Tom Hanks, el héroe de la Guerra Fría
James B. Donovan, brillante abogado de seguros que se convirtió en campeón de la Justicia en la defensa de un espía soviético, es el hombre detrás del filme "El puente de los espías"
A las 8 de la mañana del 10 de febrero de 1962, James B. Donovan se halla a orillas del río Havel, junto al puente de Glienicke, una estructura de acero que conecta el sector americano de Berlín con Potsdam, en la República Democrática de Alemania. Junto a él, un amigo de Gay Powers, necesario allí para reconocer la autenticidad del piloto del U-2 prisionero de los soviéticos; cinco metros más atrás, un policía custodia a Rudolf Abel, pieza capital del espionaje soviético en Estados unidos a comienzos de los años cincuenta. En el otro extremo del puente, a 128 metros de distancia aunque no se ve nada a causa de la niebla, espera Gari Powers, acompañado por Ivan Schischkin, alto oficial de la KGB, y un grupo de guardias de fronteras. A 20 grados bajo cero todos están helados y tratan de atenuar el frío pateando con sus zapatos el suelo nevado.
De pronto, a las 8,15, llega corriendo un soldados del puesto de guardia norteamericano: los soviéticos acababan de entregar en el paso berlinés de Checkpoint Charlie al estudiante Frederick L. Pryor, acusado de espionaje, a sus padres y a un funcionario de la embajada de los EE.UU. Vía libre para el intercambio. A las 8.20, Donovan se dirige hacia el centro del puente, donde se para; desde el otro extremo avanzan el agente de la KGB con el piloto, que es reconocido por su amigo y pronto se difumina en la niebla camino de la zona occidental; Rudolf Abel llega, a su vez, al centro del puente y tiende la mano a Donovan:
“Adiós, Jim”.
"Buena suerte, Rudolf.”
De traidor a héroe
Los medios informativos estadounidenses aclamaron al nuevo héroe nacional, olvidándose que poco antes lo vituperaban como traidor por defender a un espía soviético, Rudolf Abel, que había colaborado a los avances nucleares de la URSS.
James B. Donovan (1916), hijo de una profesora de piano y de un cirujano de ascendencia irlandesa, había estudiado lengua inglesa porque quería ser periodista, aunque cambió el rumbo para convertirse en un prometedor abogado cuya carrera fue interrumpida por la II Guerra Mundial. Habilitado como oficial, fue destinado a la OSS, el servicio de inteligencia de Estados Unidos antecesor de la CIA, donde realizó trabajo de espionaje y contraespionaje. En 1945, trabajó en Alemania como ayudante del juez Robert H. Jackson en la preparación del Proceso de Núremberg. Ya desmilitarizado, en 1946 volvió a la abogacía especializándose en seguros y emprendiendo una brillante y lucrativa carrera profesional.
Su futuro de abogado rico fue interrumpido en agosto de 1967 cuando, hallándose de vacaciones, le comunicaron que el Colegio de abogados le había endosado la defensa de oficio del espía soviético Rudolf Abel que había sido capturado por el FBI unas semanas antes. Quizá hubiera podido soslayar ese regalo envenenado, puesto que él se dedicaba a los seguros, pero aun intuyendo que perdería el caso y que, además, se convertiría en un personaje impopular tras la indignación norteamericana por el robo soviético de sus secretos nucleares y en plena resaca de la “Caza de Brujas desplegada por el Senador Macharty” y de la antisoviética “doctrina Eisenhower”, aceptó el caso porque “No puedo rechazar un servicio público (...) Proporcionaré a Rudolf Abel (cuyo nombre real era Vílyam Génrikhovich Fisher) una defensa honesta en la que emplearé toda mi capacidad como servicio a mi país y a mi profesión”.
Y para demostrar que no le movía interés económico alguno anunció que donaría sus emolumentos a instituciones benéficas. De poco le sirvió su altruismo: durante meses hubo manifestaciones ante su domicilio, le enviaron centenares de cartas insultantes y amenazadoras e innumerables llamadas telefónicas del mismo talante y sus hijos sufrieron el desprecio de sus compañeros de colegio.
Sentencia decidida
Del proceso de Abel fue tan largo como sencillo: el espía no abrió la boca para admitir acusación alguna, pero las pruebas eran abrumadoras: su emisora de onda corta, sus aparatos fotográficos para hacer microfilms, sus objetos “inocentes vaciados”, para ocultar microfotografías: monedas, tornillos, lapiceros, gemelos, sus mapas, con las instalaciones militares norteamericanas... Y de nada sirvió la argumentación de Donovan de que las pruebas habían sido conseguidas ilegalmente porque el veredicto de culpabilidad estaba decidido en aras de la seguridad nacional.
