Última lección de Pissarro
Pissarro inicia la década de 1860 con una pintura lastrada aún de formalismos. Por esa época trabaja el paisaje rural, el campo, el camino, la aldea, con todas las oportunidades enriquecedoras que ofrecen las líneas de fuga. Su pincelada no ha alcanzado aún la soltura que lucirán sus telas posteriormente. Esa manera de captar la realidad, la luz, que identifica el impresionismo, y que irá cincelando con los años, la experiencia y el encuentro con amigos y compañeros, co-mo Cézanne o Renoir. «Él fue el primer impresionista. El que redactó los estatutos de los impresionistas y el que hizo más para cohesionar a ese grupo de artistas, porque siempre había algo que los separaba. Y así lo hizo hasta que, al final, ya resultaban imposible mantenerlos unidos», explicó Guillermo Solana, comisario de la exposición que el Museo Thyssen-Bornemisza dedica a Pissarro. Una muestra, la primera monográfica de este artista en España, que reúne 79 obras del maestro. El recorrido comienza con esos tanteos tímidos que le conducirán a su estilo y termina en las escenas urbanas que ocupan las últimas salas. «Hay varios aspectos que le distinguen de Monet –apuntó ayer Solana–. El primero es su manera de trabajar. A diferencia de él, Pissarro prefiere permanecer en un sitio y profundizar en sus posibilidades. Otro aspecto, es que él está interesado en los rasgos vitales del campo: retrata campesinos y pastores. La tercera distinción es que Monet es un pintor del agua, mientras que Pissarro es un impresionista de tierra adentro. Solamente al final, se valorará el agua».
La sombra de Monet
Esta exposición es una reivindicación de este artista, «humilde y colosal», como lo definió Cézanne. Una manera de rescatarlo como uno de los padres de este movimiento y quitarle la etiqueta de pintor de segunda fila –una maldición que también recayó sobre Sisley– que arrastra desde aquellos años. «Quedó eclipsado por Monet, porque este pintor era más seductor, más colorista, más comercial y su lenguaje llegó al público de una manera más eficaz», aclaró Solana durante la presentación.
A pesar de participar en los diferentes salones y contar con el reconocimiento de sus colegas, Pissarro no ha sido tan reivindicado como otros pintores de esa época. Sus obras eran más «difíciles», pero, a pesar de eso, y a diferencia de sus compañeros de viaje, él sintió la necesidad de crear escuela, de entregar los conocimientos que había adquirido a jóvenes pupilos que comenzaban a abrirse paso en el mundo del arte. Esta faceta pedagógica es prácticamente ine-xistente en otros maestros de su periodo. Dio consejos, por ejemplo, a Matisse o Van Gogh. Para ellos, igual que para Gauguin, era «una figura patriarcal», un «buen Dios», que es justo lo que desprende ese autorretrato de 1903 en el que aparece con una barba poblada y canosa y un sombrero calado hasta las cejas. Este óleo abre la exposición y, a partir de aquí, el visitante puede observar cómo el estilo acaba convirtiéndose en protagonista, muy por encima de lo que se retrata. Al final de su vida, en la década de los 80, Pissarro abandona las escenas rurales para adentrarse en el ajetreo urbano. Retratará el tumulto de las ciudades. Se trasladará para eso a París, Londres, Ruán, Dieppe y El Havre. Su paleta (se exhibe la que él usó en la muestra) de colores vivos se llenará de tonos ocres, marrones y blancos, como puede apreciarse en «Ruán, efecto de niebla», de 1888, donde el agua, como en Monet, es protagonista.
El impresionista que pintaba con tres colores
La muestra de Camille Pissarro parte de seis cuadros, dos que conserva el museo y otros cuatro que posee la Colección Carmen Thyssen Bornemisza. Sobre esa base se ha levantado un homenaje a Pissarro, hoy algo olvidado, pero que en su época fue muy valorado. El propio Cézanne declaró acerca de él: «Todos venimos de Pissarro. En 1865 eliminaba ya el negro, el betún, la tierra de Siena y los ocres. Es un hecho. "Pinta sólo con los tres colores primarios y sus derivados inmediatos", me decía. Así que Pissarro es el primer impresionista».