Coronavirus

El último canto del gallo: La Raya vuelve a marcar la frontera entre España y Portugal

Ayer se respiraba normalidad, excepto por el detalle de que apenas hay coches por una vía en la que circulan unos 9.500 diarios

La frontera en Ayamonte vivió ayer su primer día de cierre a causa del coronavirus y con total tranquilidad con agentes a ambos lados
La frontera en Ayamonte vivió ayer su primer día de cierre a causa del coronavirus y con total tranquilidad con agentes a ambos ladosA. PérezEuropa Press

El punto de cruce más meridional de la frontera hispano-portuguesa, el puente internacional que une la provincia de Huelva con el Algarve, tiene unas dependencias aduaneras del todo superfluas. La obra se inauguró el agosto de 1991, ocho meses después de la entrada en vigor del Acuerdo de Schengen, por el que se permite la libre circulación de personas entre las naciones firmantes. Aun así, tanto la Policía Nacional como la GNR, los populares guardinhas, tienen su respectivo puesto en el lado luso, término municipal de Castro Marim. Casi siempre decorativos, aunque ayer registraban una inusitada actividad.

La Raya, como la denominan los vecinos de uno y otro lado, estaba pintada sobre el agua del Guadiana hasta el acometimiento de esta magna obra de ingeniería de 666 metros sobre el curso del río. Hasta los años ochenta, cuando España y Portugal ingresaron en la Comunidad Económica Europea, la frontera era ese territorio legendario en el que Carlos Cano, el gran cantautor andaluz, situó el amor trágico de María con el contrabandista que acarreaba tabaco entre Ayamonte y Vila Real de Santo António, el pueblo al que las parejas casaderas de la Baja Andalucía acudían a comprar toallas y sábanas para el ajuar. El cruce se efectuaba en un transbordador que los aborígenes llamaban «la canoa». Son historias de otro siglo, sí, pero también de hace muy poco.

El cierre de la frontera debido a la crisis del coronavirus damnifica a una población acostumbrada a que el paso entre los dos países sea de un material poroso en el que el intercambio es constante.

Los Mellizos aprovecha la menor carga impositiva sobre los carburantes en España para llenar los depósitos de muchos portugueses. «Entre el 10 y el 15% de la venta total de gasolina que se perderá mientras dure el cierre», calcula el encargado a ojo de mal cubero. Poseen dos surtidores con su respectivo restaurante, uno a cada lado de la autovía–«Playa» y «Sierra»– y un hotel que ayer componían un paisaje completamente fantasmal, como si hubiese caído una bomba de neutrones. «A la espalda, más limpio que el de tu casa», contesta con media sonrisa el único empleado de guardia al cliente que le pregunta por el aliviadero.

Desde la gasolinera se divisa el puente, por el que la velocidad está limitada a cincuenta kilómetros por hora porque está en obras, y la imagen es de completa normalidad… excepto por el insignificante detalle de que no hay apenas coches por una vía por la que circulan alrededor de 9.500 vehículos al día, unos 600 pesados. Mientras usaba el impoluto servicio, una patena de gres, un taxista de Faro se ha parado a repostar y explica que le han permitido cruzar tras «recoger en el aeropuerto a un pasajero residente en España que acababa de aterrizar desde el Reino Unido. No había ninguna cola, ha bastado con enseñar la documentación». El conductor cuenta que la noticia de la clausura «se conocía desde ayer por la tarde, así que nadie intenta cruzar. Las mercancías pasan con el consiguiente permiso y los demás, pues nos quedamos en Portugal».

Irún vuelve a convertirse en línea de separación con Francia

Ayer, de nuevo, aún sin garitas, los ciudadanos de Irún y de Hendaya –la localidad fronteriza gala– regresaron décadas atrás en el tiempo al ver controles de acceso en una frontera cerrada, de momento en un sentido, aunque hoy lo estará totalmente. Los puentes sobre el Bidasoa dejaron de unir a los dos países, como lo ha hecho desde los años 90, cuando se demolieron las garitas, y, de nuevo, sirven para separarlos. En el paso urbano más céntrico y transitado, un dispositivo conjunto de Policía Nacional y Guardia Civil, todos con guantes pero no todos con mascarilla, revisó la documentación de los vehículos que se agolpan en el lado francés para cruzar. El que presenta DNI español o permiso de residencia, adelante. Los franceses, de vuelta. No solo los vehículos, también uun agente se ocupa de parar a los viandantes. Ayer, la Europa de las fronteras está de vuelta.

Nada más dejar atrás el río, que baja caudaloso a desaguar en el Océano Atlántico, los carteles dan la bienvenida a Portugal y espera el control de la Guardia Nacional Republicana. «¿Periodista? Claro, hoy nada más que han pasado periodistas. La gente se ha enterado de que no se puede pasar». El oficial explica que «los dos dispositivos, el nuestro y el español, cada uno controlando la entrada a su respectivo país, se han colocado en territorio portugués porque es más cómodo, hay más espacio. La salida del puente es más estrecha por allí». Los agentes del Cuerpo Nacional de Policía, que al contrario que sus compañeros lusos lucen mascarilla y guantes, confirman que «ningún conductor sin permiso para entrar–residentes en España y un puñado de casos excepcionales previstos en la normativa– ha intentado pasar en toda la mañana. Por suerte, la información fluye bien y el único pequeño atasco que se forma es cuando coinciden varios transportes de mercancías».

Un rato después, al cabo de varias conversaciones rutinarias con camioneros y empleados de mantenimiento de la autopista, los agentes españoles desvían a una autocaravana hacia el aparcamiento de su puesto. En su interior, una mujer de mediana edad habla por videollamada con tono enérgico, aunque un idioma ignoto. «Soy una periodista holandesa –ha colgado nada más avistar por la ventanilla a un posible interlocutor boli en ristre y se ha pasado al inglés– que intenta volver a casa». La primera declaración sobra porque ha pegado un folio en el cristal casero de su vehículo que reza, quizás a modo de rogativa: «Going home».

Su historia sería banal en cualquier otra circunstancia. Ahora, sin embargo, está a punto de emular la peripecia del personaje encarnado por Tom Hanks en «La terminal», ese viajero atrapado en un aeropuerto neoyorkino porque su país ha dejado de existir mientras él volaba. «Viajo sola. Estaba de ruta por España la semana pasada y decidí cruzar a Portugal porque parecía que el virus les afectaba menos. Ayer, al escuchar que se cerraba la frontera, llamé a la embajada de los Países Bajos y me dijeron que sería más fácil cruzar por este paso. Sólo quiero llegar hasta Francia, pero no me dejan». Jacqueline Mulder, que así se llama, asegura que ha «cumplido la cuarentena porque llevo tres semanas metida en mi camioneta, sin apenas contacto con nadie. No voy a contagiar a nadie, puesto que sólo quiero conducir y dormir cuando toque». Anoche, seguía «en un aparcamiento de Castro Marim, sin agua, y esperando que los agentes de la frontera reciban la directriz para dejarme pasar, que es lo que mi consulado me asegura que deben hacer». Sin nociones de portugués ni de español, muestra a los policías de ambos países un papel con el mensaje «tengo comida para una semana» con la esperanza de ablandar sus corazones». Pero el servidor público solo atiende a órdenes.