En las actuales circunstancias de alarma terrorista estamos viviendo una situación similar y sirven todavía las palabras de repulsa de Donovan contra la sentencia: “Abel es un extranjero inculpado por el grave crimen de espionaje soviético. Parece anómalo que nuestra constitución proteja a un hombre como él. Sin embargo, nuestros principios están grabados en nuestra Historia y en las leyes de nuestra tierra. Si el mundo libre no es fiel a sus propios códigos morales no perdurará una sociedad que otros puedan codiciar”. Abel fue condenado a 37 años de prisión.
Una intuición genial
La apelación alcanzó la Corte Suprema, donde la hábil argumentación de Donovan no logró modificar el veredicto, aunque sí poner a los jueces en un brete: 5 votos contra 4, y suscitar la admiración profesional. Earl Warren, presidente del Tribunal Supremo –que luego se haría universalmente famoso por el Informe Warren, sobre el asesinato del presidente Kennedy- alabó su actuación y le expresó la gratitud de toda la corte por la donación de los emolumentos de su trabajo.
Pero el caso no estaba cerrado. Contra Abel pesaba haber incurrido en espionaje militar y atómico, que acarreaba la pena de muerte. Donovan la recurrió con argumentos tan convincentes que fue revocada. El último de ellos muestra tanto su habilidad como su perspicacia: "Es posible- dijo- que en un futuro previsible un estadounidense o un aliado sea capturado por la Rusia soviética; en ese momento, sirviendo los mejores intereses nacionales de los Estados Unidos, podría estudiarse un intercambio de prisioneros gestionado por vía diplomática”.
Mientras jugaba al golf en Escocia
Ese “futuro previsible” tardó poco en presentarse. El 1 de mayo de 1960 fue derribado sobre la URSS el avión espía U-2, pilotado por Gary Powers. Estados Unidos dio por perdidos a avión y piloto, pero lo que no pudo saber es que los rusos recuperaron gran parte del avión y a Powers con vida. El asunto se convirtió en un escándalo internacional cuando el secretario general soviético, Nikita Kruschov denunció el caso en la conferencia de París, en la que iba a negociar con el presidente Eisenhower un acuerdo sobre limitación de armas nucleares.
Naturalmente, la conferencia fracasó, pero en los subterráneos de la política a alguien se le ocurrió la posibilidad de intercambiar a Powers por Abel y buscaron a Donovan como mediador. En 1962, el abogado comenzó a tejer la red de contactos necesaria para resolver el caso. Al final, en enero de 1962 -mientras su familia le suponía jugando al golf en Escocia- se dirigió a Berlín con la misión de sacar del Telón de Acero a Powers y a dos estudiantes retenidos bajo la acusación de espionaje. Sin cobertura legal, jugándose la libertad y la vida en aquel Berlín de 1962 en que se estaba erigiendo el Muro, Donovan actuó sólo porque era importante para su país y logró el intercambio del puente de Glienicke, incluyendo la liberación del segundo estudiante, Marvin Makinen, meses después.
El libertador de Bahía de Cochinos
James B. Donovan gozó de gran estima profesional y política, tanto que después del desastre de Bahía de Cochinos, donde algunos millares de disidentes cubanos, encuadrados y armados por la CIA, intentaron invadir Cuba para terminar con el castrismo, se recurrió a sus servicios para que lograse la libertad de los 1.113 expedicionarios que habían sido capturados. Tras arduas conversaciones y varias visitas a Fidel Castro, logró la puesta en libertad de los prisioneros e, incluso, logró que el régimen permitiera la salida de la isla de unas 8.000 personas más para reunirse con sus familiares en Estados Unidos. El costo de la operación fue de 52 millones de dólares, que Donovan logró de aportaciones privadas y que entregó a Cuba convertidos en medicamentos y comida.
Donovan falleció en enero de 1970, a punto de cumplir 54 años. Pese a la celebridad de que gozó, a sus condecoraciones, al éxito de sus libros (Strangers on a Bridge, The Case of Colonel Abel, 1964 y Challenges: Reflections of a Lawyer-at-Large, 1967), su nombre fue olvidado y no figura en ninguna de las historias generales que hablan de la Guerra Fría y analizan los asuntos en que intervino. Del olvido le ha rescatado la película de Steven Spielberg, cuyo guión ha sido realizado, con las habituales libertades, sobre Strangers on a Bridge.
Por cierto que hace cincuenta años, tras haber leído el libro, Gregory Peck –que tenía exactamente su misma edad- se ofreció a interpretar al abogado e, incluso, se entrevistó con él. Donovan accedió, aunque hubiera preferido que su papel lo asumiera Spencer Tracy, cuyo papel en Vencedores y Vencidos (1961) le había conmovido. Al final, la película no se hizo y ha esperado a Spielberg/Hanks para conquistar las carteleras.