Editoriales

Inaceptable desacato al Tribunal Supremo

En un Estado democrático y de derecho, como es España, las sentencias de los tribunales se cumplen. Y lo mismo sucederá en Cataluña con el fallo del Tribunal Supremo que establece el porcentaje lectivo en castellano que debe aplicar la Generalitat. El procedimiento legal para ejecutar la sentencia, contenido en la Ley de Jurisdicción Contencioso Administrativa, está tasado y no ofrece dudas. Será el Tribunal Superior de Justicia catalán quien vele por la ejecución de la sentencia. Hasta aquí, el Gobierno central poco tiene que hacer, administrativamente hablando, salvo alertar a la Abogacía del Estado para que actúe en su momento a instancias del Ministerio de Educación.

Así que, al menos, en este tiempo procesal, están fuera de lugar las apelaciones al artículo 155 de la Constitución, por más que entendamos la indignación que producen las muestras reiteradas de desprecio a las decisiones de los tribunales de quienes representan al Estado en el Principado y están más obligados a cumplir y hacer cumplir la ley. De ahí, que si en el plano jurídico le asiste a La Moncloa una excusa plausible para la inacción, desde el punto de vista de la responsabilidad política e institucional es, sencillamente, inaceptable la pasividad mostrada ante un desacato tan desvergonzado, incluso, ratificado por escrito, como el que ha protagonizado el consejero de Educación del gobierno autónomo de Cataluña, Josép González Cambray, admonizando a los responsables de los centros educativos para que no den cumplimiento a una sentencia firme, bajo la peregrina argumentación de que se trata de un «grave ataque a los fundamentos del modelo de escuela catalana, hecho desde un tribunal alejado y desconocedor de la realidad sociolingüística de los centros educativos», como si el Supremo y el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña fueran entes que toman sus decisiones al albur.

En realidad, nos hallamos ante un retorno a las viejas dinámicas de los independentistas catalanes, no por avisado menos grave, que juegan con la ventaja de un Gobierno en minoría parlamentaria y en el trance de la aprobación de los Presupuestos Generales. Cínicamente, podemos entender que los distintos representantes gubernamentales se hayan puesto de perfil, en la confianza de que unos trámites procesales que pueden alargarse meses diluyan la presión sobre las cuentas públicas. Pero, sin duda, no lo percibe así una opinión pública que, desde la mera racionalidad, entiende que las familias que viven en Cataluña tienen el derecho a exigir que sus hijos sean enseñados, también, en la lengua común de todos los españoles. Y que nadie aduzca que se pide un imposible. Para cumplir la sentencia del Supremo, bastaría con que la Generalitat programara una hora más de clase a la semana en castellano, que es la lengua materna de muchos catalanes.