Editorial
El campo europeo, en el «laberinto verde»
Nada se gana con abrazar el discurso negacionista del cambio climático, pero, al menos, que la Unión Europea no imponga a nuestros agricultores lo que no exige al resto del mundo.
Cuando la Comisión Europea, bajo la impresión del crecimiento de los partidos de tintes ecologistas, aprobó en 2019 el llamado «Pacto Verde Europeo», con el apoyo, por supuesto, de las principales formaciones en la Eurocámara, notablemente, populares y socialistas, abocó a la agricultura del viejo continente a la desaparición de sus principales producciones. La reforma de la PAC y las medidas complementarias, orientadas a la reducción radical de la huella de carbono hicieron el resto.
Hoy, ante una revuelta campesina que, poco a poco, va extendiéndose por toda la geografía europea, los gobiernos de la UE tratan de dar marcha atrás, aplicando moratorias a las decisiones más lesivas, como el incremento del precio de los combustibles y la prohibición de algunos productos fitosanitarios, para tratar de reconducir una crisis de muy compleja resolución.
Porque el «laberinto verde» en el que andan perdidos nuestros agricultores no sólo está construido sobre un modelo ideológico urbanita que nunca ha visto al mundo rural como un factor determinante en la acción política, sino, también, sobre la estrategia geopolítica de la Unión Europea, en la que la apertura de nuevos mercados para la industria manufacturera y de servicios tiene como contrapartida el desarme arancelario agrícola, con acuerdos comerciales hacia terceros países.
Sistemas agrarios como el francés, inviables sin las ayudas comunitarias y las restricciones fronterizas, que ya sufrió el primer embate serio con la incorporación de España a la UE, cuya industria agropecuaria y de transformación era y sigue siendo muy superior tecnológicamente, caerán en la mera supervivencia si se siguen incrementando artificialmente los costes de producción. Y no sólo de los abonos, pesticidas o de generación eléctrica, sino, como en España, de unos salarios gravemente lastrados por la presión fiscal.
Que haya gobiernos, como el de París, que grava como si fuera un automóvil de gran lujo la adquisición de una ranchera con plataforma de carga, explica la distancia entre unos políticos que miran el voto nutrido de las grandes ciudades y unos agricultores y ganaderos que se debaten en el vacío demográfico. La agricultura europea puede sobrevivir bajo la premisa de la excelencia, de la calidad de sus productos y de la imbatible seguridad sanitaria en la cadena de producción y distribución, pero siempre que se exija a los nuevos competidores, como los países del Mercosur, de África o de Asia los mismos estándares fitosanitarios.
Y aun así, será muy difícil sostenerse frente a la capacidad productora de gigantes como Argentina, Brasil o la propia China. Nada se gana con abrazar el discurso negacionista del cambio climático, pero, al menos, que la Unión Europea no imponga a nuestros agricultores lo que no exige al resto del mundo.
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