Desarme de ETA
Arteta: «Que no haya vencedores y vencidos es un triunfo para ETA»
El documentalista de las víctimas del terrorismo descree del desarme de la banda y apela a la dignidad tras todo el dolor padecido en un País Vasco que, dice, está «impregnado de nacionalismo»
El documentalista de las víctimas del terrorismo descree del desarme de la banda y apela a la dignidad tras todo el dolor padecido en un País Vasco que, dice, está «impregnado de nacionalismo»
Nació el 1 de agosto de 1959, el día siguiente a la fundación de ETA, y toda su vida, como la de tantos vascos, discurre paralela a la historia del terrorismo. Pero Iñaki Arteta, con sus casi ocho apellidos vascos, amante incondicional de su tierra a pesar de la sangre vertida en balde, decidió un buen día seguir la senda más espinosa en un tiempo y una región en que tomar partido podía costarte la vida o, como mínimo, el ostracismo. A través de documentales como «Sin libertad», «Trece entre mil», «El infierno vasco», «1980» y «Contra la impunidad», ha dado voz a quienes estaban silenciados, amenazados, apartados por el rodillo del pensamiento único en el País Vasco. Él es el documentalista de las víctimas y a ellas (como a su propio «vía crucis» en los tiempos de las pistolas) conmemora y recuerda en el día en que ETA escenifica su desarme.
–¿Se puede hablar en un día como hoy de la muerte o el fin de ETA?
–Yo creo que no. Su muerte podría haber sido tras una derrota policial acompañada de una política, una expresión contundente de derrota de sus postulados. Eso entendería yo por la muerte de ETA. En cambio, se ha quedado a medio camino entre una cosa y otra, y se ha negociado con los terroristas... Este final venía de lejos: un final ambiguo, coreografiado por el mundo terrorista, mientras que los nacionalistas y hasta los distintos gobiernos del Estado han puesto la pistas de aterrizaje, como se decía en los 90. El sufrimiento que ha causado ETA merecía una derrota por 8 a 0.
–¿Un cierre en falso del conflicto?
–Es un cierre porque no va a volver a matar, pero en falso porque no es suficiente que esté desarmada o inactiva y hagan una «performance» con las armas. Detrás de eso no hay una derrota expresa. Ellos han pretendido empatar el partido desde hace años, tenían claro que no ganarían y han ido restando pretensiones mientras iban imponiendo cosas irreversibles como la identidad lingüística, la educación... El nacionalismo lo impregna todo en el País Vasco y han ganado en la creación de un clima que aboca al silencio aun hoy a los no nacionalistas, una situación en la que la ideología predominante es ésa y oponerse o discutirla conlleva incomodidades. Que no haya vencedores y vencidos es un triunfo para ETA y una sociedad sana no se merece eso. Si han aterrorizado a más de una generación que ha vivido bajo su yugo no merecemos un final así.
–Habla de «incomodidades» para quien se salga del criterio oficial. Sin armas de por medio, ¿en qué se traducen?
–Es difícil de catalogar algo que aquí llevamos en el ADN e influye desde la elección de colegio para los hijos hasta con quién te reúnes un fin de semana y de qué hablas con ellos. Vivimos en un «estado» alejado de España desde hace muchos años, más o menos formalmente. Así que, por ejemplo, todos saben que vestir una camiseta de la Selección Española en la calle no se hace o que tienes que ponerle mucho valor y dar casi un paso hacia la heroicidad, hace años más, pero también hoy. Cualquier expresión favorable, hasta la más mínima, a favor de lo español o en contra de lo euskera es incómodo. Si no existe una verdadera derrota de ETA a la gente no le parecerán mal los planteamientos de los terroristas.
–Usted ha tratado y retratado a muchas víctimas. ¿Qué deben estar pensando ante esa «performanece», como usted la cataloga, del desarme?
