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Coronavirus

Cien días de estado de alarma: volvió el fútbol, pero muchos aficionados se quedaron en el camino

El coronavirus nos dejó huérfanos de la pasión y los goles. El balón ha regresado, pero ahora se juega en silencio y en la intimidad. No es lo mismo, pero sirve para ir tirando

Las camisetas de los veinte equipos de la Liga Santander, sobre una calle del centro de Madrid
Las camisetas de los veinte equipos de la Liga Santander, sobre una calle del centro de MadridManu FernandezAP

Escribía Sebastian Haffner en su «Historia de un alemán» que los acontecimientos históricos se pueden dividir entre los que pasan casi inadvertidos en nuestra vida cotidiana y los que irrumpen en nuestra realidad más próxima y causan «estragos que no dejan piedra sobre piedra». Una guerra a miles de kilómetros nos detiene unos minutos ante el televisor mientras comemos, y lamentamos lo que sufren aquellos seres humanos, pero esos bombardeos no modifican nuestros planes para esa misma tarde después de salir del trabajo.

Lo que no consigue el estallido lejano de los misiles lo ha hecho un minúsculo virus, que, de repente, nos ha colocado en el centro de un suceso histórico que nos cambiará para siempre. El coronavirus ha llevado los campos de batalla a la calle a la que da nuestra ventana y nos ha convertido en protagonistas de esas películas fatalistas de ficción con guiones imposibles hasta de imaginar. La COVID-19 nos ha arrebatado miles de vidas, abrazos, puestos de trabajo, celebraciones en familia y seres queridos dentro de las cosas que son importantes para el ser humano.

Y dentro del grupo de las cosas menos importantes, con permiso del mítico Bill Shankly, el virus nos quitó la pelota. Metió el fútbol en el congelador y durante casi cien días hubo que ir sacándolo en pequeñas dosis de partidos históricos que alimentaban la nostalgia, pero no tenían la pasión del directo, de la incertidumbre por el resultado. «Fue como una abstinencia forzosa, con la desventaja de que no conocíamos la fecha concreta en que el fútbol iba a volver», comenta el psicólogo deportivo Marcelo Roffé. El aficionado se quedó sin su válvula de escape justo en el peor momento. Huérfanos del balón, nostálgicos de la emoción, los goles y los colores del equipo. «El fútbol es mucho mas que un espectáculo y que un deporte. Es diversión, hermanamiento, desfogue, emoción, alegría, cabreo, discrepancia, fair play y brutalidad. Y también es pertenencia, es la familia, el grupo y la identidad», asegura la psicóloga Pilar Varela.

El coronavirus lo cerró todo, incluidos los estadios y a los futbolistas, que pasaron de prepararse para un final de temporada vertiginoso a recluirse en casa como el resto de los mortales. Y junto a ellos los demás deportistas, esos que no son reconocidos por la calle y no tienen sueldos millonarios, pero también estaban acorralados por el virus. Las mancuernas se convirtieron de repente en garrafas de agua y las barras de pesas mutaron en palos de escoba o de fregona reconvertidos en material de gimnasio.

En el sótano de la casa del atleta Fernando Carro o en el salón de balonmanista Raúl Entrerríos era difícil soñar con la medalla olímpica, pero no quedaba otra hasta que la cosa se puso tan seria que hasta los Juegos Olímpicos se vieron afectados. Y la Eurocopa también.

Parecía imposible que estos dos gigantes del deporte se tuvieran que posponer. En nuestra vieja normalidad no cabía en ninguna cabeza que una epidemia pudiese detener la maquinaria del marketing deportivo. Pero sí, claro que lo hizo este COVID-19, desconcertando al Comité Organizador de Tokio 2020, unos señores japoneses acostumbrados a tenerlo todo controlado. Y resultó que no. Que el maldito virus pudo más y, ante el clamor de los deportistas, agobiados por no poder prepararse de la manera correcta para el momento más importante de su vida, el COI anunció que los Juegos serían en 2021, lo mismo que la Eurocopa, siempre que no hubiese un rebrote y sí una vacuna. Ya nada era seguro, como sucedía en la cotidianidad de cada uno. Si un microorganismo es capaz de detener el fútbol, todo tiembla.

El estado de alarma llegó al mismo tiempo que se vaciaban los estadios. Moles de hierro y cemento con sus puertas cerradas y la sensación de escenario postapocalíptico. Lo que iban a ser los partidos de vuelta de los octavos de la Champions se convirtió en un confinamiento extremo, la NBA nos dejó sin «showtime» y la duda fue si en los libros de historia se dejarían vacías las casillas correspondientes a los campeones.

Los hinchas se quedaron sin goles y sin los efectos que producen. Hay mucho de ritual sociológico en el fútbol, desde ir al estadio cada semana a encontrarse con amigos, a la tertulia de desayuno en la barra del bar sobre lo que pasó anoche en el partido. «La epidemia nos ha hecho ver que podemos vivir durante una temporada sin cosas que eran habituales o pensamos que necesitábamos sí o sí: salir de cañas, tomar tapas o el fútbol, sin ir más lejos», explica el sociólogo Jacobo Blanco. Y, concretamente, no hemos vivido estos cien días sin el lado sociológico del fútbol, lo que hemos hecho ha sido sustituirlo por otros rituales que nos permiten sentirnos dentro de la sociedad.

Con las gradas cerradas, la gente se asomó a los balcones y allí se coreaban los himnos que unas semanas antes se gritaban en los estadios. «El ritual de las terrazas y los balcones nos daba una sensación de comunidad y sustituía a grandes rituales comunitarios, como el fútbol dominical en el estadio o la quedada en el bar a ver el partido. Sustituimos eso con aplaudir a las ocho de la tarde o cacerolear a las nueve», continua Jacobo Blanco. Fue otra normalidad, distinta a la que teníamos y diferente también a la que nos vamos acostumbrando justo ahora que se acaban las fases de desescalada.

Goles en silencio

El fútbol ha vuelto antes de poder viajar a otras provincias, porque el Gobierno tuvo claro desde el principio que los futbolistas eran trabajadores de primera necesidad. La gente ansiaba que volviesen a jugar para sentir que la normalidad estaba un poco más cerca, además de que económicamente era vital que la locomotora de LaLiga volviese a tirar del resto del tren. Javier Tebas lo tenía tan claro como Pedro Sánchez y los dos trabajaron de la mano para que los entrenamientos regresasen con seguridad sanitaria y la menor crítica social posible. Guantes, mascarillas y gel higienizante en Valdebebas y el resto de Ciudades Deportivas de Primera División, siguiendo el protocolo con la máxima atención excepto algunas barbacoas furtivas que no fueron a mayores. El nuevo fútbol ya está aquí y resulta que se juega en silencio y en la intimidad, por mucho que LaLiga se empeñe en poner hologramas en las butacas y sonidos enlatados que la mayoría del tiempo no coinciden con lo que sucede sobre el césped.

Los periodistas acuden con cuentagotas y escriben con guantes de látex, mientras que los entrenadores se acostumbran a esos tiempos muertos llamados pausas de hidratación y que permiten cambiar dinámicas de partido. «Esperemos que hayan venido para no quedarse», claman los más clásicos, convencidos de que en el fútbol no debe haber más pausas que la del descanso. No es lo mismo que antes, pero algo es algo para ir desescalando el corazón de los aficionados, que sufre igual que siempre ante la incertidumbre del resultado. Eso no se lo ha llevado el virus, aunque algunos ya no puedan comentar la jugada con ese familiar que les transmitió el amor por los colores de su equipo.