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Por siempre, la primera, por Lucas Haurie

La Razón
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En la época de los pioneros, un año antes de que el primer triunfo de Arantxa Sánchez Vicario en Roland Garros uniese el nombre de la tenista a esos campeones nacidos por generación espontánea como Joaquín Blume, Manolo Santana, Ángel Nieto, Severiano Ballesteros o su hermano, Francisco Fernández Ochoa, el Paquito milagrero de Sapporo, a Blanca se le escapó un oro que ya acariciaba en el eslalon olímpico de Calgary. El bronce que, en la misma prueba, se colgó cuatro años después en Albertville aún llegó a tiempo de ser la primera medalla olímpica para una mujer española. El deporte de invierno nacional, borradas del palmarés las medallas tramposas del fondista Johann Mühlegg, no volvió a tocar pelo hasta que el «rider» Regino Hernández y el patinador Javier Fernández se subieron al cajón olímpico el año pasado en Pyeonchang. El esquí alpino sigue buscando sucesor.

Blanca Fernández Ochoa pertenecerá para siempre a la estirpe de quienes abrieron el camino; el que continuó, unos meses después de su triunfo en los Alpes franceses, la judoka Miriam Blasco al convertirse en la primera campeona olímpica española y que lleva hasta la nadadora Mireia Belmonte, cuatro preseas olímpicas entre Londres y Río, con un oro en los 200 mariposa, las mismas que la mencionada Arantxa o la sirena Andrea Fuentes, con su póquer de podios a los que sólo faltó un título. Ella prendió la primera mecha del boom del deporte femenino español, esa explosión continuada que cada fin de semana atruena en ruidosas mascletás: Carolina Marín en su cruzada contra Asia, las multicampeonas del baloncesto, el hockey, el balonmano o el waterpolo, la fuerza sobrehumana de la muy humana Lidia Valentín, la corriente discontinua de Garbiñe Muguruza, el salto a la gloria de Ruth Beitia... Todo eso llegó después de Blanca Fernández Ochoa. Gracias a Blanca.