–Hay muchas víctimas y no sabría decir, pero lo que está claro es que el comportamiento con ellas ha sido de malo a espantoso estos años. Se ha mejorado su atención y presencia social, pero de alguna manera la atención política siempre ha estado en ETA, en qué va a hacer, en sus presos, en qué hacer con ellos. Ha habido una extraordinaria atención hacia el mundo terrorista, a veces condescendiente, desde el Parlamento vasco, las instituciones, la televisión vasca, y en parte los gobiernos españoles. No puedo hablar por las víctimas, pero sintiéndome de alguna manera una en toda esta historia, puedo decir que no me hace gracia e imagino que a quienes les han matado familiares todavía menos.
–¿Seguirá existiendo durante mucho tiempo una especie de «gen ETA» en el seno de la sociedad vasca?
–Un gen sabiniano, el del odio a lo español, algo que inventó él, que se ha ido agrandando, radicalizando y está en esta cultura. Los nacionalistas y los no tan nacionalistas lo llevan con más o menos orgullo, ya no tanto con la idea de matar españoles, que ya no se hará, pero sí en cuanto al desprecio inexplicable hacia todo lo español.
–O sea, muerto el terrorismo emerge a las claras el problema de fondo, el armazón en el que se sustentaba...
–Savater decía que el nacionalismo era el agua en el que se movían los tiburones. Ahora se habla del relato, y eso sigue: que ETA surgió con Franco y que nos quería librar del franquismo, etc... Ese relato lo he vivido desde que nací y de él te enteras rápidamente si te pasas una mañana escuchando Radio Euskadi y luego pones la ETB y las tertulias de la noche. Ese relato coloquial de que ETA estuvo mal, pero que si las torturas, el fascismo... Eso está en todos lados, como contrapeso y, aunque en la Guerra Civil murió más gente en Badajoz que en Guernica, eso no se puede discutir. Hay cuatro mitos en los que se ha fundamentado generación tras generación y es un relato del PNV, no ya de ETA.
–¿En qué se reconvertirán los terroristas?
–Cualquiera sabe. Los límites de la perplejidad son infinitos en el País Vasco, nada nos puede asustar, aunque llegara uno a lehendakari apoyado por, pongamos, Podemos o los nacionalistas. Puede pasar cualquier cosa y además sería justificado muy seriamente, como cuando Josu Tenera entró, en 2002, en la comisión de Derechos Humanos del Parlamento vasco y Urkullu dijo que mejor que Ternera estuviera allí «en positivo». Pero más allá de un caso como éste, el problema es mucho más profundo: en la sociedad vasca los que hablan como yo tienen muy poco que hacer.
–De hecho, usted retrató en «El infierno vasco» a quienes tuvieron que hacer las maletas camino del «exilio» en su propio país.
–Éste es un lugar maravilloso, se vive muy bien quitando la ideología, aquí somos muy del país y no queremos irnos. La gente que se marchó sufrió mucho. Ahora las incomodidades se las traga uno, la situación no te empuja a marcharte.
–¿Cómo se llega al punto en que una amplia parte de la sociedad vea normal que se mate a sus vecinos?
–Con los documentales sempre nos hemos planteado de qué forma contamos esto a alguien que no ha vivido aquí. Es muy complicado y llevo cinco películas sobre el tema y me quedarían muchas más. Las raíces del fanastismo, dicen, son familiares, elementos culturales que se trasmiten a los hijos y tienen que ver con el odio. La gente no nace asesina, se hace, y se hace a la violencia por un ambiente en el que lo que se entiende de manera cultural tiene que ver con esa exaltación de lo nacional, lo étnico... Matar aquí no ha estado mal del todo, dependía de quién disparaba. Si mataba ETA estaba justificado. Les parecía una pena que muera alguien y manche las calles y que el que mata tenga que ir al monte y no comer en tres días, pero lo peor no era el hecho de asesinar a alguien, eso era relativo. Por ello pienso que una vez matas, mentir ya no es nada, por lo que esa creencia de que van a deponer las armas porque lo han dicho me parece naif. Que hagan lo que quieran con las armas, lo que hay que hacer es perseguirles, no hacer dejación de la dignidad, de los valores.
