«En solitario»: No hagan olas

El espectador puede acercarse a «En solitario» pensando que va a disfrutar de un «Intocable» en alta mar. Hay balizas que señalan la trampa: las presencias de François Cluzet como protagonista y de un polizón mauritano que se suma a la navegación pueden evocar ese cine social en el que, a golpe de timón, el hombre civilizado aprende dos o tres cosas de su némesis (el Otro en los Márgenes). Si el insoportable buenismo de «Intocable» estaba tocado por la (des)gracia de la comedia burda, «En solitario» prefiere buscarse la coartada del cine de aventuras marítimas, rodado con la furia de una borrasca digital que pretende captar el realismo de una vuelta al mundo sin escalas. El caso es que, a pesar de la pericia del resultado, nunca sentimos verdadero peligro durante el viaje, puntuado por incesantes llamadas telefónicas que pretenden anclar en el exterior la dimensión emocional del lobo de mar encarnado por Cluzet. Y menos entendemos la revelación espiritual que sufre nuestro héroe enfrentado a un personaje que no existe, que es poco más que un apunte.