud fue lo normal: trabajos campesinos, borracheras, algunas violencias que le relacionaron con la policía y matrimonio a los 18 años, en el que tuvo un hijo y dos hijas. Y, a los 23 años, abandonó a su familia y se internó en un monasterio. Luego se vinculó a la secta de los flagelantes, que buscaban la salvación en el dolor y en el perdón. Durante algún tiempo fue fervoroso flagelante, practicando mucho castigo y todo tipo de orgías, sobre todo sexuales, porque, según decía en la imagen: «se deben cometer los pecados más atroces porque Dios sentirá un mayor agrado al perdonar a los grandes pecadores». Los dejó y se hizo eremita y discípulo de Macario, un místico que le introdujo en una vida totalmente opuesta: ayunos y alimentación vegetariana, abstinencia sexual, poco sueño y mucha meditación.

Taumaturgo en la corte

Después viajó a Jerusalén, sin que se sepa si realizó el viaje o sólo lo hizo en trance. Ese período de formación espiritual duró diez o doce años y, a comienzos de siglo, durante la gran crisis de la guerra ruso-japonesa (1904 -1905), se presentó en la ciudad de San Petersburgo, donde parece que se hallaba durante los sucesos del Domingo Sangriento (22 de enero de 1905) y de la terrible represión que le siguió, con brotes violentos en toda Rusia contra las reformas políticas cosméticas del Zar.

Coincidió con este convulso período el nacimiento del único heredero masculino para el zar, Alekséi N. Romanov (agosto de 1904) al que pronto se le detectó una enfermedad familiar, la hemofilia (según otras fuentes, porfiria). Una amiga de la zarina le aconsejó que llamara a Rasputín, ya famoso por sus capacidades hipnóticas, conocimientos esotéricos, trances, misterio y, probablemente, por sus proezas sexuales. Al parecer, el zarévich mejoró, hecho milagroso, aunque la curación fuera del todo incompleta, transitoria y explicada por la práctica de la hipnosis.

Rasputín se convirtió en imprescindible en la corte porque eran días propicios para los prodigios: en julio de 1914 estalló la Gran Guerra y tras algunos éxitos iniciales, los rusos fueron descalabrados en las batallas de Tannemberg y de los Lagos Masurianos. Un año después, el zar dejó a su esposa al frente del Gobierno y se fue al frente.

La mortal trampa de la belleza

En su ausencia, los manejos y extravagancias del santón llegaron al paroxismo, dando pábulo a conspiraciones para eliminarlo. La definitiva fue la del sábado, 30 de diciembre de 1916, invitación sospechosa a Moika, uno de los palacios más hermosos de la ciudad, que pertenecía al príncipe Félix Yusúpov. Dicen que Rasputín intuyó el peligro, pero acudió porque le iban a presentar a una de las bellezas de la corte, la princesa Irina A. Románova, sobrina del Zar y esposa del anfitrión. Con el pretexto de que la princesa se estaba arreglando, le invitaron a vino y a pasteles envenenados. El santón sufrió atroces convulsiones, que derivaron a una tremenda vomitona. En esa agonía estaba el corpulento siberiano cuando el príncipe Yusúpov le pegó un tiro. Ante el general espanto, Rasputín se levantó y, dando tumbos, llegó al jardín, donde fue alcanzado por los disparos del diputado Purishkévich. Como ni así moría, rodearon su cuerpo con cadenas, lo lastraron y lo arrojaron a un agujero del helado río Neva, que lame los jardines del palacio.