Casa Real

La Corona, tradición y pragmatismo

La Monarquía parlamentaria no tiene ninguna incidencia en la calidad democrática porque no tiene capacidad decisoria

El rey Felipe y la Reina Letizia con la princesa Leonor y la infanta Sofía durante el posado de verano en el Palacio de Marivent. Julio de 2017
El rey Felipe y la Reina Letizia con la princesa Leonor y la infanta Sofía durante el posado de verano en el Palacio de Marivent. Julio de 2017GCHGTRES

Vivimos tiempos muy difíciles en nuestra querida España. A la triste crisis sanitaria que hemos vivido, se une la situación política más convulsa de nuestra historia reciente y una más que probable crisis económica en ciernes. Con este panorama desolador, nos encontramos ahora con la marcha del Rey Emérito sobre el que pesan graves acusaciones, con el objeto, según sus palabras, de salvaguardar la Monarquía y, en general, permitir a SM Felipe VI desarrollar su función desde la tranquilidad y el sosiego.

Estos hechos han provocado el resurgir del debate latente sobre la idoneidad de la Monarquía parlamentaria consagrada en el artículo 1 de la Constitución como forma política del Estado, sonando las campanas de la República alabada por algunos, como si esa fuera la solución de nuestros problemas. Lo cierto es que a Podemos, castigado en las últimas citas electorales, este debate le viene como agua de mayo, porque, en el marco del mensaje escueto que se impone en nuestro día, el tweet de escasos 140 caracteres en el que parece se han de trasmitir verdades indubitadas y absolutas, poner de manifiesto la injusticia que supone la figura del Monarca es sencillo y, sin duda, moviliza a su electorado. Y, al otro lado, por desgracia, es harto difícil rebatir posiciones simplificadas que, en realidad, son complejas, cuándo el mensaje total debe caber en tan reducido espacio para poder alimentar a las mentes sin juicio crítico.

Pues bien, pongamos la situación de la Corona blanco sobre negro. En primer lugar, debemos dejar claro que, cuando en la actualidad se contrapone la Monarquía y la Republica, no estamos hablando de la clasificación que proponía Maquiavelo –Estados gobernados por la voluntad de uno solo, el Príncipe, en el primero de los casos y la forma antagónica, la República, refiriéndose a Estados regidos por la voluntad del pueblo o una parte significativa de este–, en realidad, hablamos de una dualidad de un único concepto, el Estado de Derecho con mayúsculas, no solo regido por el imperio de la ley, sino en el que, además, a la representación democrática de la ciudadanía se une el escrupuloso respeto por los derechos fundamentales, cuyo contra modelo es el Estado Autoritario.

En este contexto, la única diferencia entre la Monarquía Parlamentaria y la República es la configuración de una única institución, la figura del Jefe del Estado: en el primer caso, la ostenta el monarca, a priori con carácter vitalicio y hereditario; en el caso de la República, un presidente, cuyo mandato es temporal y electivo. No obstante, esto no tiene ninguna incidencia en la calidad democrática del Estado, ya que en las Monarquías parlamentarias las funciones del Jefe del Estado se limitan a las de carácter meramente simbólico y representativo, sin capacidad política decisoria. En general dichas funciones se circunscriben a dotar los actos de los poderes del Estado de formalidad, unidad y continuidad, sirviendo a su vez de arbitro y moderador de las instituciones. Esto es, lo que definió Jiménez de Parga como una Magistratura Moral. En este sentido, la Monarquía parlamentaria salvaguarda la tradición del Estado –pese a que alguno le moleste, no tiene por qué ser negativa–, proyectando una representación ad intra y ad extra de permanencia en la actuación del Estado.

Esta carencia de funciones propias del Monarca es precisamente la base de la inviolabilidad e irresponsabilidad tan criticada, pero su fundamento constitucional es técnicamente perfecto, porque deriva de que los actos desarrollados por la Corona no son del Rey, sino del Gobierno que los refrenda a través del refrendo expreso que es la contrafirma, en los actos formales, o del refrendo tácito, siendo acompañado siempre por un miembro del Gobierno.

Como dice un buen amigo, no odies tanto, porque terminas odiando mal. Y esto es lo que les pasa a los enemigos a ultranza de la figura de la Corona. Cualquier motivo es bueno para proponer un cambio sobre una institución que, en realidad, funciona. A mí, si me preguntan, soy defensor de la situación actual, la Monarquía parlamentaria hoy me es útil como ciudadano y, por ello, decido ser pragmático. De hecho, en una República, probablemente votaría por nuestro actual Rey como presidente. No elijo al Jefe del Estado cada cuatro años, pero, en fin, para lo que muchas veces hay para elegir casi supone una garantía. En cambio, mi país está representado por un Rey, cuya permanencia supone una indudable ventaja para las funciones representativas, tanto internas como externas, desempeñando un rol para el que ha sido expresamente preparado y con una experiencia que pocos podrían aportar. Quizá, si me preguntan dentro de veinte años tenga otra opinión; procuro tener juicio crítico y huir del fanatismo porque sí. En consecuencia, si las bondades que ahora enaltezco desaparecen, mi apoyo también lo hará.

Para terminar, si nos referimos al Rey emérito, no podemos dejar de reconocerle su posición facilitadora de la devolución de la soberanía al pueblo. Tiene sombras, como todo ser humano, pero también muchísimas luces que no debemos olvidar. Nuestros padres tienen mucho que agradecerle –yo nací en democracia– pero, los más jóvenes también. Respecto a nuestro actual Rey, SM Felipe VI, las estadísticas favorables preceden a cualquier análisis de su función, lo que es probablemente fruto de una gestión inmaculada de su función, especialmente la moderadora en esta polarizada situación política que vivimos y, también, a mayor abundamiento, una patente reforma integral de la Casa Real dotándola, entre otras cuestiones, de la trasparencia y decoro que sin duda merece.