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«Natta»: La fealdad y el humor de un payaso

Dirección: Juan Dolores. Autor:Juan Dolores caballero. Intérpretes: Manuel Solano y Eba Rubio. Teatro Fernán Gómez. Madrid.
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Últimos días del predominio de los espectáculos infantiles en la cartelera y, por tanto, últimas oportunidades para ver «Natta», la creación orientada al público familiar con la que Teatro del Velador ha recalado en Madrid en estas fechas.
Es digno de encomio, en primer lugar, que una compañía como la andaluza, caracterizada por explorar lo grotesco, lo exagerado y hasta lo repugnante de la sociedad y del hombre, arriesgue para tratar de tender puentes a los espectadores del mañana y para hacerlos partícipes también, a través del humor, de esa realidad deformada que funciona como indefectible reverso de lo que somos o de lo que pretendemos ser. Y parece que esa conexión entre la sordidez adulta y el despreocupado mundo infantil, a juzgar por la reacción de algunos risueños jovencitos en el patio de butacas, logra establecerse, al menos entre los que no son tan pequeños, en este espectáculo.
Tomando el circo como fuente de inspiración, «Natta» nos cuenta la absurda relación de amor y despropósitos que protagonizan dos payasos, de aspecto sucio y comportamiento no demasiado pulcro, cuando se disponen a ofrecer un particular concierto de violín y piano. A partir de aquí surgen los imprevistos, la trama va evolucionando ligeramente, los desatinos se van sucediendo y los instrumentos terminan siendo empleados para casi todo menos para hacer música.
En un montaje que se mueve a medio camino entre el surrealismo del estrépito circense al que homenajea y el espectáculo de teatro al uso, con cierto desarrollo dramático, el director Juan Dolores Caballero logra plasmar la misteriosa mezcla de melancolía y diversión que siempre entraña el universo de los payasos y que hace que casi todos experimentemos hacia él un contradictorio sentimiento de ternura y ojeriza. Pero además, esa contradicción generalizada del espectador, parece extenderse en «Natta» a la propia relación entre unos personajes, muy bien interpretados por Manuel Solano y Eba Rubio –prodigiosa convirtiendo su cuerpo en una figura aparentemente inanimada–, que conviven sobre el escenario afectuosamente en ocasiones y, en otras, casi con absoluta desafección.
Hay que señalar, sin embargo, que es este un claro ejemplo de la laxitud que muestran las compañías a la hora de establecer un mínimo de edad recomendable para poder disfrutar del espectáculo. Y no es esta una cuestión de rigidez o censura; se trata, simplemente, de que una obra de estas características difícilmente puede enganchar a un niño de 9 años en la misma medida que a un chaval de 12 o, incluso, a un adulto.