Coronavirus
¿Y si nos salvó el miedo a nosotros mismos?
En contra de nuestra autopercepción, el confinamiento se siguió con disciplina generalizada
Incluso durante la pandemia, España ha sido un país anormalmente tensionado políticamente en comparación con otros vecinos europeos. Pero si dejamos de lado el análisis político y nos asomamos en las conductas sociales, hay motivos para pensar que, o bien la pandemia ha actuado como un shock transformador que nos ha dejado irreconocibles, o bien nos ha hecho descubrir que somos otro país distinto al que creíamos.
En contra de nuestra autopercepción como una cultura mediterránea tendente a la anomia (al incumplimiento sistemático de las normas), aquí el confinamiento, uno de los más estrictos y regulados del mundo, se ha seguido con disciplina generalizada, reduciéndose el incumplimiento a anécdota socialmente castigada. Y todo ello, sin que se dejase de prestar con puntualidad sorprendente ninguno de los servicios considerados esenciales (pensemos en los trabajadores de los supermercados, ¿no han asumido un riesgo que, a diferencia de los sanitarios, nunca estuvo previsto ni en sus contratos ni en sus salarios? ¿Quién reconoce el mérito de estos trabajadores, en gran proporción inmigrantes?). Por si fuera poco, cada día a las 20:00, durante dos meses largos, desde cualquier punto de España salimos masiva y puntualmente a aplaudir a los sanitarios desde nuestros balcones, en una de esas escasas ocasiones en las que los españoles, como rezaba la canción de Mecano sobre la costumbre de comer las uvas en el cambio de año, «por una vez, hacíamos algo a la vez». No es descabellado imaginar que, de haberse instalado aplausómetros en las calles de los distintos países del mundo confinado, habríamos ganado por goleada.
¿Qué nos ha pasado? ¿Nos ha movido el miedo a la autoridad, el miedo al contagio, o un ataque repentino de responsabilidad? ¿Somos una sociedad más dócil o más madura de lo que pensábamos? ¿Conformamos una ciudadanía de tipo nórdico con una vida política incomprensiblemente mediterránea? Son preguntas difíciles de responder y ante las cuales resulta más honesto plantearse hipótesis que realizar afirmaciones contundentes.
Sobre la presunción del miedo a la autoridad, cabe oponer que todos estos comportamientos han ocurrido sin una actitud coercitiva de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, que más bien ha tenido un papel pedagógico e informativo. La multa no ha sido lo norma; la norma ha sido el cumplimiento voluntario del confinamiento, lejos de una dialéctica de obligación/resistencia, como puede haber pasado en otros países.
Apuntábamos al miedo a la enfermedad, que es siempre un buen aliado de la autodisciplina ante un enemigo difuso y amenazante. El miedo puede explicar parte de esta autodisciplina, especialmente en las personas mayores o vulnerables. Pero en las sucesivas encuestas hemos detectado que el miedo al contagio no era superior en España que en otros países, y descendía significativamente a medida que bajábamos en la escala de edad. Sin embargo, el cumplimiento ha sido la pauta también entre los más jóvenes, de cuya actitud recelábamos al principio de la pandemia. Una tercera conjetura nos lleva a plantearnos una especie de «ataque de responsabilidad» con nuestros mayores. Es teoría más delicada y exige un análisis más detenido. Asumir acríticamente esta versión como hipótesis principal sin duda nos haría sentirnos mejor como colectivo, como país. Pero la sociología recela –con motivos muy fundados- de las explicaciones autocomplacientes precisamente porque tienden más a describir lo que nos gustaría que hubiera sucedido que lo que realmente ha sucedido. No podemos negar que, muy ampliamente, el destino de nuestros miembros más vulnerables nos ha concernido. Pero, resultaría difícil admitir esa responsabilidad sin contemplar como muy verosímil una cierta sensación de culpabilidad por el complicado papel que una sociedad moderna -y la nuestra lo es- ha reservado a nuestros mayores, a menudo vistos como «estorbos» o como un problema familiar y social de difícil solución. Las residencias a las que nosotros mismos hemos llevado a nuestros mayores son una consecuencia inevitable de nuestro modelo social y, tal vez, la responsabilidad que les atribuimos nos permite no fijarnos en el malestar con ese tipo de sociedad en el cual todos participamos, que todos hemos ido construyendo.
Si las tres hipótesis planteadas- miedo a la autoridad, miedo al contagio o responsabilidad con los mayores- no explican totalmente nuestra conducta... ¿por qué hemos cumplido a rajatabla las normas precisamente en un país tan propenso a que cada cual haga la guerra por su cuenta? La sociología a veces nos ofrece pistas tan evidentes que cuesta trabajo verlas. Uno de los fundadores de la sociología contemporánea, Emile Durkheim, comenzó su observación por la función social y cultural de las normas en sí mismas como pegamento social. Precisamente cuando creemos que es el vínculo social lo que está en peligro, lo que puede disolverse, es cuando más valor damos a las normas. Según esta hipótesis, seguir las pautas, fuesen las que fuesen, no habría sido tanto una defensa contra un virus cuya forma de contagio y efectos sobre la salud íbamos conociendo sobre la marcha, como una prevención contra algo que temíamos aún más: la irreversible fractura social a la que nuestras propias tendencias anómicas podrían conducirnos de habernos entregado a la desobediencia generalizada. En cierta manera, el miedo a nuestros peores defectos sociales, nos habría permitido adoptar una conducta socialmente virtuosa. Y, siendo así, tampoco sería descartable pensar que cuanto más enfrentados veíamos a nuestros representantes, más sentíamos la necesidad de funcionar como un reloj suizo, todos a una y sin salirnos del camino trazado. Tal vez, el infierno del que nos queríamos proteger, en definitiva, éramos nosotros mismos.
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