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Un retrato cervantino muy colorista

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Caldara y Matteis: «Don Chisciotte in corte della Duchessa». María Espada, E. González Toro, Joao Fernandes, E.Gavira. Josetxu Obregón. Ignacio García. Auditorio Nacional. Madrid. 17–XI– 2017.
La música de Antonio Caldara, tantos años en Viena, que vivió entre 1670 y 1736, es fluida, transparente y de notable belleza melódica. Las arias, en su mayoría da capo, aunque con una sección B que suele ser breve, a veces monotemáticas variadas, poseen musicales ornamentos. Algunos números llevan instrumentos obligados que dotan a las texturas de un singular y vigoroso colorido, de un agreste y atractivo brillo. Intercalados en los números vocales se incluyen una serie de ballets que Nicola Matteis compuso para el estreno de 1727. En este concierto se nos ha ofrecido una selección de números vocales, instrumentales y danzables interpretados con indudable gusto, gracia y respeto al estilo. Manuel Segovia ha creado una coreografía muy hispana, bellamente estilizada, que bailaron con técnica insuperable y elegancia Cristina Cazorla y David Naranjo y que se acopla estupendamente a la parte estrictamente vocal servida en esta ocasión por tres cantantes idóneos: la soprano lírico-ligera María Espada (Altisidora), penetrante, cristalina, sonora, extensa, infalible en las agilidades, un punto desabrida en varios ataques, pero delicada en algunos pianos muy musicales, como los de su aria «Addio, Signor padrone»; Emiliano González Toro (Don Quijote), tenor viril, de ostensible vibrato, lírico-ligero asimismo, aunque con graves muy audibles y agudo en su sitio, que venció gallardamente la endiablada coloratura de su aria «Vengo pure in campo arnato», de irresistibles caracoleos, y Joao Fernandes (Sancho y don Álvaro), de bien templado instrumento de bajo lírico, oscuro y recio, a falta de redondez y brillo en la franja superior. Obregón, al frente de su conjunto de época, desplegó desde el chelo su reconocido impulso y dotó de energía y lirismo de buena ley una música que respira bonhomía, de sugerente valor descriptivo en ocasiones y dominada de principio a fin por una rítmica contagiosa. Los nueve músicos, con el espléndido Hiro Kurosaki como concertino, tocaron admirablemente, dando el oportuno relieve a cada número y haciendo que el espectáculo de una hora y media se nos pasara volando. A ello ayudaron también, claro, los inteligentes subrayados escénicos de Ignacio García, cuyos sucintos movimientos nos fueron poniendo en situación junto con la narración cervantina ideada por el regista y recitada muy expresivamente por un barbado Gavira, un Quijote o un Cervantes de mínima estatura, que nos fue llevando en volandas.

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