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Sodoma, Gomorra y Studio 54

Un documental recrea la trastienda del club más famoso de Nueva York, por el que desfilaron desde Warhol a Dalí, Bianca Jagger, Truman Capote y Calvin Klein, y desvela el porqué de su éxito
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Un documental recrea la trastienda del club más famoso de Nueva York, por el que desfilaron desde Warhol a Dalí, Bianca Jagger, Truman Capote y Calvin Klein, y desvela el porqué de su éxito.
Cuesta imaginarlo ahora, pero hubo un club en Nueva York que desafiaba las convenciones bíblicas de Sodoma y Gomorra. Un antro del placer, el desenfreno y la música al que acudían los famosos como polillas hipnotizadas. Se llamaba Studio 54, y ya tiene su documental, que se acaba de estrenar en Estados Unidos tras su paso por Sundance. Aunque pudiera ser que la leyenda exagerase, Studio 54 fue sinónimo de una Manhattan explosiva. La que va de mediados a finales de los setenta. Previa al apocalipsis desencadenado por el sida y la beligerancia combinada del reaganismo que estaba por venir y los ataques desde el frente rockista. De todo ello, de la creación del paraíso lúbrico, de los llenapistas, de Truman Capote y Diana Ross, de la cocaína, las camas redondas, las modelos y los flashes de los fotógrafos y las colas a la entrada, habla este «Studio 54». Titulado, sencillamente, con el nombre en purpurina de la disco totémica.
Largas madrugadas
No fue el único local que celebró el auge de la cultura disco. Pero sí el que quedó, justamente, en la memoria de varias generaciones. Aquella mezcla de hedonismo y música fulgurante, aquel cóctel de soul cortando con los patrones bailongos y las idiosincrasias de Motown, incendió la imaginación y la madrugada a base de combinar técnicas jamaicanas, artificios europeos, esencias que llegaban del Caribe de habla hispana y rica subcultura homosexual. Una música radiante, vilipendiada durante años, iba a servir de plataforma para conjugar todos los malos rollos que incendiaban la calle y la trágica implosión de los sueños celestes de los hippies, que no levantaban cabeza desde los asesinatos de la Familia Manson y el desastre del concierto de Altamont organizado por los Rolling Stones. Quedaba el amor libre, la revolución de las costumbres, el ascua del erotismo y la certidumbre de que en cualquier momento se podía descubrir otro Watergate, podía desencadenarse una nueva caza de brujas o estallar la guerra en algún rincón del globo. Quién sabe si la mejor idea no consistiría en aguardar el final parapetados bajo el relumbrón de las luces multicolores y los platos estroboscópicos, con el cerebro frito de champán, mucha noche y cocaína.
La historia del club, narrada con pulso y potencia, abarca desde los orígenes del local como teatro deficitario, en los treinta, y luego, durante décadas, como plató de la cadena de televisión CBS. Cuando salió a la venta en 1977 fue adquirido por dos jóvenes procedentes de Brooklyn, Steve Rubell e Ian Schrager. Treintañeros con experiencia en los «nightclubs», venían de montar con éxito varias discotecas. Para cuando se animaron a la aventura en el siempre complicado y exclusivo Manhattan, sabían cómo lidiar con los clientes y generar expectación.
La fiesta apenas duró 33 meses. Suficiente para que hasta el 254 West de la calle 54 llegasen todos. La lista de los habituales constituye un quién es quién de la segunda mitad del siglo XX en EEUU. Mick Jagger y Bianca, Diana y Andy Warhol y, cómo no, la plana mayor de la Factory setentera, de los fotógrafos como Christopher Makos a las starlets de guardia, y de ahí a estrellas del calibre de Liza Minnelli y Elizabeth Taylor, David Bowie y Jackie Onassis, Jerry Hall y John Travolta, y también Cher, Calvin Klein, Al Pacino, Tina Turner y Debbie Harry, Freddie Mercury, Grace Jones, Tommy Hilfiger, Michael Jackson, Robin Williams, Elton John, Lou Reed, Faye Dunaway, Woody Allen y Karl Lagerfeld... Conviene añadir que para cuando abrió Studio 54, la fiebre de las discos ya recorría América. En un reportaje fascinante para «Vanity Fair» de 1996 escrito por Bob Colacello, reputado biógrafo, entre otros, de Ronald y Nancy Reagan, y colaborador de Warhol, comenta que en los dos años previos al club de Rubell y Schrager ya habían abierto cerca de 8.000 en todo EE UU. Pero ninguno fue capaz de ofertar aquella desmesurada combinación de estrellas y venenos, pasarela y locura. Se lo explicó a Colacello la decoradora de Hollywood, y antigua modelo, Kevin Harley: «Parecía que ibas a un lugar nuevo cada noche. Y realmente lo estabas, porque cambiaban todo el tiempo para las fiestas. ¿Recuerdas la de Dolly Parton? Montaron una pequeña granja con pacas de heno y animales de granja vivos: cerdos, cabras y ovejas. Y la fiesta de Halloween: al subir por la rampa en el vestíbulo mirabas a través de unas pequeñas ventanas a pequeñas cabañas con enanos [reales, enanos reales, contratados de figurantes] haciendo cosas. La que mejor recuerdo fue una familia de enanos que comía una cena formal. Aquello era fiesta continua. En esos días no había rastro de culpa. La decadencia era positiva. La cocaína era positiva. No tenía efectos secundarios. O eso creíamos...».
