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«Ensayo»: La existencia en un vómito dialéctico

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Autor: Pascal Rambert. Director: Pascal Rambert. Intérpretes: Fernanda Orazi, María Morales, Jesús Noguero e Israel Elejalde. El Pavón Teatro Kamikaze (La Sala). Madrid. Hasta el 8 de octubre.
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Tras el éxito de «La clausura del amor», el autor y director francés Pascal Rambert vuelve a aterrizar en nuestro país con otra obra muy parecida que, si bien cuenta con una estructura dramatúrgica idéntica –no hay diálogos, sino una sucesión de monólogos– y un marco contextual muy parecido al de aquélla –los personajes también se dedican al mundo de la interpretación–, es más ambiciosa en el plano formal –ahora son cuatro, y no dos, los personajes que defienden sus respectivos monólogos mientras los otros interactúan en silencio– y también en el plano conceptual, puesto que el tema matriz del desamor, en esta ocasión, va mutando a lo largo de la función en otros asuntos igualmente universales: la tensión entre el deseo espontáneo, fuera de toda norma, y el amor convencional en pareja, la amistad, la traición, el sentido último del grupo («la estructura», para el engolado Rambert), la lealtad a uno mismo, la manipulación no solo del lenguaje, sino también de los actos y los gestos («el acto»), etc. No parece casual que esta poliédrica reflexión del autor se aborde en la trama desde un lugar como es la sala de ensayos donde una compañía formada por cuatro amigos está trabajando: como ya nos mostraron los clásicos, el teatro funciona a la perfección como el más diáfano espejo del mundo. En ese microcosmos de la sala de ensayos, que simboliza el más amplio universo humano, Rambert vuelve a recurrir a un lenguaje extremada y deliberadamente intelectualizado –y por tanto desnaturalizado– para hacer emerger sobre el escenario, con paradójica y muy lograda naturalidad, algunas ideas demoledoras sobre nuestra condición moral y nuestra responsabilidad social. Sostener con entereza ese lenguaje, en el que se ve siempre más al autor que a los personajes, exigía contar con cuatro actorazos que no permitiesen que la función acabase a los cinco minutos convertida en algo parecido al petulante y aburridísimo discurso de un poetastro megalómano. Y lo cierto es que el director francés se ha rodeado aquí de cuatro de los mejores intérpretes de nuestro panorama teatral. Sin duda, entre ellos es Fernanda Orazi la que tiene la papeleta más difícil, puesto que es ella la que abre el verde melón y la que tiene la ingrata labor de prender la mecha en el juicio del espectador con un texto que aún está muy cubierto de escarcha. No obstante, la actriz logra el objetivo con mucho mérito. Tras ella, María Morales se luce variando el tono hacía un registro más evocativo y conmovedor para hablar del deseo, del contacto físico («El mundo es una piel», dice). Aquí el lenguaje se hace más llano y la poesía suena más verdadera; y ella lo aprovecha. Al igual que aprovecha ese mismo descenso al mundo real Jesús Noguero, que toma el relevo con una hermosísima disertación acerca de la soledad y el miedo
–expresada con sus sobrecogedoras inflexiones de voz– y que termina interpelando al espectador directamente acerca del papel que ha de jugar en esta historia y en la vida. Es entonces cuando le toca el turno a Israel Elejalde, que retoma esa misma interpelación que ha de servir de desenlace a la obra con impecable talento y eficacia, pero que se ve obligado, de nuevo por el texto, a subirse a la atalaya desde la cual el autor se empeña en mirar la realidad. Como consecuencia, el espectador se marcha finalmente con la razón bien encendida, eso es incuestionable, pero quizá salga algo más apabullado que verdaderamente persuadido.

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