–Mientras ETA seguía activa nunca quiso hablar claramente de si estaba amenazado o no...
–Prefería no dar pistas y no me gusta caer en el victimismo. Nunca tuve una amenza expresa y además vivo en Barakaldo, un sitio más tranquilo, con mucha emigración y un Gobierno socialista durante años. Nunca me advirtieron de que me estuvieran vigilando, pero yo tomaba las precauciones de un amenazado aunque sin escoltas: miraba debajo del coche, a los lados... He hecho muchas entrevistas a víctimas que decían «nunca pensé que le pasaría algo a mi marido». Seguridad para gente desconocida ha habido muy poca y nadie te la podía garantizar. Pero yo dormía muy bien por las noches y he tenido la suerte de no sentir mucho miedo. Cada uno, además, lo gestiona como puede.
–Lo que sí es verdad es que, al menos desde que salió a la palestra en 2001 con «Sin libertad», su círculo se redujo drásticamente.
–Hacer pública tu crítica al nacionalismo y al «asesinato político», como se llamaba aquí, es un filtro para quitarse «michelines», que decía Arzallus: amigos, conversaciones... Se me ha reducido el entorno, pero ahora es infinitamente más saludable. Es una prueba de primer orden vital, aprendes quién te aprecia y quién no.
–¿Cuándo decide «empuñar» la cámara para contar lo que está pasando desde la perspectiva de los silenciados?
–A finales de los 80 empecé a darme cuenta de lo estúpido que había sido, de cómo podía estar en medio de actos públicos en los que se jaleaba la muerte de Carrero Blanco o en manifestaciones pro-amnistía. Yo no era radical, pero estaba cerca de todo eso, íbamos todos a esos sitios y yo era el más nacionalista de mis amigos por cuestión familiar. En los 80 oíamos música vasca, íbamos a las manifestaciones, a las fiestas de los pueblos con proclamas pro-terroristas. A principios de los 90 me acerqué a grupos pacifistas. Recuerdo en la oficina de uno de esos grupos que solo había una chica sentada en una silla con una mesita y pensé: «No hay una tía más valiente y está sola en un despachito». He sido estúpido y desalmado, y lo reconocí y sentí las ganas de hacer algo a través de mi expresión artística que era el cine.
–¿Fue traumática su «salida del armario» contra el nacionalismo?
–Muy dura y muy lenta. Ya era mayor y empezaba a tener hijos y me metí en lo que me metí... Me costó mucho a nivel profesional. Cuando firmé el primer Manifiesto de Ermua, Deia publicó media página con el nombre de los 200 que habíamos firmado, y no lo publicaba para hacernos un favor... Yo trabajaba entonces en las instituciones y se me acercó una chica para preguntar si Iñaki Arteta era yo. Allí empezaron los silencios. Ya saben dónde estás, quién eres y estás en medio de una gran plaza con montones de ojos mirándote y nadie te va a ayudar. Me quedé en la calle con tres hijos. Aquello me hizo encajar más las piezas: si no tienen piedad con los asesinados, ¿cómo la iban a tener conmigo aunque me apartaran, me echaran del trabajo, me silenciaran...? Pero en ese magma de miseria moral lo que me hicieron a mí es calderilla. La maquinaria era muy grande, y sigue siéndolo.
–¿Dónde ubicaría el pico del odio en el País Vasco?
–Hasta la amnistía la situación fue terrible y había cierta justificación porque estábamos en la transición y había que reclamar cosas culturales, políticas, laborales, asuntos que nos confundieron. Había mucho odio a la Policía y a todo lo español. Ahí empezó el relato ése de que el Rey puso a los políticos y Franco al Rey. Pero la época de Ibarretxe fue brutal. Me recuerda a lo que está pasando en Cataluña. Políticamente los más moderados estaban cogiendo las nueces, pero con Ibarretxe empezaron a tirar las nueces a la cabeza de los demás. Se creó de manera artificial un discurso que fue calando en la gente, como en la Alemania de los años 30, usando la maquinaria publicitaria, propagandística, que crea un odio que baja hasta los pequeños círculos familiares y laborales. Todo estaba muy tenso.