El filme ha sido dirigido Matt Tyrmauer, un periodista de «Vanity Fair» que alterna los reportajes para la revista con la dirección de prestigiosos documentales. El primero de ellos, dedicado a Valentino, le reportó numerosos premios, incluido el Hugo, en 2008. En el penúltimo , «Scotty and the secret history of Hollywood», indagaba en las desenfrenadas peripecias de Scotty Bowers, el legendario amigo de las estrellas de la Meca del Cine en sus años dorados, conseguidor de sexo que compartió aventuras, cama y amantes con, entre otros, Spencer Tracy y Katharine Hepburn, Charles Laughton, Lana Turner, Cary Grant, Ava Gadner, Randolph Scott y los duques de Windsor. Su carrera, discreta, se prolongó de finales de los cuarenta, cuando volvió de la II Guerra Mundial, y hasta la llegada del sida. No sorprende, en fin, que a Tymauer le haya atraído la escena. Siempre ha prestado atención a la secreta historia de la lujuria, a las bambalinas de la cultura y a las variables políticas, sociales e históricas que posibilitaron el triunfo de popes como el divo Valentino o la activista y escritora Jane Jacobs, salvadora del Village neoryorquino ante la piqueta de reformadores urbanísticos tan eficaces, megalómanos e insensibles como Robert Moses, y a la que Tymauer brindó en 2016 el estupendo documental «Citizen Jane: battle for the city».
En «Studio 54» convergen muchas de las obsesiones del director. Está la gran ciudad, depredada por la quiebra económica, la violencia de los pequeños delincuentes, la sombra omnímoda de la mafia, el rencor generado por los conflictos raciales, el agotamiento suscitado por las aventuras bélicas en el Sudeste Asiático y la decadencia de una Times Square tomada por las industrias de la prostitución y la pornografía. Está, asimismo, la evidencia de que la Nueva York de la época perdía clase media a chorros mientras los muelles se quedaban desiertos y las pequeñas industrias, los talleres de Midtown, las fábricas que empleaban a dos docenas de operarios, cerraban para dejar detrás una desolación en forma de lugares abandonados y lofts a la espera de las ratas y edificios quemados con la esperanza de cobrar el seguro. Del lado positivo, el espectador descubrirá la imparable ola de aspirantes a artistas, músicos con sueños de guitarras eléctricas, cineastas underground, pintores y escultores, novelistas y dramaturgos que encontrarán las puertas abiertas de una ciudad con los alquileres en caída libre y cientos de edificios que ocupar por dos dólares. Siempre, claro, que no fuera un problema subsistir sin calefacción a los inviernos de 20 bajo cero o compartir portal con los yonquis y las habitaciones con cucarachas del tamaño de elefantes.
La hoguera de las vanidades
Lejos y cerca de todo, Studio 54 fue la trinchera en la que cultivar el sueño de codearse con los auténticamente grandes, ya fueran Gina Lollabrigida o los Stones de vuelta de una gira. Una hoguera de las vanidades que atrajo la atención de las autoridades, sospechosas de permitir bacanales y marcadas por las toneladas de coca que circulaban, y que cerró cuando sus dueños, Rubell y Schrager, para entonces ya entronizados como dioses de la farándula, fueron detenidos por evasión de impuestos. Creyeron que podrían echarle un pulso al FBI y otro más al fisco y acabaron entre rejas durante 3 años. Hubo una segunda época, entre 1981 y 1986, con muchos de los famosos todavía acudiendo a diario y conciertos de Madonna, Roberta Flack o Culture Club, pero el dúo original ya no estaba al cargo y algo precioso se perdió en el camino. Imposible recrear la sed y la inocencia cuando el sida mataba por cientos en los cercanos hospitales. Eso sí, la hierba resplandeció como un neón en llamas durante aquellos dos años y medio. Es lo que le dijo la diseñadora y ex princesa Diane Von Furstenberg a Colacello en el 96: «Fuimos la generación que fue joven entre la píldora y el sida... y realmente sabíamos cómo divertirnos». También eran jóvenes, famosos y ricos. Se lo pasaron pipa, y «Studio 54», el documental, lo cuenta sin moralinas ni excesiva fanfarria.