Desgaste político
La geometría imposible del poder
El presidente, dicen en las cercanías de Puigdemont, es una veta agotada. La opción de una moción, fuente de presión para Sánchez, es tentación para la oposición
Las alianzas que sostienen al Gobierno se agrietan, no por desgaste ideológico, sino por pura incompatibilidad de intereses. Los gestos y declaraciones de Junts, los que son públicos y los que se esmeran a extender en privado, anuncian ruptura. Dicen que ya no están cerrados en banda a una moción de censura contra Sánchez que pueda incluir a Vox; los hay que completan la frase: «Pero sin Feijóo». Sobre si dicen la verdad o no, nada se puede saber porque la confianza que menos cotiza es la de Junts, y su abultado historial de digos y diegos.
Una moción de censura es una posibilidad que flota en el ambiente político y mediático con la lógica de los hechos: el Gobierno, incapaz de sacar Presupuestos y sin una base parlamentaria sólida, es un rehén al que Junts ya ha utilizado todo lo que podía para extorsionar al Estado. Sánchez –dicen en las cercanías de Puigdemont– es una veta agotada. Sin embargo, la opción de una moción, que es una fuente de presión para Sánchez, es una tentación para toda la oposición. Porque no se trata de reunir votos, sino de reunir razones. Una censura parlamentaria que dependa del mismo grupo que hoy amenaza con derribar al Gobierno sería, en esencia, una prolongación del mismo problema que pretende resolver.
El dilema es evidente. No basta con sumar, hay que saber con quién. Una operación de esa envergadura, que expulsara por segunda vez en nuestra historia a un Gobierno por el mecanismo parlamentario de la moción, exigiría el respaldo de quienes no han demostrado compromiso con estabilidad alguna. Y esa posibilidad, aunque numéricamente tentadora, sería políticamente suicida. No se puede sustituir una dependencia por otra ni pasar del chantaje al trueque. La política española no necesita más geometría variable, sino un principio firme: el poder no puede asentarse en quien niega las bases de su legitimidad.
En los últimos meses, el grupo independentista que garantiza la gobernabilidad ha desplegado una estrategia de oscilación calculada: no rompe, pero amenaza; no se retira, pero amaga. Con esa táctica, se mantiene en el centro del tablero sin necesidad de ganar nada. Cada movimiento es un aviso; cada aviso, una negociación. Es un método que explota la debilidad del Gobierno, pero también a la oposición. Ambos, por motivos distintos, acaban girando en torno al mismo eje: Puigdemont, que desde fuera del territorio nacional dicta el ritmo de la política española.
Esa anomalía se ha normalizado. Hemos aceptado que un sistema democrático maduro dependa de la voluntad intermitente de un señor que no responde a sus instituciones, sino a su biografía. Ningún país puede sostener su equilibrio si su futuro se somete al capricho o la conveniencia de un individuo que no rinde cuentas ante el mismo marco jurídico que condiciona a los demás. Esa subordinación, presentada a veces como pragmatismo, erosiona la noción misma de Estado.
En este punto, una censura parlamentaria debería entenderse menos como un movimiento táctico y más como una prueba moral. No importa tanto quién la impulse como la forma de hacerlo. Porque lo que está en juego no es el reemplazo de un Gobierno, sino la superación de una manera de hacer política que ha confundido el poder con el mero cálculo. Una censura apoyada en las mismas dependencias que hoy la hacen necesaria no sería una alternativa, sino una continuidad más discreta del mismo vicio. No se trata de cambiar de nombres, sino de cambiar de hábitos.
La raíz del problema no está en las instituciones, sino en la conducta que las ocupa. Lo que ha corrompido la política española no es la aritmética parlamentaria, sino el espíritu con que se maneja: la negociación entendida como chantaje, el pacto reducido a moneda, la supervivencia convertida en ideología. Si la alternativa a Sánchez asume esas reglas para desbancar al presidente, no hará otra cosa que legitimar su método. La regeneración no consiste en ocupar el despacho, sino en devolverle dignidad.
Por eso, lo urgente no debe ser provocar una caída, sino evitar una repetición. Y en eso, la caída no es fin, sino medio. El país no necesita un cambio de cromos, sino una corrección de conducta. Las instituciones deben recuperar su función de servir, no de servir-se. Y si de verdad hay voluntad de ofrecer un nuevo rumbo, deberá empezar por la coherencia: negarse a pactar con quienes han hecho de la inestabilidad su modo de vida.
Nuestro país se asoma a una encrucijada en la que nada serio se construirá sobre alianzas frágiles o equilibrios imposibles. Lo que falta no es una suma, sino una decisión: acabar con la política de la conveniencia y volver a la de la convicción.
Acabar con esta geometría imposible del poder y poner, en su lugar, una relación virtuosa que dé carpetazo a estos años de nuestra vida política.