Víctor Manuel III, un rey en manos de Mussolini
El líder fascista lo mantuvo siempre en la sombra, aunque se mostró amable con él
Creada:
Última actualización:
El rey Víctor Manuel III subió al trono de Italia tras el asesinato de su antecesor Humberto I, el 29 de julio de 1900. Aquel funesto día, el anarquista Gaetano Bresci, venido de América, vengó en Monza a los muertos de Adua y de Milán vaciándole entero al monarca el cargador de su pistola. El destino cruel quiso que el rey no llevase puesta aquella calurosa mañana la faja de malla metálica.
Coronado como Víctor Manuel III, el pueblo italiano gozó desde el principio de un soberano culto y seguro de sus decisiones, como un buen Saboya. Con razón, sus padres confiaron su educación al coronel Egidio Osio, que había sido agregado militar en Berlín y admiraba el modelo prusiano. El maestro educó así al futuro monarca en el dominio de varios idiomas y en el conocimiento de las dinastías, la heráldica y la historia militar, los cuales combinó con su pasión por la numismática, la pesca y la caza.
Pese a su físico poco agraciado, con las piernas muy cortas y una estatura tan baja que debió rebajarse la medida de alistamiento a 1,51 metros para no excluir al comandante en jefe del Ejército italiano, Víctor Manuel III colmó al principio las expectativas de gran parte de sus súbditos. Pero acabó refugiándose en la intimidad de la vida privada con la montenegrina Elena Petrovich, corpulenta y más alta de lo normal, con la que había contraído matrimonio en 1896.
Más que en reina, Elena se erigió en una ejemplar madre de familia que enseñaba a sus hijas, empezando por Mafalda de Saboya, a hacer punto, chaquetas y almohadones, y a preparar exquisitos postres. Muy pronto, la popularidad del padre de Mafalda cayó en picado. Tres hechos bastaron para poner de manifiesto su decaimiento imparable: los disparos de revólver contra el coche regio el 14 de marzo de 1912, efectuados por el anarquista Antonio D’Alba; la llamada «Semana roja», dos años después, durante la cual se enarboló el pendón de la República en las ciudades de la Emilia y la Romaña; y el derrumbamiento de tantos tronos al término de la Primera Guerra Mundial.
Víctor Manuel III acabaría en manos de Benito Mussolini. No en vano, llegó a decirse que el Duce envidiaba a Hitler y a Franco porque no tenían un rey. Pero aun así, Mussolini se mostró obsequioso con el monarca, manteniéndolo, eso sí, en la sombra: en esa misma penumbra que el propio soberano no desdeñaba con su escasa vida cortesana, sus contadas relaciones con la aristocracia y su reconcentrada vida de hogar.
Finalmente, tras la crisis política y la humillación que supuso la inesperada muerte de su hija Mafalda y la irremediable pérdida de vista de la reina, Víctor Manuel III abdicó en su hijo Humberto II el 9 de mayo de 1946. Esa misma noche, partió hacia Egipto, donde le aguardaban ya el rey Faruk y la reina Fawzia. Falleció el 28 de diciembre de 1947 en la villa que había comprado en Alejandría y a la que bautizó como Yela, el nombre montenegrino de su mujer, que también padeció en vida el aldabonazo de la muerte de su hija Mafalda.
Dos años antes, un documento providencial, inesperado, había servido para desvelar gran parte del misterio que se cernía entonces sobre la muerte de la princesa italiana Mafalda de Saboya a manos de la Gestapo. Fechado el 14 de julio de 1945 en Berlin-Wannsee y firmado de puño y letra por Tony Breitscheid, esposa del diputado socialdemócrata alemán apellidado así y compañera de Mafalda de Saboya en el campo de concentración de Buchenwald, el legajo ponía al descubierto detalles insospechados sobre el martirio infligido a una buena esposa y madre de familia de estirpe regia por parte del demonio nazi.
Nacida en Roma el 19 de noviembre de 1902 y fallecida en Buchenwald el 28 de agosto de 1944 antes de cumplir los cuarenta y dos años de edad, Mafalda de Saboya era una persona muy sencilla, indulgente, benévola y amable. También era una mujer culta e inteligente, como su padre, con una personalidad arrolladora, además de una madre ejemplar tras el nacimiento de sus cuatro hijos: Maurizio, Enrico, Ottone y Elisabetta. De salud frágil, se enfrentó con toda su ilusión y esfuerzo a cada embarazo, el último de los cuales se desarrolló cuando tenía ya treinta y ocho años. Su vida se apagó demasiado pronto, justo antes de pronunciar estas palabras: «Italianos, yo muero: recordadme no como una princesa, sino como una hermana vuestra italiana».
El importante papel político e histórico del príncipe Enrico d’Assia desató la terrible venganza nazi contra su familia, dado que el príncipe alemán se había desposado con una Saboya. ¿Qué mejor presa entonces que la hija del rey Víctor Manuel III, el soberano del armisticio de septiembre de 1943 que condujo a Italia a la capitulación durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Y qué peor pecado para los máximos dignatarios del Tercer Reich que mezclar la sangre real germana con la de los traidores Saboya? En el exterior de la neoclásica e italiana Villa Polissena, cerca del muro que la rodea, a la izquierda de la puerta de hierro verde dominada por dos leones de mármol a ambos lados, 1se vislumbra hoy un pequeño altar presidido por un relieve de la Virgen con el Niño, a la que Mafalda era muy devota, junto a un busto de la princesa sobre un pedestal.