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Teatro

Violencia sexual y ofrenda fúnebre

Mezclando géneros y lenguajes, la dramaturga y directora María Velasco reflexiona de manera crítica en «Primera sangre» sobre una sociedad que no consigue detener los crímenes contra mujeres

La actriz Valèria Sorolla en una escena de "Primera sangre"
La actriz Valèria Sorolla en una escena de "Primera sangre"CDN

“Una historia que te atraviesa el corazón, escrita con una fuerza, una poesía y una determinación muy especiales”: así describe Alfredo Sanzol, director del Centro Dramático Nacional -entidad que coproductora del montaje-, la nueva obra de María Velasco; un texto que la autora burgalesa tenía claro que tenía que dirigir ella misma. “Primera sangre” está inspirada libremente en el trágico asesinato, aún sin resolver, de Laura Domingo, una niña de seis años que desapareció en 1991 del parque en el que jugaba con sus amigos y cuyo cuerpo sin vida fue hallado 20 días después.

“Es una historia de mi propia infancia: yo tenía la misma edad que Laura Domingo cuando desapareció -explica Velasco-. Este fue uno de los muchos casos de violencia sexual que hubo en los años 90; el crimen de Alcácer fue el más mediático, pero hubo una especie de pandemia que aún no ha cesado”. Partiendo de ese caso concreto, la autora trata de abordar y cuestionar “el relato con el que crecimos las que formamos parte de esa generación”. “Siempre se responsabilizaba a las víctimas -dice- por haber estado en el lugar menos adecuado a la hora menos apropiada: por jugar en la calle, por salir de noche, por hacer autostop… Es ahora cuando podemos entender lo difícil que fue ser dueñas de nuestra libertad sexual en ese contexto de amenazas veladas sobre el terror que acechaba en la calle; y es ahora cuando podemos dejar de ser sujetos pasivos y denunciar todas esas violencias”.

Desde el punto de vista argumental, el caso real ha servido solo para construir una estructura que permitiera a Velasco desarrollar la historia de dos niñas cercanas al entorno de la víctima y ahondar en la huella que un asesinato como aquel puede dejar en el desarrollo de cada una como persona. “María (Valèria Sorolla) y Zaira (María Cerezuela) forman un dúo que representa prácticamente el yin y el yang -afirma la autora-. Son dos polos opuestas. Una de ellas va a vivir como una especie de Antígona entre los vivos y los muertos, muy unida a esa herida pasada, al recuerdo y a la melancolía. La otra, sin embargo, a pesar del ambiente tórrido que la rodea, termina despegando y rebelándose contra la pena y el dolor”. Pero también la víctima se convierte en un personaje más, “una especie de médium” interpretada por la bailarina Javiera Paz.

“No hemos querido construir con ella un fantasma frágil -aclara la directora-; hemos optado por darle toda esa vitalidad de la niña que era”. Junto a esta “terna” infantil, el otro gran protagonista es el comisario que tendrá que llevar a cabo la investigación, papel que recae en Francisco Reyes. Con respecto a él, manifiesta la directora que “tiene un arco vivencial de transformación muy grande; vemos cómo la frialdad con la que ha habitado otros casos que ha investigado antes evoluciona hasta una especie de despertar, de anagnórisis”.

Y asegura que ese personaje, inspirado hasta cierto punto en su propio padre, vino hasta ella de pronto y le obligó a cambiar el punto de vista con el que había empezado la obra: “Mi padre es un hombre que trabaja de fontanero y mi madre es un ama de casa que estudió con la Sección Femenina. Él siempre quiso tener un hijo varón, y tuvo tres niñas. Tres niñas ya creciditas con experiencias vitales muy diversas. Hoy mi padre… es otra persona distinta de la que fue cuando yo era niña. Hemos ido madurando, y en él ha habido un cambio de perspectiva que viene dado por la evolución social y, también, por las experiencias que le han salpicado. En él ha habido un despertar, igual que en el personaje de ese policía que empieza a entender cuáles son los poderes invisibles que hacen que convivamos con la violencia de manera casi naturalizada”

Ganadora del XXXI Premio SGAE de Teatro Jardiel Poncela, Primera sangre, que se define en su dosier de presentación como una mezcla de “memorial, documento, autoficción, thriller y cuento de fantasmas”, quiere ser, en palabras de su creadora, “un monumento fúnebre-poético a las víctimas de la violencia sexual, casi a modo de ofrenda del día de muertos”. Es por eso por lo que en la propuesta juegan un importante papel la música, la danza y la plástica. Para obtener los resultados deseados, la directora ha contado en estas disciplinas con grandes profesionales como el escultor Enrique Marty, la escenógrafa Blanca Añón, el iluminador Marc Gonzalo, el coreógrafo Joaquín Abella o el sonidista Peter Memmer.

De manera que la linealidad narrativa de la historia, centrada en las pesquisas del policía, se verá interrumpida o complementada por otros lenguajes menos discursivos. “Frente a la narración que se hace en otro tipo de manifestaciones artísticas, el teatro tiene la ventaja, o desventaja, de ser también rito o ceremonia -afirma Velasco-. Por eso hay una serie de digresiones que van hacia la danza o hacia la música. Es en realidad lo que ya hacían los griegos desde tiempos inmemoriales, aunque ahora lo llamemos ‘posdrama’. Cuando vamos al teatro, vamos a un ágora de reflexión y vamos también a una especie de bacanal o de orgía sensorial. Para mí esas digresiones son quizá lo más genuino del teatro; es algo que nos podemos permitir aquí, en el teatro, pero no en HBO o en Netflix”.