Un relato inédito del maestro del humor: Los espectros
Presentamos, por cortesía de Biblioteca Nueva, uno de los textos de Jardiel Poncela que aparece en «El hombre que iba a casa del dentista y otros cuentos inéditos»
Presentamos, por cortesía de Biblioteca Nueva, uno de los textos de Jardiel Poncela que aparece en «El hombre que iba a casa del dentista y otros cuentos inéditos»
Voy a confesar algo muy terrible que nunca pensé dar a conocer a nadie; algo que desde hace dos meses, me obliga a vivir en continua convulsión...
Tengo los nervios más alterados que un barómetro de bazar y el organismo más deshecho que un temporal marítimo. Pero vamos por partes, como los telegrafistas. Ante todo, diré que no me tengo por un histérico, sino por un tío equilibrado y tranquilo. En una ocasión recibí un anónimo en el que aseguraban que me iban a matar en un plazo de dos días e invertí aquellas cuarenta y ocho horas en comprar muebles a plazos.
De ahí proviene mi actual ruina, puesto que no me mataron y aún estoy pagando ochocientas pesetas mensuales por un atrezo que hay que sonreírse del que tienen en los teatros.
Esa conducta es la del hombre de sangre frappé. Mi sueño es más pesado que la Ley Hipotecaria. Pues bien: hace sesenta noches que sufro de alucinaciones y que me visitan varios fantasmas.
Os contaré lo ocurrido. La noche del cuatro al cinco de enero pasado me acosté tranquilamente después de leer seis páginas de la Lógica de Abel Rey, sistema que utilizo desde mis nebulosos días infantiles, cuando oí tres golpes dados en la pared. Como en mi casa hay más vecinos que un sereno y el hombre pasa las veladas fuera del domicilio inaugurando portales, comprendí muy pronto que los golpes venían del más allá. Me estremecí, como si estuviese viendo a las nadadoras del Circo Americano.
E inmediatamente me tapé la faz con el embozo, como hace todo el que estando acostado tiene miedo. A pesar del mutis bajo la colcha, percibí claramente el ruido que hacían las dos sillas que decoran mi alcoba deslizándose por el pavimento.
–¡Vaya! –pensé–. Me ha caído en suerte el espíritu de
Raffles y está desamueblando la casa.
El ruido seguía cada vez más fuerte y mis dientes, chocando unos con otros, aplaudían el estrépito. Acudí a la voluntad y, persuadido de hallarme ante el ánima de Raffles, grité:
–¡A mí...! ¡La policía!..
Pero mi grito no surtió efecto. Declamé varios versos, confiado en que siempre que lo he hecho delante de mis amigos me he quedado solo y el ruido persistía. Pretendí encender la luz y la bombilla no obedeció al conmutador. Busqué la caja de cerillas y observé que no tenía ninguna. Intenté hacer fuego frotando las maderas que arranqué de la cama y como si frotase dos pisapapeles.
A oscuras y lleno de congoja pasé la noche; un fantasma que brujuleaba por mi cuarto; escuché cómo se lavaba las manos en mi propio tocador y cómo se afeitaba con mi propia «Gillette».
Al amanecer, el fantasma se marchó llevándose una cajetilla de cigarros que tenía en el bolsillo de mi americana.
Entonces comprendí que mi tío Eustaquio, muerto hace tiempo y poseedor de esa rara habilidad de llevarse el tabaco misteriosamente, era quien había pasado la noche en mi alcoba.
Puse el caso en conocimiento de una amiga, ducha en cuestiones psíquicas, y me advirtió que rezase un Padrenuestro al tío Eustaquio. Así lo hice al acostarme y volví a recibir la visita del tío, el cual se pasó toda la noche fumando. Torné a consultar con mi amiga y me aconsejó que dijera
una misa al tío, porque, sin duda alguna, penaba en el Purgatorio.
No comprendí qué pena puede ser la de un individuo que no se ocupa de nada y fuma de gorra; pero mandé decir una misa inmediatamente.
El fantasma volvió a la otra noche; ya era visible; venia vestido con un traje de pana. Al entrar me dijo: –Gracias sobrino; eres muy amable y te quiero mucho.
Y pasó la noche sentado a los pies de la cama haciendo solitarios.
Por indicación de mis amigas y ante la insistencia del fantasma ordené decir misa a todos los parientes contemporáneos hasta la quinta generación y comencé a buscar la línea de mis ascendientes en 1490, para que también les dijeran misas de mi parte.
Mis noches eran espantosas, porque favorecidos por las misas
venían todos a darme las gracias y hacerme compañía.
Las noches son largas y un poco aburridas. Los fantasmas de mis muertos ideaban multitud de cosas para divertirse: jugaban al surriago, al marro, al paso y la uva; se llevaban mis libros, los vestidos colgados en la percha, los aperos de higiene; uno de ellos, noches pasadas, empezó a quitar mosaicos del pavimento, y pronto le secundaron todos, encantados por haber hallado tan singular entretenimiento.
No pudiendo resistir más, invité a mi vecino el sereno a que me dejara ocupar su plaza.
Accedió, mediante una gruesa suma de duros de la República. Me dediqué a abrir portales; pero mis agradecidos difuntos me siguieron en la nueva ocupación, deseando serme útiles.
Y, por fin, he conseguido verme libre de semejante compañía, porque mientras yo leo los diarios de la noche a la luz de un farol, ellos abren los portales a los vecinos y les dan una cerillita para que suban con facilidad la escalera.