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Sergio Ramírez: «Dedico el premio a los nicaragüenses asesinados por reclamar justicia»

El novelista, que ayer recibió el Cervantes, homenajeó a los ciudadanos que han muerto en su país durante las protestas contra la reforma de la Seguridad Social que ha reprimido el presidente Daniel Ortega
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El novelista, que ayer recibió el Cervantes, homenajeó a los ciudadanos que han muerto en su país durante las protestas contra la reforma de la Seguridad Social que ha reprimido el presidente Daniel Ortega.
Sergio Ramírez, el novelista que escribe «entre cuatro paredes, pero con las ventanas abiertas», recordó el viaje de ida y vuelta del idioma castellano, primero, de España a América, con la llegada en 1605 de los primeros ejemplares de «El Quijote» a Portobelo, y después de América a España, con Rubén Darío, «que devolvió a la península una lengua que entonces resultó extraña porque venía nutrida de desafíos y atrevimientos, una lengua que era mezcla de voces revueltas a la lumbre del caribe». En una mañana de cielos turbados y grises, el Premio Cervantes defendió la raíz poética de la prosa «la cual necesita de ritmos y de una música invisible» y cómo el amor a la literatura y la palabra «se hace primero en el oído. El mundo de un niño es un mundo de voces que alguna vez se vuelven escritura. Las de las consejas y las leyendas, las de los pregones de los mercados, las de los romances anónimos bordoneados en las guitarras».
Pero Sergio Ramírez inició su intervención, dejando de lado la literatura y recuperando su antiguo aliento de idealista para recordar a los ciudadanos que han muerto en su país durante las protestas contra la reforma de la Seguridad Social debido a la represión que Daniel Ortega, presidente de Nicaragua y antiguo compañero de él en la revolución Sandinista, ha reprimido con violencia: «Dedico este premio a la memoria de los nicaragüenses que han sido asesinados por pedir más justicia y democracia, y que luchan sin más armas que sus ideales para que Nicaragua vuelva a ser una república».
En su discurso de recepción, salpicado de referencias y alusiones a otros autores, desde Homero, Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges hasta Miguel de Unamuno, Caballero Bonald o el recientemente fallecido, el mexicano Sergio Pitol, insistió en el legado verbal y creativo de Rubén Darío, padre de su vocación literaria, pero también de su nación, como si la argamasa esencial de su país, por encima de las tiranías, rebeldías y pendencias a las que aludió, fuera ese empedrado abstracto pero esencial de las palabras, en este caso, poética: «Curioso que una nación americana haya sido fundada por un poeta con las palabras y no por un general a caballo con la espada al aire». Darío, así como renovador y alquimista de la lengua, libertador de metáforas y creaciones, rompedor de tradiciones y explorador de sendas nuevas. Pero, también, como heredero de la tradición española, que le vino por ese inventor de mundos que resultó Cervantes. «Al revés de Ulises, que quiere llegar sin contratiempos a su hogar en Ítaca, don Quijote sale de su hogar en algún lugar de La Mancha en busca de contratiempos. Quiere ser interrumpido y no se sorprende de las interrupciones; a eso ha salido», comentó el autor de «Margarita, está linda la mar».
Mundo imaginario y real
De Cervantes señaló una diferencia fundamental para comprender la hondura de su obra: «Los gigantes, magos, damas, cautivas, cuevas y castillos encantados que don Quijote va hallando en la ruta, nacen de su propia imaginación. Es un mundo creado por él mismo, como personaje, superpuesto al mundo real. Es su propio personaje, en tanto Ulises es personaje de Homero. Ulises es un mentiroso consumado, que inventa para enredar a los demás. Don Quijote inventa para sí mismo, es criatura de su propia ficción. Apenas recobra el seso, todo aquel tinglado construido en su mente se deshace, los cortinajes y decorados desaparecen, y lo que permanecen a la vista es la simple realidad racional. Entonces, solo le queda morir».
Pero Sergio Ramírez, escritor y revolucionario, hombre de letras y de ideales, no pudo eludir una mención a su pasado: «Si un día me aparté de la literatura para entrar en la vorágine de una revolución que derrocó a una dictadura, es porque seguía siendo el niño que se imagina de rodillas en el suelo de la venta (...), ansioso de coger un mandoble par ayudar a don Quijote a descabezar malvados». El escritor, para él, es una persona que no puede «ignorar la anormalidad constante de las ocurrencia de la realidad en que vivo, tan desconcertantes y tornadizas y no pocas veces, tan trágicas». Y señaló que «un escritor fiel a un credo oficial, a un sistema, a un pensamiento único, no puede participar de esa aventura diversa, contradictoria, cambiante, que es la novela. Una novela es una conspiración permanente contra las verdades absolutas». Y apuntó a algunos de los males que hoy agitan las aguas de la política, esa realidad que «tanto nos abruma. Caudillos enlutados antes, caudillos como magos de feria hoy, disfrazados de libertadores, que ofrecen remedio para todos los males. Y los caudillos del narcotráfico vestidos como reyes de baraja. Y el exilio permanente de miles de centroamericanos hacia la frontera de Estados Unidos impuesto por la marginación y la miseria, y el tren de la muerte que atraviesa México con su eterno silbido de Bestia herida, y la violencia como la más funesta de nuestras deidades, adorada en los altares de la Santa Muerte. Las fosas clandestinas que se siguen abriendo, los basureros convertidos en cementerios».
Ramírez, que creció con Manrique, con el Arcipreste de Hita, con «El Quijote», admitió que «narrar es un don que no brota sino de la necesidad de contar, esa necesidad apremiante sin la cual no se puede vivir en paz consigo mismo. Desde el fondo de esa necesidad un novelista debe iluminar en su prosa todo aquello que yace en las profundas cavernas del sentido, acercar la antorcha a los rostros de los personajes ocultos en la oscuridad, revelar los entresijos cambiantes de la condición humana». Pero el novelista, de chaqué, entre las alusiones a su familia, a sus inicios como lector y, por tanto, también como escritor, reveló uno de los secretos o, quizá, uno de los imperativos que debe guiar a un autor: «Hay que saber atrapar la gracia. La escritura es un milagro provocado. Y no pocas veces un milagro una y otra vez corregido».