–Entonces, ¿lo que ve en la Cataluña de hoy es lo que ya ha vivido?
–Dejando aparte muertos y exiliados, lo más sangrante que ha hecho la violencia es que el resto de la sociedad viva aprisionada por esos mensajes nacionalistas y ultranacionalistas, xenófobos a veces, antiespañoles, y eso es idéntico en Cataluña a la época de Ibarretxe, que tenía la mitad de votos de Herri Batasuna. Esta gente tene un punto de odio que inocula en todas las expresiones y si es posible convertir a un ciudadano o grupo pacifico en militante de su causa, mejor. Eso llevó aquí a que se matara a gente. Cuando uno tensa la cuerda se trasmite a los últimos peldaños.
–En el tema vasco, además, ETA contó con cierta «complicidad» desde el extranjero y hasta desde la izquierda española...
–Fuera se tragaron el cuento de que había un pueblo pequeñito y luchador, independiente desde siempre, resistente, y elevaron a categoría de Hiroshima el bombardeo de Guernica. Aún sigue ese marchamo de pueblo idealista y luchador. Es un discurso muy asentado. Y la izquierda española se movió en esa misma onda. Veían con muy buenos ojos al terrorismo con Franco, pero eso llega hasta hoy con el PSOE participando en este paripé de la entrega de armas con Podemos, Bildu y PNV. Queda condescendencia en la izquierda, donde hay gente que ha sufrido el terrorismo como muchos, pero para ellos el fin justifica los medios.
–Entre los aproximadamente mil asesinatos de ETA, ¿cuál es el que más le ha pesado?
–Yo trabajaba de fotógrafo de prensa a finales de los 80 y vi cosas terribles, me tocó estar a un metro de las víctimas. Guardo un recuerdo especial de un reportaje en concreto: en el 88 iba a hacer fotos para una agencia de Madrid del aniversario de la muerte de Txomin Iturbe, en Mondragón, donde se le iba a hacer un homenaje. Antes de llegar oí que habían matado a un policía en Durango y me acerqué hasta allí. Estaba muerto, fuera del coche, ametrallado junto a su hijo. Espantoso. Media hora después estaba en la plaza de Mondragón repleta de gente, en primera fila con los fotógrafos, oyendo cánticos de «ETA, mátalos». Ese día cuando volví a casa solo en el coche algo no me cuadraba. Me preguntaba: ¿dónde estoy viviendo, es posible que alguien jalee esto? Eso me hizo ir acumulando cosas, reflexiones.
–En el cine español se ha tratado poco el terrorismo vasco y, generalmente, poniendo el foco en los terroristas.
–Indudablemente la figura y la acción del terrorismo siempre es más interesante que las víctimas. Hasta el año 2000 en que Querejeta hizo «Asesinato en febrero» y yo «Sin libertad» no habían aparecido. Hasta la fecha se han hecho unas 70 películas sobre ETA y el terrorismo, pero sólo 9 aproximadamente incluyen historias de víctimas. Detrás de cada película hay una elección, aunque no me gusta quienes dicen «yo soy objetivo». Pues serás el único, pienso yo, porque es imposible serlo. En el cine ha habido mucha indocumentación sobre el tema del terrorismo y pocas buenas.
–¿Qué le parece el fenómeno editorial de «Patria», de Fernando Aramburu?
–Aún no he leído la novela, pero lo conozco y le tengo mucho aprecio. Ha hecho un buen trabajo, ya ha tenido la suerte, como él mismo dice, de tener éxito con este libro. Le escribí hace poco un correo electrónico para decirle que me alegraba por lo suyo, pero, añadía, «me parece raro que estas cosas nuestras interesen a tanta gente». Él me contestó diciendo: «Estas cosas nuestras interesan, y mucho».
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