Crítica de teatro

“Adolfo Marsillach soy yo”: Incomprensible apertura de Almagro ★★☆☆☆

Tiene poco sentido que la Compañía Nacional haya abierto el festival los dos últimos años con piezas que se alejan del espíritu que Ignacio García busca en esta cita

Núria Espert (izda.) y Natalia Huarte sobre las tablas de Teatro Adolfo Marsillach de Almagro
Núria Espert (izda.) y Natalia Huarte sobre las tablas de Teatro Adolfo Marsillach de AlmagroPABLO LORENTE FOTOGRAFIA; Pablo Lorente

Dramaturgia: Xavier Albertí (sobre textos de Adolfo Marsillach). Director: Lluís Homar. Intérpretes: Núria Espert, Carlos Hipólito, Lluís Homar, Natalia Huarte, Adriana Ozores, Blanca Marsillach, Dani Espasa y María Hinojosa Montenegro. Teatro Adolfo Marsillach (Hospital de San Juan), Almagro. 30-VI-2022.

Si el empeño de Ignacio García, director del Festival de Teatro Clásico de Almagro, es ante todo poner en valor el patrimonio del Siglo de Oro español dentro y fuera de nuestras fronteras, no está encontrado demasiada ayuda en quien, precisamente, debería ser, y ha sido hasta hace muy poco, su principal y más poderoso aliado: la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Poco sentido tuvo que esta unidad de producción pública, cuyo ideario artístico es en teoría el mismo que el del festival, se presentase el año pasado a inaugurar la cita veraniega con Shakespeare, y mucho menos sentido tiene aún que, este año, lo haga con una lectura dramatizada de textos de Adolfo Marsillach. Que la CNTC quiera rendirle un homenaje a su fundador es una iniciativa justa, generosa y plausible que bien se podía haber desarrollado con menos grandilocuencia –y, por tanto, con más sentido poético– en otro de los muchos espacios escénicos con los que cuenta Almagro; pero que ese homenaje, con un formato de lectura y con unas hechuras tan ampulosas, se convierta en el espectáculo de apertura de quien ha de ser el buque insignia del festival… no hay quien lo entienda.

Junto a Blanca Marsillach, que no puede sino desentonar en el elenco, un grupo de grandes actores –Carlos Hipólito, Adriana Ozores, Lluís Homar, Núria Espert y Natalia Huarte– repasa algunas de las variadas reflexiones que Adolfo Marsillach dejó escritas en torno a diversas cuestiones teatrales: la manera de decir el verso y las particularidades de su oralidad con respecto a la prosa, las dudas artísticas de un director escénico en su relación con los actores y el público, la posible vigencia o no de los argumentos en los textos clásicos… o el tan traído y llevado canon… son algunos de los temas que salen a colación. No se entiende muy bien dentro de ese discurso dramatúrgico, sin embargo, la inclusión de un texto sobre el gato del autor ni la entrevista a Núria Espert acerca de su trayectoria profesional.

Carlos Hipólito conoció a Marsillach durante los años 90
Carlos Hipólito conoció a Marsillach durante los años 90PABLO LORENTE FOTOGRAFIA; Pablo Lorente

Pero, en cualquier caso, el gran problema es que esos asuntos, los que tienen enjundia, están tratados bajo una perspectiva ensayística; por más que se advierta la fina ironía de Marsillach, no hay en esos escritos nada teatral, ni tampoco poético, que permita vislumbrar en ellos una desconocida dimensión escénica. Dicho de otro modo, el espectáculo no aporta nada a lo que ya estaba tan bien plasmado en el papel. Y menos si tenemos en cuenta que los temas que se abordan son interesantes, sobre todo, para los espectadores que están ya vinculados a la profesión teatral y, especialmente, dentro de estos, para los amantes del teatro clásico, los cuales, precisamente, conocen desde hace muchísimos años todas estas teorías y reflexiones; entre otras cosas, porque son las que han permitido a la CNTC, con sus distintos directores a lo largo del tiempo, avanzar y llegar donde había llegado, a pesar de que algunos dentro de la institución parece que hayan estado en una burbuja y crean estar ahora descubriendo la pólvora.

Por lo demás, la función cuenta con buenos actores, como digo, y su factura, como no podía ser de otra manera tratándose de una gran producción pública, es más que correcta. En ella destaca la sencilla escenografía –apenas hay otra cosa que un sillón a la vista del espectador– y, muy especialmente, la iluminación de Pedro Yagüe. Por otra parte, en estos tiempos en los que la duración de los espectáculos suele ser directamente proporcional a la pretenciosidad de los mismos, se agradece sobremanera que la función apenas llegue a los 70 minutos.

Todos esto contribuye a que el espectáculo sea digerible; nadie va a llevarse las manos a la cabeza, ni mucho menos, después de verlo. Pero, por muy benévolo que intente ser, el espectador que sea amante del teatro clásico y que haya seguido la trayectoria de la CNTC no podrá evitar preguntarse: ¿qué demonios pinta esto aquí y cuánto dinero ha costado?

Lo mejor

Los esfuerzos de Natalia Huarte, posiblemente la única que, por su juventud, se ha tomado esto en serio, para dar empaque al producto.

Lo peor

La desorientación absoluta en la que anda inmersa la Compañía Nacional en los últimos tiempos.