Análisis

El riesgo del juego de matrioskas

Solo en las verdaderas democracias se tolera la crítica al propio sistema, incluso cuando abren debates irreales con peligrosos beneficiarios

¿Imaginan a un miembro del gobierno de Vladimir Putin asegurando que en Rusia no hay una «situación de plena normalidad democrática»? ¿O a la vicepresidenta de Venezuela, Delcy Rodríguez, poniendo en cuestión la legitimidad de su Constitución? ¿Incluso creerían posible que alguno de los miembros del Gabinete de Ministros de Arabia Saudí (todos hombres y de la familia real) se planteara en público la necesidad de implantar en su país el listado más básico de derechos humanos? Resulta complicado fantasear con estas situaciones: tanto como salir del guion oficial en esos países que esquivan las estructuras del Estado de derecho. Sin embargo, no tenemos que recurrir a la imaginación, sino apelar a la memoria para recordar, por ejemplo, a Donald Trump y las dudas que planteaba desde la propia Casa Blanca sobre las reglas del juego democrático (las del respeto por las urnas y su resultado). Desde hace unos años asistimos a un cambio, gradual pero profundo, en los riesgos que acechan a las naciones con las libertades más consolidadas. En Cómo mueren las democracias,Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (profesores de Harvard que llevan décadas estudiando el fenómeno) aseguran que «la paradoja trágica de la senda electoral hacia el autoritarismo es que los asesinos de la democracia utilizan las propias instituciones democráticas de manera gradual, sutil e incluso legal para liquidarla». Con esta premisa y después de haber visto qué sucede en otros países, en España no necesitamos recurrir a la imaginación para intuir nuestro reflejo: nos basta con la hemeroteca.

Un pulso que aumenta

En junio de 2014 Pablo Iglesias comenzó su vida política en las instituciones con la promesa en el Congreso de «acatar la Constitución hasta que los ciudadanos la cambien para recuperar la soberanía y los derechos sociales». De aquella declaración de intenciones han pasado varios años, pero su percepción del sistema político español se mantiene intacta: crítico con la Transición y con el sistema constitucional fijado en el 78. Comenzó sus diatribas contra lo que llamaba «la casta», después las extendió a la Justicia, ha llegado a ofender la memoria de los exiliados del franquismo, cuestiona el modelo de Estado y, en un paso más, hasta el nivel democrático de España (convirtiéndose así en la perfecta matrioska infiltrada para los intereses rusos de desestabilizar a toda la Unión Europea). Es evidente que Iglesias no ha cambiado en todo este tiempo. Sí lo han hecho sus circunstancias. El matiz (relevante) de ostentar la vicepresidencia del Gobierno transforma el endurecimiento de sus posiciones, que se podrían enmarcar en la legítima discrepancia ideológica, en un elemento desestabilizador de primer orden. Abrir debates irreales que desprestigian al país al que representa y que solo aportan beneficios a terceros interesados en debilitar democracias e instituciones ya consolidadas.

Dejando al margen la alteración que estos ataques suponen para la gestión cotidiana de la Moncloa (veremos cómo lo resuelve el PSOE: escapar de los callejones sin salida suele ser complicado), lo más grave y el verdadero salto cualitativo de Iglesias es que, lejos de moderarse, ha endurecido el pulso y lo ha extendido, además, a otros elementos clave de la sociedad, como los medios de comunicación. Y es aquí donde sus críticas vienen a cruzarse con la propuesta para reformar el Código Penal en los delitos relativos a la libertad de expresión: uno de los grandes termómetros para medir el nivel democrático de un país (que, volviendo a Levitsky y Ziblatt, no depende solo de las normas, sino que implica algo más, unos intangibles de respeto y tolerancia). Que España es una democracia plena no presenta ninguna duda (ni para los organismos internacionales ni para las clasificaciones independientes, como la de The Economist que la sitúa por delante de Francia, Italia o Estados Unidos) y comparar a España con Turquía o Arabia Saudí en cuestiones relativas a la libertad de expresión es una exageración simplista que no se corresponde con la realidad. Cuestión distinta es la necesidad de un debate (serio, riguroso y sosegado) sobre la pertinencia de la pena de prisión en los delitos que la afectan.

Mínima intervención penal

Si atendemos al principio de que el derecho penal debe ocuparse tan solo de aquellas conductas que resultan más graves y lesivas para la sociedad (cuánto bien haría recordar más a Concepción Arenal y sus teorías sobre el delito y el delincuente) y teniendo en cuenta la abundante jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la pena privativa de libertad en los delitos de expresión es un exceso que debería reconducirse al ámbito civil. Tal y como sucede ya en la mayor parte de los países de nuestro entorno. La libertad de expresión debe ocupar el mayor espacio posible, con límites, como todos los derechos, pero pocos: especialmente en las cuestiones relativas a la creación artística.

Este debate, que se ha reabierto esta semana, es de tal trascendencia que debería quedar fuera del juego partidista y no aparecer desdibujado como una frivolidad más dentro de la competición que mantienen PSOE y Podemos. Requiere una profundidad que la polarización y sobreactuación política actual pueden contaminar. Pero en democracia es necesario reformar y perfeccionar: eso reafirma el sistema. Por eso, un vicepresidente del Gobierno de España puede cuestionarlo: el propio sistema se lo permite. Ya advertía George Orwell que la libertad de expresión “es decir lo que la gente no quiere oír». Incluso cuando sean (evidentes) falsedades.