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Opinión

Que echen de una vez al jeta de Bale

El caradura del extremo galés del Madrid dio una vuelta de tuerca al borrarse del Clásico

Gareth Bale, capitán de Gales, celebra uno de los goles con su selección
Gareth Bale, capitán de Gales, celebra uno de los goles con su selecciónMatt DunhamAgencia AP

Gareth Bale no era el elegido como fichaje estrella del Real Madrid el verano de 2013. Pero su aterrizaje representó un vendaval de ilusión en un equipo que venía de llegar a tres semifinales consecutivas de la Copa de Europa, gracias al salto de calidad que metió Mourinho, sin conseguir pasar a una sola final. Una mezcla de frustración, pero a la vez convicción de que se podía volver a levantar esa Orejona que llevaba 11 años dándoles la espalda. El galés era el jugador joven más valioso del panorama mundial, por eso la Casa Blanca desembolsó 99 millones de euros, convirtiéndose en el fichaje más caro de la historia hasta la fecha. Sus primeros pasos fueron prometedores, precisamente de la mano de un Ancelotti que ahora reniega de él con toda la razón del mundo. En el imaginario colectivo no sólo del madridismo sino del balompié mundial permanece indeleble esa jugada contra el Barcelona en la que se metió una galopada de 50 metros, parte de ella con el cuerpo metro y medio fuera del campo, para conseguir el gol que otorgó al club la decimonovena Copa del Rey. O los dos tantos que supusieron la decimotercera Champions para el equipo más laureado de la historia en esa ciudad que ahora vive un asedio cuasimedieval por parte del genocida Putin: Kiev. Sólo esos tres tantos justificarían parte del esfuerzo económico realizado para convencer al imperturbable gestor del Tottenham, Daniel Levy, de que soltase a un chico que físicamente es un superdotado, que corre los 100 metros en algo menos de 11 segundos y que atesora una potencia pocas veces vista en futbolistas profesionales.

Los problemas, de todas formas, no tardarían en llegar en forma de lesiones, lesiones y más lesiones. Tantas y tan frecuentes que recuerdan a un Arjen Robben que se pasó más tiempo en la enfermería que disputando encuentros oficiales y a un Eden Hazard que es un clon de los dos, pero encima con unas estadísticas notablemente peores. El antaño dorsal 11 del Real Madrid y ahora 18 ha disputado con la zamarra merengue 256 de los 443 partidos jugados en estos nueve años, es decir, que se ha perdido el 43 por ciento. Circunstancia que, sobra recalcarlo, nada tiene que ver con su aptitud ni con su calidad sino más bien con una actitud y un físico más frágil que un imponente jarrón chino de la dinastía Ming. Pero lo que durante mucho tiempo fueron problemas físicos ahora tienen también un componente claramente psíquico, que tiene más que ver con la jeta del personaje que con patologías mentales.

No me lo han contado, lo he visto con mis propios ojitos, su cuasicompulsiva obsesión es jugar al deporte que verdaderamente le gusta: el golf. Se pasa media vida en el Club de Golf La Moraleja pegándole a una pelota que no es precisamente la de ese fútbol por el que el Madrid le abona todos los años una cantidad próxima a los 17 millones netos, uno de los 10 mejores salarios del planeta. Su caída en picado tiene también mucho que ver con su entorno personal o, para ser más exactos, con el de su mujer, Emma Rhys-Jones. A su suegro le metieron 6 años de cárcel por estafar 2,6 millones de euros en España y en Estados Unidos, su cuñado se suicidó cuando la Justicia le pisaba los talones y la tía y los abuelos políticos se han visto envueltos en casos de narcotráfico. En fin, unas joyitas.

En ésas estábamos cuando el caradura del extremo dio una vuelta de tuerca al borrarse del Clásico por una más que presunta lesión y reaparecer cuatro días después con Gales y calzar dos goles a Austria que meten a su selección en la final de la repesca por el Mundial. Las cuentas, que no los cuentos de un personaje que ahora llama «parásitos» a la Prensa, le dejan muy mal parado: con el Madrid ha metido esta temporada un gol; con Gales, cinco. Lo cual debería llevar a la Casa Blanca a ponerle de una puñetera vez de patitas en la calle, antes incluso de ese 30 de junio en el que expira su contrato. Estamos hartos de que nos ponga los cuernos y encima nos apalee.