Desde Rusia con amor: Ángel Gutiérrez lleva a Chéjov al CDN
El Teatro Ruso Chéjov produce la última obra del dramaturgo, con Marta Belaustegui
Decir Ángel Gutiérrez es decir Anton Chéjov. El director que fue un día un pequeño pastor en el pueblo asturiano de Pintuelles, y que con la Guerra Civil tuvo que abandonar su tierra aún niño y viajar a Rusia, donde se crió y convirtió en amante de la escena, ha sido quien más veces –y, a menudo, con más sensibilidad– ha llevado al autor de Taganrog a las tablas en nuestro país y en muchos otros. Vivió en el pueblo donde Chéjov nació en 1860, siguió sus pasos por Yalta y Sajalín, en la Rusia oriental, conoce su teatro, sus cuentos, sus relatos humorísticos en la revista «La libélula», sus cartas y apuntes personales –«no se puede hacer a Chéjov sin leer sus diarios, son maravillosos», deja claro–, y llegó a tratar a su hermana en Yalta. La propia compañía que dirige, el Teatro Ruso Chéjov, lleva el nombre de su venerado autor. Bien sea en Rusia, en Moscú, en San Petersburgo o en Taganrog, bien en Madrid, donde regresó en los años 80 para montar un pequeño y delicioso teatro, su criatura más personal –primero Estudio 80, luego Teatro de Cámara, hoy en manos de otros, aunque ésa es otra historia–, Gutiérrez ha dirigido casi todos los grandes textos chejovianos, algunos varias veces: «Tres hermanas», «La gaviota», «Tío Vania», «El oso»... Con una notable excepción: «El jardín de los cerezos».
Su debut en un teatro nacional
Hasta 2014 no se había animado a montarla, salvo en la Escuela de Arte Dramático, y qué mejor manera de dar el paso que en una producción de su compañía que visitó el festival de Melijovo el año pasado y que aterriza con algunos cambios en el Centro Dramático Nacional, la primera vez en toda su vida que el director trabaja en un teatro nacional en España. «Ha sido una obra señalada. Yo le tenía mucho miedo», confiesa Gutiérrez. «Es una pieza cósmica: hay que leerla muchas veces para entender lo que dice. La misma protagonista es muy contradictoria, porque la vida es así. Y las mujeres también lo son, y más las rusas», reflexiona el director. «Chéjov es un enigma», asegura. «Entendía muy bien al ser humano, la ambigüedad del hombre, su capacidad camaleónica, que decía Ortega. Era médico, por eso conocía bien el corazón humano, el dolor de las personas. Él mismo estaba enfermo, desde joven sabía que cada día que pasaba era el último y así los vivía. Ése es el leitmotiv de esta obra: el tiempo es efímero. La vida es ese instante que ya pasó».
«El jardín de los cerezos» es la última obra que Chéjov estrenó, en el Teatro del Arte de Moscú, el 17 de enero de 1904, antes de morir de tuberculosis a principios de julio de ese año. La propia obra, bella como pocas, es una despedida, pero no la de Chéjov, sino la de todo un siglo, la historia de una nación que presagiaba lo que habría de venir, en 1905 primero –el desastre de la guerra ruso-japonesa y los primeros motines populares–, y con la revolución bolchevique una década después. La historia de una familia de terratenientes que han vivido un sueño de mansiones y días ociosos y que ven esa existencia desaparecer ante la decadencia, el paso del tiempo y el impulso de los nuevos comerciantes, encarnados por Lopajin. «Chéjov ha vivido tanto, ha visto tanto sufrimiento, que nos comprende muy bien. Sabe que tenemos problemas para los que no hay solución», cuenta el director. «Escribía sobre el hombre, sobre nosotros. Lo suyo no era una cosa literaria para pasarlo bien junto a la chimenea mientras se toma un whisky», señala. El mensaje de fondo es esperanzador: «Eso es la vida. Hay que sobreponerse. Es lo que Chéjov hace en toda su obra».
Su admiración por el dramaturgo va más allá de lo literario, y Gutiérrez glosa su carácter generoso, cómo invertía sus ganancias como médico rural y escritor en escuelas, librerías y hospitales en Taganrog, o cómo era admirado por Tolstoi, entonces ya una gloria nacional, Gorki o el Nóbel Bunín. Y asegura Gutiérrez: «Lopajin formula el sentido de la vida: ¿para qué vivimos cada día? Para perfeccionarnos y ser mejores. Eso al menos pensábamos de jóvenes».
La obra arranca cuando Lubov Andréievna, una dama incapaz de manejar con cabeza el dinero, que se le ha ido yendo como arena entre los dedos, regresa a la casa de campo familiar acompañada por su hermano Leonid, llamado Gáiev, su hija Ania y su hija adoptiva Varia. Allí, Lopajin, hombre de extracción social baja, comerciante hábil y buen amigo de la familia, tratará de hacerla entrar en razón con la única forma posible de salvar las finanzas familiares: vender el huerto del título, que representa los días felices pasados, para que se construyan dachas populares, «algo tan vulgar». Es mayo, como ahora. Los cerezos están en flor. Pero ya nada será como fue.
Gutiérrez se rodea siempre de alumnos y ex alumnos de su escuela. Y lo han sido la Lubov y el Gáiev de este montaje, Marta Belaustegui y Germán Estebas. La actriz fue Varia hace años en la versión de estudiantes que dirigió Gutiérrez y ahora da vida a la madre de aquella. «Que Chéjov elija para Lubov un nombre que traducido significa ‘‘amor’’ la describe muy bien –explica Belaustegui–. Lubov es un alma libre. Vive en los extremos, no tiene término medio: ama y se equivoca con pasión, es frívola, dulce, fuerte... Me parece que Chéjov ama a las mujeres y las conoce muy bien. En Lubov hay un poco de todas las mujeres de sus obras: de Arkadina, de Nina, de Elena Andreiévna... Ella recoge todo su dolor».
Sirvientas y esclavos
También proceden de su escuela Jesús García Salgado (Lopajín), Lorena Neumann (Ania) y Laura Martínez (Varia). Cristina Martínez, Alicia Cabrera Díaz, Keesey Harmsen y José Luis Checa dan vida a Sharlotta, Duniasha, Yasha y Firs, respectivamente, una telaraña de institutrices, criadas y esclavos manumitados fieles a la familia. Una Rusia que ya nunca más será, algo que sólo parece entender el eterno estudiante Trofímov (José Rubio). David Izura y Juan Ceacero, entre otros, forman parte también de este fresco coral, como es habitual en Chéjov, el retrato de una época de cambio. «Se ha dicho que esta obra es un funeral por el siglo XIX –cuenta Gutiérrez–, pero para mí lo es de todos los siglos». Chéjov ha visto el materialismo, el dolor, el egoísmo del hombre. Gutiérrez, 82 años de memorias, dice con pesar: «El mundo está muy enfermo, está loco. Yo me voy a Pintuelles, mi aldea, allí donde fui pastor de niño y el único sitio donde me siento yo mismo».
- Cuándo: desde hoy al 24 de mayo.
- Dónde: Teatro Valle-Inclán. Madrid
- Cuánto: de 19 a 24 euros. Tel. 91.505.88.01.