
Res non verba
Un año del vahído presidencial
El sol ha seguido saliendo tras aquella pausa sobreactuada, pero la vergüenza ajena permanece

Las grandes novelas venían avisando. Hay una línea en la mente humana que separa el poder del deber. Es lo que los alemanes suelen diferenciar con los verbos müssen y sollen. No es lo mismo verte obligado a hacer algo porque te lo dicte tu conciencia a que te lo impongan las leyes o los convencionalismos sociales. Los hay que sospechan que, como el ser humano es frágil, en realidad es el miedo a la represalia externa (sea en forma de cárcel, multa o «el qué dirán») lo que nos mantiene en la senda correcta. En eso que se llama civilización o simplemente democracia. El problema sobreviene con aquellos individuos que un día descubren que la línea de lo que no se debe hacer sí puede profanarse, sin que en realidad se acabe el mundo. Son personajes que sopesan su existencia con el fiel de la balanza para concluir que pagar el precio del qué dirán merece la pena, a tenor de los beneficios potenciales. Romper con la moral, el honor, echarle jeta y ponerte colorado una vez… para vivir el resto de tu vida del «ande yo caliente». En «Guerra y Paz», Elena Kuláguina deja a su madre de una pieza cuando le comunica que pretende contraer matrimonio con otro hombre, a pesar de estar todavía casada. La buena y vieja señora entiende en ese momento, con estupor, que poder sí se podía, aunque los de su generación nunca se lo hubiesen ni siquiera planteado. Algo parecido sucede con el señor Albin, uno de los personajes que pueblan el sanatorio de Davos en «La Montaña Mágica». Hans Castorp observa con fastidio su comportamiento histriónico y nada decoroso, pero intuye lo que Albin un día comprendió: el honor tiene importantes ventajas, pero el deshonor dispone de ventajas ilimitadas. Una vez que ya todo el mundo da por sentado que eres un desahogado, la gente va dejando de malgastar sus energías en recordártelo continuamente. Y el sol sigue saliendo cada mañana.
¿Qué ha conseguido? Las ventajas del deshonor son casi ilimitadas
Lo malo de estos personajes, ya sean ficticios o habiten el mundo real, es que no tienen vuelta atrás. Una vez traspasada la línea, ya sólo les queda continuar atrapados en su papel. Por eso uno no deja de preguntarse intrigado hasta dónde nos llevará la experiencia de Pedro Sánchez, desde que un día decidiera embarcarse en un pragmatismo salvaje, alimentado por un cinismo proteico. Hoy, mismamente, se cumple un año de aquel vahído de Sánchez. Vahído fingido, vahído abusivo porque nos hizo ver que, aunque no debía hacerse, un presidente sí era capaz de estarse cinco días sin atender sus obligaciones con el único objetivo de crear un relato que le permitiera tomar aire. Cinco días para que la calle Ferraz fuera el Silicon Valley del alipori peronista versión española, con los dirigentes socialistas fingiendo la catarsis del «Pedro, quédate». Ciertamente, el sol ha seguido saliendo cada mañana hasta cumplirse un año de aquella pausa sobreactuada, pero la vergüenza ajena permanece. ¿Qué pretendió Sánchez con aquella pantomima? Reescribir las reglas al verse acosado en su entorno personal y político. ¿Qué ha conseguido un año después? Poca cosa, más allá de confirmar que, efectivamente, las ventajas del deshonor son casi ilimitadas. Tanto es así que ha conseguido mantenerse en Moncloa, a pesar de que no tiene capacidad para gobernar. No ha regenerado la política, no ha mejorado la convivencia, no ha acabado con la máquina del fango, no ha terminado con los pseudomedios ni ha metido en vereda a los jueces supuestamente tendenciosos. Eran objetivos imposibles de cumplir porque eran objetivos, en buena medida, inventados. Fueron cinco días de retirada táctica para que los suyos le llorasen y él se construyera la legitimidad de sacar el látigo en forma de varias iniciativas legislativas con las que amedrentar a jueces y periodistas. Pero no podía acabar con la máquina el fango, porque no hay mayor máquina que la que funciona en Moncloa; no hay mayores pseudomedios que los que se contorsionan para justificar los «cambios de opinión» gubernamentales y no hay juristas más tendenciosos que los que reescriben sentencias en sintonía con los intereses sanchistas.
Aquel desmayo terminó con mucho ruido y pocas nueces. De tener que tomar las sales del enamorado doliente, a prometernos un presidente más fuerte que nunca. Puro teatro que no ha impedido que las causas judiciales que le inquietaban estén más avanzadas que hace un año, porque sigue habiendo jueces en Berlín y porque sigue habiendo periodistas dispuestos a hacer su trabajo. Los hay que no han perdido la referencia entre poder y deber. Te puedes plegar a las amenazas veladas del Ejecutivo o a la tentación de la autocensura, pero no debes. De igual modo que no debes fingir una omisión de tus funciones, aunque puedas. Ni seguir ocupando el poder un año después, con la única intención de evitar la alternancia política y conservar los resortes con los que defenderte de tus problemas judiciales. Se podía permanecer en el Gobierno sin apoyos estables y dando la espalda al Congreso, aunque, como la madre de Elena Kuláguina, nunca nos lo hubiésemos planteado. Se puede, pero no se debe.
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